Comité Invisible

Ahora

2017

    El mañana queda anulado

    50 brechas de Grey

    Que muera la política

    Destituyamos el mundo

    Fin del trabajo, vida mágica

    Todo el mundo detesta a la policía

    Por lo que sigue del mundo

El mañana queda anulado

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Todas las razones para hacer una revolución están ahí. No hace falta ninguna. El naufragio de la política, la arrogancia de los poderosos, el reino de lo falso, la vulgaridad de los ricos, los cataclismos de la industria, la miseria galopante, la explotación desnuda, el apocalipsis ecológico — nada nos lo ahorra, ni siquiera estar informados de todo esto. «Clima: 2016 supera un récord de calor», titula Le Monde como ya casi todos los años. Todas las razones están reunidas, pero las razones no son lo que hacen las revoluciones, son los cuerpos. Y los cuerpos se encuentran frente a las pantallas.

Podemos contemplar cómo se va a pique una campaña presidencial. La transformación del «momento más importante de la vida política francesa» en un enorme juego de exterminio solo hace de la telenovela algo más cautivador. Nadie se imaginaría Survivor con tales personajes, ni giros de la historia tan vertiginosos, pruebas tan crueles, humillación tan generalizada. El espectáculo de la política se sobrevive como espectáculo de su descomposición. La incredulidad le va bien al inmundo paisaje. El Frente Nacional, esa negación politiquera de la política, esa negación de la política en el terreno de la política, ocupa de manera lógica el «centro» de este tablero humeante de ruinas. La humanidad asiste, embrujada, a su naufragio como a un espectáculo de primera calidad. Está tan apresada que no siente el agua que le cubre ya las piernas. Al final, transformará todo en salvavidas. Es el destino de los náufragos transformar todo lo que tocan en salvavidas.

No se trata de que este mundo siga siendo comentado, criticado, denunciado. Vivimos rodeados por una niebla de comentarios y de comentarios sobre los comentarios, de críticas y de críticas de críticas, de revelaciones que no desencadenan nada, si no es que revelaciones sobre las revelaciones. Y esta niebla nos arrebata de cualquier toma sobre el mundo.

No hay nada que criticar en Donald Trump. Lo peor que se puede decir sobre él, él mismo ya lo ha absorbido, incorporado. Lo encarna. Porta como un collar todos los reproches que se hayan pensado que es posible hacerle. Es su propia caricatura, y está orgulloso de esto. Hasta los creadores de South Park han tirado la toalla: «Es muy complicado ahora que la sátira se ha vuelto realidad. Realmente queríamos burlarnos de lo que estaba pasando, pero no hemos podido llevarle el ritmo. Lo que pasaba era mucho más gracioso que todo lo que podíamos imaginar. Así que decidimos olvidarnos de este asunto, dejar que interpreten su comedia, y nosotros haremos la nuestra». Vivimos en un mundo que se ha establecido más allá de cualquier justificación. Aquí, la crítica ya no puede nada, no más de lo que puede la sátira. No arrojan ningún efecto. Permanecer en la denuncia de las discriminaciones, de las opresiones, de las injusticias, y esperar recoger los frutos, es equivocarse de época. Los izquierdistas que creen que todavía puede sublevarse algo accionando la palanca de la mala conciencia se equivocan con una enorme torpeza. Pueden por cierto ir a rascarse sus costras en público y hacer escuchar sus lamentos creyendo suscitar simpatías, ya no suscitarán más que el desprecio y el deseo de destruirlos. «Víctima» se ha vuelto un insulto en todos los rincones del mundo.

Existe un uso social del lenguaje. Ya nadie cree en él. Su cotización ha caído por los suelos. De ahí esta burbuja inflacionista de habladuría mundial. Todo lo que es social es engañoso, todos lo saben ahora. Ya no son únicamente los gobernantes, los publicistas y las personalidades públicas los que «hacen comunicación», es cada uno de los empresarios de sí mismos que esta sociedad intenta hacer de nosotros quien no deja de practicar el arte de las «relaciones públicas». Convertido en un instrumento de comunicación, el lenguaje no es ya una realidad propia, sino una herramienta que sirve para operar sobre lo real, para obtener efectos en función de estrategias diversamente conscientes. Las palabras no son ya puestas en circulación más que con el objetivo de travestir las cosas. Todo navega bajo pabellones falsos. La usurpación se ha vuelto universal. No vacilamos ante ninguna paradoja. El estado de emergencia es el estado de derecho. Se hace la guerra en nombre de la paz. Los jefes «ofrecen empleos». Las cámaras de vigilancia son «dispositivos de videoprotección». Los verdugos se lamentan de que son perseguidos. Los traidores proclaman su sinceridad y su fidelidad. Los mediocres son citados por todas partes como un ejemplo. Está la práctica real por un lado, y por el otro el discurso, que es su contrapunto implacable, la perversión de todos los conceptos, el engaño universal de sí mismo y de los demás. Por todas partes no se da otra cuestión que la de preservar o extender intereses. A cambio, el mundo se puebla de silenciosos. Algunos de ellos explotan con acciones locas en fechas cada vez más próximas. ¿Quién puede sorprenderse de esto? Ya no digas «Los jóvenes ya no creen en nada». Di: «¡Mierda! Ya no se tragan nuestras mentiras». Ya no digas «Los jóvenes son nihilistas». Di: «¡Carajo! Si las cosas continúan así van a sobrevivir al derrumbamiento de nuestro mundo».

La cotización del lenguaje ha caído por los suelos, y sin embargo nosotros escribimos. En realidad, existe también otro uso del lenguaje. Se puede hablar de la vida, y se puede hablar desde la vida. Se puede hablar de los conflictos, y se puede hablar desde el conflicto. No es la misma lengua ni el mismo estilo. Tampoco es la misma idea de la verdad. Existe un «coraje de la verdad» que consiste en refugiarse detrás de la neutralidad objetiva de los «hechos». Existe otro más que considera que una palabra que no se compromete a nada, que no vale en cuanto tal, que no toma riesgos de su posición, que no cuesta nada, no vale gran cosa. Toda la crítica del capitalismo financiero se constituye como una figura pálida en comparación con el escaparate roto de un banco y tachado con el grafiti: «¡Ten tus comisiones!». No es por ignorancia que los «jóvenes» desvían el sentido de los punchline de raperos en sus eslóganes políticos en vez de las máximas de algún filósofo. Y es por decencia que no retoman los «¡No cedemos nada!» que los militantes gritan justo cuando lo ceden todo. Sucede que unos hablan del mundo, pero los otros hablan desde un mundo.

La verdadera mentira no es aquella que uno hace a los demás, sino aquella que uno se hace a sí mismo. La primera es, en comparación con la otra, relativamente excepcional. La mentira es rehusarse a ver ciertas cosas que se están viendo, y rehusarse a verlas como se las está viendo. La verdadera mentira son las pantallas, todas las imágenes, todas las explicaciones, que uno deja entre sí y el mundo. Es el modo en que pisoteamos cotidianamente nuestras propias percepciones. Tanto es así que, en la medida en que no sea una cuestión de verdad, no será cuestión de nada. No habrá nada. Nada más que este asilo de chiflados planetario. La verdad no es algo hacia lo cual habría que dirigirnos, sino una relación que no se dedica a esquivar lo que está ahí. Es un «problema» solo para aquellos que ven ya la vida como un problema. No es algo que se profese, sino una manera de estar en el mundo. No se detenta, por tanto, ni se acumula. Se da en situación y de momento en momento. Quien siente la falsedad de un ser, el carácter nefasto de una representación o las fuerzas que se mueven bajo el juego de las imágenes, les retira toda posibilidad de dejarse apresar por tales. La verdad es plena presencia con respecto a sí y el mundo, contacto vital con lo real, percepción aguda de lo que la existencia nos da. En un mundo en el que todo el mundo actúa, en el que todo el mundo se pone en escena, en el que se comunica tanto como no se dice realmente nada, la simple palabra de «verdad» congela, molesta o provoca risas. Todo lo que esta época contiene de sociable ha tomado la costumbre de apoyarse en las muletas de la mentira, hasta el punto de no poder ya deshacerse de ellas. No hay que «proclamar la verdad». Predicar la verdad a aquellos que ni siquiera soportarían dosis ínfimas de verdad es solamente exponerse a su venganza. En lo que sigue, nosotros no pretendemos en ningún caso decir «la verdad», sino la percepción que tenemos del mundo, aquello a lo que nos atenemos, aquello que nos mantiene de pie y vivos. Hay que retorcerle el cuello al sentido común: las verdades son múltiples, pero la mentira es una, porque está universalmente coaligada contra la más mínima verdad que salga a superficie.

Se nos protege todo el año de mil amenazas que nos rodean — los terroristas, los alborotadores endocrinos, los migrantes, el fascismo, el desempleo. Así se perpetúa la imperturbable rutina diaria de la normalidad capitalista: sobre el fondo de mil complots no realizados, de cien catástrofes repelidas. Ante la ansiedad lívida que intentan, día tras día, inocularnos, con el impacto de patrullas de militares armados, de breaking news y de anuncios gubernamentales, es crucial reconocer en el motín la virtud paradójica de que nos libera de todo esto. Esto es lo que no pueden comprender los aficionados de esas procesiones fúnebres llamadas «manifestaciones», todos aquellos que saborean en un trago el placer amargo de ser siempre derrotados, todos aquellos que arrojan un flatulento «Si no ¡todo esto va a reventar!» antes de entrar tranquilamente en el autobús. En el enfrentamiento callejero, el enemigo tiene un rostro definido, ya sea vestido de civil o con una armadura. Tiene métodos ampliamente conocidos. Tiene un nombre y una función. Es, además, un «funcionario», como lo declara sobriamente. También el amigo tiene gestos, movimientos y una apariencia reconocibles. En el motín se da una incandescencia de la presencia con respecto a sí y a los otros, una fraternidad lúcida que la República es completamente incapaz de suscitar. El motín organizado es capaz de producir lo que esta sociedad no tiene aptitud de engendrar: vínculos, vivos e irreversibles. Quienes se detienen en las imágenes de violencia pierden de vista lo que se juega en el hecho de tomar juntos el riesgo de romper, de grafitear, de enfrentar a los policías. Nadie sale nunca indemne de su primer motín. Es esta positividad del motín la que el espectador prefiere no ver, y que en el fondo lo atemoriza bastante más que los destrozos, las cargas y las contracargas. En el motín, hay producción y afirmación de amistades, configuración franca del mundo, posibilidades nítidas de actuar, medios al alcance de la mano. La situación tiene una forma y uno puede moverse en ella. Los riesgos están definidos, a diferencia de todos esos «riesgos» nebulosos que los gobernantes disfrutan haciendo volar por encima de nuestras existencias. El motín es deseable como momento de verdad. Es suspensión momentánea de la confusión: en el gas, las cosas están curiosamente claras y lo real es al fin legible. Difícil, entonces, no ver quién es quién. Hablando de la jornada insurreccional del 15 de julio de 1927 en Viena, en el curso de la cual los proletarios quemaron el palacio de justicia, Elias Canetti decía: «Es lo más cercano a una revolución que haya vivido. Cientos de páginas no bastarían para describir todo lo que vi». De ella sacó la inspiración para su obra maestra Masa y poder. El motín es formador por cuanto hace ver.

En la marina inglesa existía este viejo brindis: «Confusion to our enemies!». La confusión tiene un valor estratégico. No se debe a la casualidad. Dispersa las voluntades y les prohíbe reunirse de nuevo. Tiene el sabor de las cenizas de la derrota aunque la batalla no haya ocurrido aún, y probablemente no ocurrirá. Cada uno de los recientes atentados en Francia estuvo así seguido por una cola de confusión, que venía oportunamente a incrementar el discurso gubernamental respectivo. Quienes los reivindican, quienes llaman a la guerra contra aquellos que los reivindican, a todos ellos les interesa nuestra confusión. En lo que concierne a quienes los ejecutan, muy a menudo son los hijos — los hijos de la confusión.

Este mundo que tanto parlotea no tiene nada que decir: está vacío de afirmación. Tal vez ha creído volverse de este modo inatacable. Se ha puesto principalmente a merced de toda afirmación consecuente. Un mundo cuya positividad se eleva sobre tantos estragos merece sin duda que todo aquello vivo que se afirme en él adopte ante todo la forma del saqueo, de los destrozos, del motín. No faltará que se nos haga pasar por desesperados, con motivo de que actuamos, construimos, atacamos sin esperanza. La esperanza, esa es al menos una enfermedad de la que esta civilización no nos habrá infectado. Por otra parte, no estamos desesperados. Nadie ha actuado nunca por esperanza. La esperanza se atribuye en parte a la espera, en parte a rehusarse a ver lo que está ahí, en parte al temor a hacer efracción en el presente, en resumen: al temor a vivir. Esperar es declararse por adelantado sin una toma o influencia sobre aquello de lo que no obstante se espera algo. Es ponerse al margen del proceso para no tener que atenerse a su resultado. Es querer que las cosas sean de otro modo sin desear los medios para hacerlo. Es una cobardía. Hace falta saber a qué se atiene uno, y atenerse a ello. A riesgo de hacerse enemigos. A riesgo de hacerse amigos. Desde que sabemos lo que queremos, nosotros ya no estamos solos, el mundo se vuelve a poblar.

Por todas partes, aliados, proximidades y una gradación infinita de amistades posibles. Nada le es cercano a quien flota. La esperanza, ese ligerísimo pero constante impulso hacia mañana que nos es comunicado día a día, es el mejor agente de mantenimiento del orden. Nos informan cotidianamente de problemas hacia los cuales no podemos nada, pero hacia los cuales habrá seguramente mañana soluciones. Todo el sentimiento aplastante de impotencia que esta organización social cultiva en cada uno con la vista perdida no es más que una inmensa pedagogía de la espera. Es una huida del ahora. Ahora bien, nunca ha habido, no hay y nunca habrá más que el ahora. E incluso si el antaño puede ejercer una acción sobre el ahora, es porque ese antaño nunca fue él mismo sino un ahora. Como lo será el mañana. El único modo de comprender algo en el pasado es comprender que fue también un ahora. Es sentir el débil soplo del aire en el cual vivían los hombres de ayer. Si somos tan propensos a huir del ahora es porque es el lugar de la decisión. Es el lugar del «acepto» o del «me niego». Es el lugar del «lo dejo pasar» o del «me quedo». Es el lugar del gesto lógico que sigue inmediatamente a la percepción. Es el presente, y por tanto el lugar de la presencia. Es el instante, sin cesar renovado, de la toma de partido. Pensar en términos remotos es siempre más cómodo. «Al final», las cosas cambiarán; «al final», los seres serán transfigurados. Mientras se espera todo esto, continuemos así, sigamos siendo lo que somos. Una mente que piensa en términos de porvenir es incapaz de actuar en el presente. No busca la transformación: la evita. El desastre actual es como la acumulación monstruosa de todos los diferimientos del pasado, a los cuales se agregan en un derrumbe permanente los de cada día y de cada instante. Pero la vida se juega siempre ahora, y ahora, y ahora.

Todos ven con facilidad que esta civilización es como un tren que se dirige hacia el precipicio, y que acelera. Cuanto más acelera, más son de esperar los hurras histéricos de los borrachos del vagón-discoteca. Haría falta acercar la oreja para notar el silencio tetanizado de las mentes racionales que ya no comprenden nada, el de los angustiados que se roen las uñas y el tono de falsa serenidad en las exclamaciones intermitentes de los que juegan a las cartas, esperando. Interiormente, muchísima gente ha elegido saltar del tren, pero se mantiene en los estribos. Sigue estando apresada por muchas cosas. Se siente apresada porque así lo ha elegido, pero la decisión es lo que falta. Pues la decisión es lo que traza en el presente el modo y la posibilidad de actuar, de dar un salto que no sea al vacío. Esta decisión es la de desertar, la de salir de las filas, la de organizarse, la de hacer secesión, incluso si es de modo imperceptible, pero, en todos los casos, ahora.

La época es de los tenaces.

50 brechas de Grey

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«Ya nada funciona», dicen los malos jugadores. «El mundo va mal», opina la sabiduría popular. Nosotros decimos más bien que el mundo se fragmenta. Nos habían prometido un nuevo orden mundial. Lo que se está produciendo es lo contrario. Anunciaban la generalización planetaria de la democracia liberal. Lo que se generaliza es más bien las «insurrecciones electorales» en contra de ella y su hipocresía, como se quejan amargamente los liberales. Sector tras sector, la fragmentación del mundo se prosigue, sin descanso, sin interrupción. Y esto no es únicamente un asunto de geopolítica. Es en todos los dominios que el mundo se fragmenta, es en todos los dominios que la unidad se ha vuelto problemática. Unidad en la «sociedad», en nuestros días, ya no existe más de lo que existe en la «ciencia». El salariado explota en todos los tipos de nichos, de excepciones, de condiciones derogatorias. La idea de «precariado» oculta oportunamente que ya no existe ninguna experiencia común del trabajo, ni siquiera precario. Tanto es así que ya tampoco puede haber experiencia común de su detenimiento, y que el viejo mito de la huelga general existe ya solo para ser depositado en el estante de los accesorios inútiles. La medicina occidental se limita a improvisar con técnicas que hacen volar en pedazos su unidad doctrinal, como por ejemplo la acupuntura, la hipnosis o el magnetismo. Más allá de los usuales amaños parlamentarios, no existe ya, políticamente, una mayoría para nada. El comentario periodístico más atinado, durante el conflicto que comenzó con la ley Trabajo en la primavera de 2016, constataba que dos minorías, una minoría gubernamental y una minoría manifestante, se enfrentaban ante los ojos de una población espectadora. Incluso nuestro propio Yo se presenta como un rompecabezas cada vez más complejo, cada vez menos coherente — tanto es así que para que se sostenga, además de las sesiones con el psicólogo y los comprimidos, ahora son necesarios algoritmos. Es por una simple antífrasis que se llama «muro» al flujo tendido de imágenes, de informaciones y de comentarios mediante el cual Facebook trata de dar forma al Yo. La experiencia contemporánea de la vida en un mundo hecho de circulación, de telecomunicaciones, de redes, de un caos de informaciones en tiempo real y de imágenes que intentan captar nuestra atención, es fundamentalmente discontinua. En una escala completamente distinta, los intereses particulares de las personalidades tienen cada vez más problemas para hacerse pasar por «el interés general». Solo hace falta ver cómo los Estados tienen dificultades para implementar sus grandes proyectos de infraestructuras, desde el valle de Susa a Standing Rock, para darse cuenta de que la cosa ya no marcha. Que ahora haga falta solicitar una intervención del ejército y sus cuerpos de élite en el territorio nacional para una obra de poca monta muestra claramente que ahora son percibidas como las operaciones mafiosas que en igual medida son.

La unidad de la República, la de la ciencia, la de la personalidad, la del territorio nacional o la de la «cultura» siempre han sido meras ficciones. Pero eran eficaces. Lo que es seguro es que la ilusión de la unidad ya no consigue hacer ilusión, echar a andar, disciplinar. En todas las cosas, la hegemonía ha muerto y las singularidades devienen salvajes: llevan en sí mismas su propio sentido, el cual ya no esperan de un orden general. El pequeño punto de vista de sobrevuelo que permitía a todo aquello que tenía un poco de autoridad hablar por los otros, juzgar, clasificar, jerarquizar, moralizar, conminar a cada uno qué debe hacer y cómo debe ser, se ha vuelto inaudible. Todos los «hay que» yacen por los suelos. El militante que sabe lo que hay que hacer, el profesor que sabe lo que hay pensar, el político que va a decirte lo que es necesario para el país, hablan en el desierto. Ya nada puede mostrarse superior a la experiencia singular en donde ella existe. Uno redescubre que abrirse al mundo no es abrirse a los cuatro rincones del planeta, que el mundo está ahí en donde estamos. Abrirse al mundo es abrirse a su presencia aquí y ahora. Cada fragmento es portador de una posibilidad de perfección propia. Si «el mundo» tiene que ser salvado, lo será en cada uno de sus fragmentos. A la totalidad no se la puede más que gestionar.

La época opera atajos históricos impactantes. La democracia fue enterrada justo en donde había nacido dos mil quinientos años antes con la manera en que Alexis Tsipras, apenas elegido, no se cansó de negociar su rendición. Podemos leer en su tumba, irónicamente, estas palabras del ministro alemán de Economía, Wolfgang Schäuble: «No podemos dejar a unas elecciones cambiar cualquier cosa». Pero lo más sorprendente es que el epicentro geopolítico de la fragmentación del mundo sea precisamente el lugar de donde partió su unificación bajo el nombre de «civilización» hace ya cinco mil años: Mesopotamia. Si un cierto caos geopolítico parece apoderarse del mundo, lo hace desde Irak y Siria, es decir, desde el sitio preciso en que comenzó su ordenamiento general. La escritura, la contabilidad, la Historia, la justicia real, el parlamento, la agricultura razonada, la ciencia, la medición, la religión política, las intrigas de palacios y el poder pastoral —toda esa manera de pretender gobernar «por el bien de los súbditos», cuidando del rebaño y su bienestar— todo aquello a lo que se reduce lo que todavía hoy llamamos la «civilización», todo esto era ya, tres mil años antes de Jesús Cristo, la marca propia de los reinos de Acadia y Sumeria. Por supuesto que habrá intentos de recrear un nuevo Estado confesional iraquí. Por supuesto que los intereses internacionales conducirán a operaciones descabelladas de state building en Siria. Pero tanto en Siria como en Irak, la humanidad estatalizada ha muerto. La intensidad de los conflictos se ha elevado demasiado alto como para que una reconciliación honesta sea posible. La guerra contrainsurreccional que ha librado el régimen de Bashar al-Ásad contra su población, con los apoyos que se saben, ha alcanzado tales extremos que ya ninguna negociación conseguirá nunca algo como un «nuevo Estado sirio» digno de este nombre. Y ningún intento de peopleshaping —la implementación sangrienta del poema irónico de Brecht tras la insurrección obrera de 1953 contra el nuevo régimen soviético en Alemania del Este: «Por su culpa el pueblo / perdió la confianza del gobierno / y es solo duplicando esfuerzos / como puede volver a ganarla / ¿no sería / más sencillo en ese caso para el gobierno / disolver el pueblo / y elegir uno nuevo?»— no conseguirá nada: por su parte, las sombras de los muertos no se dejan aplacar con el impacto de barriles de TNT. Cualquiera que tenga interés en lo que fueron los Estados europeos en el tiempo de su «esplendor» solo puede ver fracasos en lo que sobrevivió en nuestros días bajo el nombre de «Estados». Con respecto a las potencias transnacionales, los Estados ya solo se mantienen en un estado de hologramas. El Estado griego es ya solamente una correa de transmisión de instrucciones que se le escapan. El Estado británico se reduce a hacer de funámbulo con el Brexit. El Estado mexicano no controla ya nada. Los Estados italiano, español o brasileño parecen no tener otra actividad que sobrevivir a avalanchas ininterrumpidas de escándalos. Ya sea bajo pretexto de «reforma» o por arrebato de «modernización», los Estados capitalistas contemporáneos se ven arrojados a un ejercicio de autodesmantelamiento metódico. Sin hablar de las «tentaciones independentistas» que se multiplican a través de Europa. No es difícil discernir detrás de los intentos de restauración autoritaria en tantos países del mundo una forma de guerra civil que ya no se detendrá. Ya sea en nombre de la guerra contra «el terrorismo», «la droga» o «la pobreza», en todas partes ceden las costuras de los Estados. Las fachadas se mantienen en pie, pero ya solo sirven para ocultar una pila de escombros. A partir de ahora, el desorden mundial excede toda capacidad de reordenamiento. Como lo decía un antiguo chino: «Cuando el orden reina en el mundo, un loco no puede alterarlo por sí solo; cuando el caos se apodera de él, un sabio no puede traer el orden por sí solo».

Somos los contemporáneos de un prodigioso giro del proceso de civilización en proceso de fragmentación. A partir de ahora, cuanto más aspira la civilización a su cumplimiento universal, tanto más implosiona en su base. Cuanto más pretende este mundo la unificación, tanto más se fragmenta. ¿Cuándo empezó insensiblemente a tambalearse en su propio eje? ¿Fue el impacto del mundo que siguió a los atentados del 11 de septiembre? ¿La «crisis financiera» de 2008? ¿El fracaso de la cumbre de Copenhague sobre el cambio climático en 2009? Lo que es seguro es que esta cumbre marcó un punto de irreversibilidad en este tambaleo. La causa de las atmósferas y del planeta ofrecía a la civilización el pretexto ideal de su bella conclusión. En nombre de la especie y de su salvación, en nombre de la totalidad planetaria, en nombre de la Unidad terrestre, se iba a poder regir cada una de las conductas de cada uno de los habitantes de la Tierra, y de cada una de las entidades que esta alberga en su superficie. Se estaba a dos gotas de proclamar el imperium mundi universal y ecológico. Era en «el interés de todos». La pluralidad de los entornos humanos y naturales, de los usos, de las formas de vida, el carácter telúrico de cada existencia, todo esto iba a tener que ceder ante la «necesaria unidad» de la especie humana, que al fin iba a poder gestionarse desde no se sabe qué directorio mundial. Era la culminación lógica del proceso de unificación que no ha cesado de animar «la gran aventura de la humanidad» desde que una pequeña banda de Sapiens se escapó del valle del Rift. Hasta aquí, se conservaba la esperanza de que los supuestos «responsables» encontrarían un acuerdo de buen sentido, de que los «responsables», en una palabra, serían responsables. Y ¡cataplum! Lo que pasó en Copenhague es justamente que no pasó nada. Por otra parte, es por esto que todo el mundo lo ha olvidado. Ningún emperador, ni siquiera colegial. Ninguna decisión de los portavoces de la Especie. Desde entonces, con la ayuda de la «crisis económica», la pulsión de unificación se ha convertido en un sálvese-quien-pueda mundial. Considerando que no habrá salvación en común, cada uno va a tener que hacer su propia salvación, sea cual sea la escala, o renunciar a toda idea de salvación. E intentar embriagarse en una huida hacia delante con tecnologías, beneficios, fiestas, drogas y estragos, con la angustia enclavada en el alma.

El desmantelamiento de toda unidad política induce en nuestros contemporáneos a un pánico evidente. Esto lo atestigua la omnipresencia de la cuestión de la «identidad nacional» en el debate público. «Francia», manufactura mundial del Estado moderno, se encuentra particularmente mal cuando se la tira a la basura. Con toda evidencia, es a causa de que «sentirse francés» nunca ha tenido un mínimo sentido por lo que hay todos esos políticos ambiciosos en este país que se ven reducidos a fantasear sin fin con la «identidad nacional». Y como, a pesar de esos famosos «1500 años de Historia» de los que nos hablan a las orejas, nadie parece tener una idea clara de qué puede querer decir «ser francés», se repliegan sobre los bases: la bebida y los grandes hombres, las terrazas y la policía, cuando no es de forma simplísima el Antiguo Régimen y las raíces cristianas. Figuras amarillentas de una unidad nacional para manuales de tercera.

De la unidad no queda más que la nostalgia, pero cada vez habla más alto. En todas partes se presentan candidatos para restaurar la grandeza nacional, para «Make America great again» o «remettre la France en ordre». Al mismo tiempo, cuando hay nostálgicos de la Argelia francesa, ¿de qué no se puede ser nostálgico? En todas partes, por tanto, se promete rehacer por la fuerza la unidad perdida. Lo único que sucede es que cuanto más se «desperdiga» con disertaciones sobre el «sentimiento de pertenencia», más se esparce la certeza de no formar parte de ese todo. Movilizar el pánico para restaurar el orden es no darse cuenta de lo que hay de esencialmente dispersivo en el pánico. El proceso de fragmentación general es tan inseparable que todas las brutalidades que se utilizarán con el objetivo de rehacer la unidad perdida no conseguirán más que acelerarlo, volverlo más profundo e irreversible. En el momento en que ya no se da una experiencia común, fuera de aquella de encontrarse ante unas pantallas, pueden ciertamente crearse breves momentos de comunión nacional tras los atentados con el despliegue de toda una sentimentalidad chorreante, falsa y hueca, puede decretarse todo tipo de «guerras contra el terrorismo», puede prometerse que todas las «zonas de no-derecho» volverán a ser tomadas: sigue siendo un boletín informativo de BFM-TV en el fondo del kebab, y del cual no se escucha nada. Este género de bufonadas es como los medicamentos: para que no se vuelvan ineficaces hace falta reforzar una y otra vez la dosis, hasta la neurastenia final. Quienes ven con buenos ojos la perspectiva de acabar con su existencia en una fortaleza exigua y supermilitarizada, tan grande como «Francia», a la vez que en los alrededores el agua sube, llevándose los cuerpos de los desafortunados, podrán sin duda declarar «traidores de la Nación» a todos aquellos que les desagraden. En sus ladridos solo se escucha su impotencia. A largo término, el exterminio no es una solución.

No hay que desesperanzarse del estado de envilecimiento del debate en la esfera pública. Si aúllan tan fuerte en ella, es porque ya nadie escucha. Lo que pasa realmente, subterráneamente, es que todo se pluraliza, todo se localiza, todo se revela situado, todo se fuga. No es solamente que el pueblo falte, que juegue a los suscriptores ausentes, que no dé ya noticias, que mienta a los encuestadores, es que ya se marchó, en mil direcciones insospechadas. No es solamente abstencionista, en retirada, inencontrable: está en fuga, incluso si su fuga es solo interior o inmóvil. Ya está en otra parte. Y no son los grandes publicistas de extrema izquierda, los senadores socialistas al estilo Tercera República, que se creen Fidel Castro en el género de Mélenchon, quienes van a hacerlo volver al nicho. Lo que se llama «populismo» no es solamente el síntoma escandaloso de la desaparición del pueblo, es un intento desesperado de conservar lo asustadizo y confundido que queda de él. Desde que una situación política real se presenta, como el conflicto de la primavera de 2016, lo que se manifiesta de manera difusa es toda la inteligencia, toda la sensibilidad, toda la determinación comunes que los clamores de la publicidad buscan recubrir. El acontecimiento que fue la aparición, en este conflicto, del «cortejo de cabeza» lo ha mostrado de manera suficiente. Mientras que el cuerpo social hace agua por todas partes, incluyendo el viejo cuerpo de encuadramiento sindical, pareció evidente a todo manifestante vivo que los desfiles «arrastrando los pies» incumbían a la pacificación mediante la protesta. Así vimos agregarse, de manifestación en manifestación, como cabeza de las marchas a todo aquello que intenta desertar el cadáver social para no contraer su pequeña muerte. Esto empezó con los estudiantes de Liceo. Después todo tipo de jóvenes y de menos jóvenes, de militantes y de inorganizados, vinieron a engrosar sus filas. Para acabar, durante la manifestación del 14 de junio, secciones sindicales enteras, hasta los descargadores de Le Havre, se sumaron a una cabeza de manifestación incontrolada de 10 000 personas. Sería un error ver en la toma de la cabeza de estas manifestaciones una especie de revancha histórica de aquellos que, «anarquistas», «autónomos» y otros habituales de los finales de la manifestación, se encontraban tradicionalmente en la cola de las marchas para entregarse a escaramuzas rituales. Lo que pasó allí, como de forma natural, es que un cierto número de desertores crearon un espacio político en el cual componer su heterogeneidad, un espacio ciertamente efímero, ciertamente organizado de manera insuficiente, pero en el que era posible sumarse y, durante una primavera, realmente existente. El cortejo de cabeza se conformó como el receptáculo de la fragmentación general. Como si, tras perder toda fuerza de agregación, esta «sociedad» liberaba en todas partes pequeños núcleos autónomos, territorial, sectorial o políticamente situados, y que estos núcleos habían conseguido por primera vez agruparse. Si el cortejo de cabeza consiguió finalmente imantar una parte no despreciable de quienes combatían el mundo de la ley Trabajo no es porque toda esta gente se habría vuelto súbitamente «autónoma» —esto lo testimonia de manera suficiente la multiplicidad de sus componentes—, es porque tenía para sí, en situación, la presencia, la vitalidad y la verdad que le hacían falta al resto.

El cortejo de cabeza era tanto menos un sujeto recortable del resto de la manifestación y tanto más un gesto, que la policía nunca consiguió, como lo intentaba tan regularmente, aislarlo. Para poner un término al escándalo de su existencia, para restablecer la imagen tradicional del desfile sindical que lleva en su cabeza a los jefes de las diferentes centrales, para neutralizar esta cabeza de la marcha sistemáticamente compuesta por una masa de jóvenes encapuchados que desafiaban a la policía, de más viejos que los apoyaban o de obreros liberados que derrotan a las líneas de antimotines, hizo falta finalmente encapsular a la totalidad de la manifestación. Se produjo entonces, al final de junio, la humillante vuelta alrededor del puerto del Arsenal rodeada por un formidable dispositivo policiaco — bella maniobra de desmoralización realizada conjuntamente por las centrales sindicales y el gobierno. L’Humanité tenía que titular, ese día, a propósito de la insigne «victoria» que representaba esa «manifestación» — es una tradición, entre los estalinistas, cubrir sus retiradas con letanías de triunfo. La larga primavera francesa de 2016 habrá establecido esta evidencia: el motín, el bloqueo y la ocupación conforman la gramática política elemental de la época.

El «encapsulamiento» no constituye únicamente una técnica de guerra psicológica que el mantenimiento del orden francés ha importado tardíamente de Inglaterra. El encapsulamiento es una imagen dialéctica del poder presente. Es la figura de un poder despreciado, injuriado, y que ya no hace otra cosa que retener a la población en sus redes. Es la figura de un poder despreciado, deshonrado, y que lo único que hace ya es retener a la población en sus redes. Es la figura de un poder que ya no promete nada, y que no tiene otra actividad que la de cerrar todas las salidas. De un poder al que ya nadie se adhiere positivamente, del que cada uno intenta a su manera fugarse, y que no tiene otra perspectiva pavorosa que la de mantener en su giro limitado todo aquello que, incesantemente, se le escapa. Dialéctica, la figura del encapsulamiento lo es en cuanto que también reúne a aquello mismo que tiene la vocación de encerrar. En ella se producen encuentros entre aquellos que intentan desertar. Nacen cantos inéditos y llenos de ironía. Se hace una experiencia común. El dispositivo policiaco es inapto para contener la salida vertical que aquí se produce bajo la forma de grafitis que no tardan en cubrir cada pared, cada parada de autobús, cada comercio. Y que testimonian lo que queda libre del espíritu, incluso cuando los cuerpos son retenidos. «Victoria por medio del caos», «en las cenizas todo se vuelve posible», «Francia, su vino, sus revoluciones», «black bloqueemos todo», «kiss kiss bank bank», «pienso luego rompo»: desde 1968 las paredes no habían visto tal libertad de espíritu. «De aquí, de este país en que respiramos con dificultades un aire cada día más enrarecido, en que nos sentimos cada día más extranjeros, solo podía venirnos este desgaste que nos consumía, con un vacío, con una impostura. A falta de algo mejor, nos acomodamos a palabras, la aventura era literaria, el compromiso platónico. La revolución mañana, la revolución posible, ¿cuántos de nosotros creen todavía en ella?». Es así como Pierre Peuchmaurd describe el ambiente que mayo de 1968 enterró en Más vivo que nunca.

Uno de los aspectos más destacables del proceso de fragmentación en curso es que alcanza a aquello mismo que hasta hoy tenía que asegurar el mantenimiento de la unidad social: el Derecho. Legislaciones antiterroristas de excepción, pulverización del derecho del trabajo, especialización creciente de las jurisdicciones y los ministerios, el Derecho ya no existe. Tomemos el derecho penal. Con el pretexto de antiterrorismo y de lucha contra el «crimen organizado», lo que se perfila año con año es la constitución en materia penal de dos derechos diferentes: un derecho para los «ciudadanos» y un «derecho penal del enemigo». Fue teorizado por un jurista alemán apreciado, en su tiempo, por las dictaduras sudamericanas. Se llama Günther Jakobs. A la chusma, a los oponentes radicales, a los «canallas», a los «terroristas», a los «anarquistas», en resumen: al conjunto de los que no experimentan demasiado respeto por el orden democrático en vigor y representan un «peligro» para «la estructura normativa de la sociedad», Günther Jakobs nota que se les reserva cada vez más un tratamiento derogatorio en el derecho penal normal, hasta ya no respetar sus derechos constitucionales. ¿No es lógico, en cierto sentido, tratar como enemigos a aquellos que se comportan como «enemigos de la sociedad»? ¿No están «excluyéndose ellos mismos del derecho»? Y ¿no se debe por tanto admitir la existencia, para ellos, de un «derecho penal del enemigo» que consiste precisamente en la ausencia completa de todo derecho?

Esto es por ejemplo lo que practica abiertamente en Filipinas el presidente Duterte, quien mide la eficacia de su gobierno, en su guerra declarada «a la droga», con el número de cadáveres de «dealers» que son llevados a la morgue, ya sea que hayan sido «producidos» por escuadrones de la muerte o por simples ciudadanos. En el momento en que escribimos, la cuenta supera a los 7000 asesinatos. Que aquí se trate todavía de una forma de derecho, esto es lo que queda atestiguado por las indagaciones de las asociaciones de juristas que se preguntan si no estaríamos, por casualidad, «saliendo del estado de derecho». El «derecho penal del enemigo» es el fin del derecho penal. No es, por tanto, exactamente nada. La estafa, aquí, está en hacer creer que sería aplicado a una población criminal previamente censada, cuando es más bien lo contrario lo que pasa: es declarado «enemigo», tras el golpe, aquel al que ya se ha interrogado, arrestado, secuestrado, maltratado, extorsionado, torturado y finalmente matado. Un tanto como cuando los policías presentan una denuncia por «ultraje y rebelión» en contra de aquellos a los que acaban de dar una paliza de forma generalmente ostensible.

Por paradójica que pueda parecer esta afirmación, vivimos el tiempo de la abolición de la Ley. La proliferación metastática de leyes no es más que un aspecto de esta abolición. Si cada ley no se hubiera vuelto insignificante en el edificio rococó del derecho contemporáneo, ¿haría falta producir tantas? ¿Acaso haría falta comunicarse, en cada suceso diverso, mediante el decreto de una nueva legislación? El objeto de los grandes proyectos de ley de los últimos años en Francia se resume prácticamente a la abolición de las leyes en vigor, al desmantelamiento progresivo de toda garantía jurídica. Tanto es así que el Derecho, que pretendía proteger a los hombres y las cosas ante las vicisitudes del mundo, se ha convertido más bien en lo que acrecenta su precariedad. Un rasgo distintivo de las grandes leyes contemporáneas es el de poner tal o cual administración, tal o cual potencia por encima de las leyes. La ley de Inteligencia abolía cualquier recurso frente a los servicios de inteligencia. La ley Macron, que no pudo instaurar el «secreto comercial», es llamada «ley» solo en virtud de una extraña neolengua: consistía más bien en desmontar todo un conjunto de garantías de las que disponían los asalariados — sobre el derecho al domingo, los despidos o las profesiones reglamentadas. La propia ley Trabajo no hacía otra cosa que proseguir este movimiento perfectamente iniciado: ¿qué es la famosa «inversión de la jerarquía de las normas» si no es que, precisamente, la sustitución de cualquier marco jurídico general de cada empresa por el estado de excepción? Si fue tan natural para un gobierno socialdemócrata inspirado por la extrema derecha la declaración del estado de emergencia después de los atentados de noviembre de 2015, fue porque el estado de excepción reinaba ya bajo la forma de la Ley.

Aceptar ver la fragmentación del mundo hasta en el derecho no resulta nada sencillo. Sucede que en Francia hemos heredado casi un milenio de «Estado de justicia» — el buen rey Saint-Louis que rendía justicia bajo su roble, etc. En el fondo, el chantaje que renueva sin cesar las condiciones de nuestra sumisión es este: o bien el Estado, el Derecho, la Ley, la policía, la justicia, o bien la guerra civil, la venganza, la anarquía y todo el jaleo. Esta creencia, este justicialismo, este estatismo, impregnan uniformemente el conjunto de las sensibilidades políticamente admisibles y audibles en este país, de la extrema izquierda a la extrema derecha. Es incluso según este eje inamovible como se opera la conversión de una buena parte del voto obrero en voto Frente Nacional sin mayor crisis existencial para los concernidos. También es esto lo que conforma todas las reacciones indignadas frente a las cascadas de «casos» que componen ahora el día a día de la vida política contemporánea. Nosotros proponemos otra percepción de las cosas, otro modo de tomarlas. Los que hacen las leyes con toda evidencia no las respetan. Los que intentan inculcarnos la «moral del trabajo» hacen empleos ficticios. Las «brigadas de estupefacientes» —es ahora de notoriedad pública— son el mayor dealer de hachís en Francia. Y desde que, por casualidad, a un magistrado se le instala una escucha, no tardan en descubrirse las negociaciones incalificables que se esconden detrás del augusto pronunciamiento de una sentencia, de una apelación o de un sobreseimiento. Apelar a la justicia ante este mundo es pedir a un ogro que cuide a tus hijos. Cualquiera que conozca el reverso del poder deja inmediatamente de respetarlo. Los amos siempre han sido, en el fondo de ellos, unos anarquistas. Solamente les desagrada que los demás lo sean. Y los jefes siempre han tenido alma de bandidos. Esta honorable manera de ver las cosas es lo que ha inspirado desde siempre a los obreros lúcidos la práctica del freno de la producción, la del dobleteo, y también del sabotaje. En verdad hace falta llamarse Michéa para creer que el proletariado haya sido alguna vez sinceramente moralista y legalista. El proletario manifiesta su ética en la vida, entre los suyos, no en la relación con la «sociedad». Frente a la «sociedad» y su tartufería no puede haber otra relación que la de una guerra más o menos abierta.

Este modo de razonar es también lo que inspiró a la fracción más determinada de los manifestantes en el conflicto de la primavera de 2016. Porque uno de los rasgos más destacables de este conflicto atañe a que tuvo lugar en pleno estado de emergencia. No es por una casualidad si las fuerzas organizadas que contribuyeron, en París, a la formación del cortejo de cabeza son también aquellas que desafiaron, durante la COP 21, el estado de emergencia en plaza de la República. Hay dos formas de afrontar el estado de emergencia. Se lo puede denunciar verbalmente y suplicar que se vuelva a un «Estado de derecho» que, en la medida en que nos acordamos de él, nos había parecido ya exorbitante desde el tiempo en que todavía no estaba «suspendido». Pero puede también decirse: «¡Ah! ¡Ustedes hacen lo que quieren! ¡Se piensan al margen de las leyes de las que pretenden sacar su autoridad! Pues bien, nosotros también, ¡vean!». Están los que protestan contra un fantasma, el estado de emergencia, y están los que lo constatan y despliegan a partir de ahí su propio estado de excepción. En donde un viejo reflejo de izquierda nos lleva a estar asustados del estado de excepción ficticio de la democracia, el conflicto de la primavera de 2016 prefirió oponer precisamente, en la calle, su estado de excepción real, su propia presencia en el mundo, la forma singular de su libertad.

Lo mismo ocurre con la fragmentación del mundo: se la puede deplorar y tratar de practicar natación en el río del tiempo, pero también se puede partir de ahí y ver cómo hacer. Sería demasiado simple oponer un afecto nostálgico, reaccionario, conservador «de derecha» y un posmodernismo caotizante, multiculturalista, «de izquierda». Ser de izquierda o ser de derecha es elegir entre una de las innumerables maneras que se ofrecen al hombre de ser un imbécil. Y de hecho, de un extremo al otro del espectro político, los fieles partidarios de la unidad están equitativamente repartidos. Hay nostálgicos de la grandeza nacional por todas partes, tanto a derecha como a izquierda, de Soral a Ruffin. Existe una tendencia a olvidarlo, pero desde hace ya un siglo se presentó un candidato para asegurarse una plaza de forma de vida universal: el Trabajador. Si la pudo pretender, fue tras el gran número de amputaciones que se impuso — en términos de sensibilidad, de apegos, de gusto o de afectividad. Esto le proporcionaba además una apariencia inusual. Tanto fue así que al verlo el jurado huyó, y el candidato deambula, desde entonces, sin saber a dónde ir ni qué hacer, encubriendo penosamente el mundo con su gloria pasada. En el tiempo de su esplendor tenía fans en todos los extremos, nacionalistas o bolcheviques, e incluso nacional-bolcheviques. En nuestros días, nosotros observamos una explosión de la figura humana. La «Humanidad» como sujeto no tiene ya un rostro. Al margen de un empobrecimiento organizado de las subjetividades, somos testigos de la persistencia tenaz y del surgimiento de formas de vida singulares, que trazan su camino. Es este escándalo lo que se escuchó estallar, por ejemplo, con la jungla de Calais. Este resurgimiento de las formas de vida en nuestra época resulta también de la fragmentación de la universalidad perdida del trabajador. Realiza el luto del trabajador como figura. Un luto mexicano, por lo demás, que no tiene nada de triste.

A decir verdad, durante el conflicto de la primavera de 2017 habremos asistido a la fragmentación de la propia Confederación General del Trabajo, cosa impensable hace algunos años. Mientras que la CGT Marsella desenvainaba las macanas contra los «jóvenes», la CGT Douai-Armentières, aliada con los «incontrolados», apoyaba a estos contra el Servicio de Orden de la CGT Lille, más incorregiblemente estalinista. La CGT Energía reivindicaba en Alto Loira el sabotaje de los cables de fibra óptica utilizados por los bancos y las operadoras telefónicas. Durante todo el conflicto, lo que pasaba en El Havre no se parecía a nada de lo que pasaba en otras partes. Las fechas de las manifestaciones, las posiciones de la CGT local, la discreción impuesta a la policía: en cierto sentido, todo esto era autónomo con respecto al todo nacional. La CGT, en El Havre, votó esta moción y convocó a las fuerzas de policía y el prefecto para notificarles: «En todas las ocasiones en que un estudiante sea dirigido a comisaría, la cosa es simple, ¡el puerto se detendrá!». El Havre contaba con la fragmentación feliz. Las fricciones entre «cortejo de cabeza» y servicio de orden sindical ratificaron un aggiornamento destacable: a partir de ahora, la posición estrictamente defensiva de la mayor parte de los servicios de orden CGT, que ya no pretenden hacer de policía en las manifestaciones, romper la cara a los «autónomos» y entregar a «los indómitos» a la policía, para concentrarse en la simple protección de su trozo de marcha. Un desplazamiento apreciable y, quién sabe, duradero. A pesar de un comunicado de condena de la «violencia», en este caso tras la manifestación contra el Frente Nacional en Nantes el 25 de febrero de 2017, la CGT 44 se organizó para la ocasión con zadistas y otros incontrolables. Fue uno de los felices efectos del conflicto de la primavera de 2016, y que debe sin duda inquietar a algunos tanto del lado del gobierno como de la central sindical.

Cuando es sufrido, el proceso de fragmentación del mundo puede empujar a la miseria, al aislamiento, a la esquizofrenia. Puede experimentarse, en la vida de los seres, como una pura pérdida. La nostalgia nos invade entonces. La pertenencia es todo lo que les queda a quienes ya no tienen nada. Al precio de admitir la fragmentación como punto de partida, también puede dar lugar a una intensificación y una pluralización de los vínculos que nos conforman. Entonces, fragmentación no significa separación, sino tornasol del mundo. Visto en retrospectiva, es más bien el proceso de «integración a la sociedad» lo que se revela como un lento desperdicio de ser, una separación continuada, un deslizamiento hacia cada vez más vulnerabilidad, y una vulnerabilidad cada vez más maquillada. La ZAD de Notre-Dame-des-Landes ilustra lo que puede significar el proceso de fragmentación del territorio. Para un Estado territorial tan viejo como el Estado francés, que una porción se arranque del continuum nacional para entrar en secesión e instalarse ahí duraderamente, prueba ampliamente que este no existe ya de la misma manera que durante el pasado. Tal cosa habría sido inimaginable bajo De Gaulle, Clemenceau o Napoleón. En esas épocas, se habría enviado a la infantería a zanjar la cuestión. Ahora se nombra a una operación «César», que se bate en retirada frente a una guerrilla de los boscajes. Que, en las inmediaciones de la zona, autobuses del Frente Nacional puedan ser atacados en una autopista al estilo «asalto de la diligencia» del mismo modo en que es incendiado con coctel Molotov un coche de policía estacionado en un cruce de las afueras para vigilar una cámara que vigila a «los dealers», indica que este país se ha convertido en efecto un poco en el Far West. El proceso de fragmentación del territorio nacional, en Notre-Dame-des-Landes, lejos de constituir un desprendimiento del mundo, no hace otra cosa que multiplicar las circulaciones más inesperadas, más planetarias y de igual modo más vecinas. Al punto de que es posible decir que la mejor prueba de que los extraterrestres no existen es que no han tomado contacto con la ZAD. A su vez, el arrancamiento de este pedazo de tierra genera su propia fragmentación interior, su fractalización, la multiplicación de los mundos en su seno, y por tanto de los territorios que coexisten y se superponen en él. Nuevas realidades colectivas, nuevas construcciones, nuevos encuentros, nuevos pensamientos, nuevos usos, nuevas llegadas en todos los sentidos, con las confrontaciones necesariamente inducidas por la fricción entre los mundos y los modos de ser. Y a partir de ahí, una intensificación considerable de la vida, una profundización de las percepciones, una proliferación de amistades, de enemistades, de experiencias, de horizontes, de historias, de contactos, de distancias, y una gran finura estratégica. Con la fragmentación sin fin del mundo se incrementa también vertiginosamente el enriquecimiento cualitativo de la vida, la profusión de las formas, por poco que uno se adhiera a la promesa de comunismo que ella contiene.

Existe en la fragmentación algo que apunta hacia aquello que nosotros llamamos «comunismo»: es el retorno a la tierra, la ruina de toda puesta en equivalencia, la restitución a sí mismas de todas las singularidades, el llevar al fracaso la subsunción, la abstracción, el hecho de que momentos, lugares, cosas, seres y animales adquieren todos un nombre propio — su nombre propio. Toda creación nace de un desgarro con el todo. Como lo muestra la embriología, cada individuo es la posibilidad de una especie nueva desde que hace suyos los datos de aquello que inmediatamente lo rodea. Si la Tierra es tan rica en medios naturales es en virtud de su completa ausencia de uniformidad. Realizar la promesa de comunismo contenida en la fragmentación del mundo exige un gesto, un gesto que está por ser rehecho interminablemente, un gesto que es la vida misma: aquel de repartir pasajes entre los fragmentos, de ponerlos en contacto, de organizar su encuentro, de abrir los caminos que llevan de un extremo de mundo amigo a otro sin pasar por tierra hostil, el de establecer el buen arte de las distancias entre los mundos.

Que la fragmentación del mundo desoriente y desmonte todas las certezas heredadas, que desafíe todas nuestras categorías políticas y existenciales, que retire el suelo por debajo de la propia tradición revolucionaria, esto es lo que es cierto: nos pone en un desafío. Recordemos lo que Tosquelles le contaba a François Pain a propósito de la guerra civil española. Algunos, en ese entonces, eran milicianos; Tosquelles era psiquiatra. Constataba que los enfermos tendían a ser pocos, porque la guerra, rompiendo la trama de la mentira social, curaba a los psicóticos de manera más cierta que el manicomio. Decía: «La guerra civil está en relación con la no-homogeneidad del Yo. Cada uno de nosotros está hecho de pedazos contrapuestos, con uniones paradójicas y desuniones al interior de cada uno de nosotros. La personalidad no está hecha como un bloque. En este caso, sería una estatua. Es preciso tomar nota de una cosa paradójica: la guerra no produce nuevos enfermos, todo lo contrario. Durante la guerra se da una menor cantidad de neurosis que en la vida civil, e incluso se dan psicosis que sanan». Tal es la paradoja: la constricción a la unidad nos deshace, la mentira de la vida social nos psicotiza y abrazar la fragmentación es lo que nos hace recuperar una presencia serena en el mundo. Existe un cierto punto del espíritu en que este hecho deja de ser percibido contradictoriamente. Es aquí en donde nosotros nos colocamos.

Contra la posibilidad del comunismo, contra toda posibilidad de felicidad, se erige una hidra de dos cabezas. Sobre la escena pública, cada una simula ser el enemigo jurado de la otra. Por un lado, está el programa de restauración fascistizante de la unidad, por el otro está la potencia mundial de los comerciantes de infraestructura — Google tanto como Vinci, Amazon tanto como Veolia, etc. Quienes crean que es o bien una o bien otra, tendrán las dos. Porque los grandes constructores de infraestructura tienen los medios para aquello que los fascistas tienen únicamente el discurso folclórico. Para aquéllos, la crisis de las viejas unidades es en primer lugar la oportunidad de una nueva unificación. Existe en el caos contemporáneo, en la disgregación de las instituciones, en la muerte de la política, un mercado perfectamente rentable para las potencias infraestructurales y para los gigantes del Internet. Un mundo perfectamente fragmentado sigue siendo de lo más cibernéticamente administrable. Un mundo que ha reventado es incluso la condición de la omnipotencia de aquellos que administran sus vías de comunicación. El programa de estas potencias es el de desplegar detrás de las fachadas agrietadas de las viejas hegemonías una nueva forma de unidad, puramente operacional, que no se molesta por la fastidiosa producción de un sentimiento de pertenencia de todas maneras vacilante, sino que opera directamente en «lo real», reconfigurándolo. Una forma de unidad sin límites, y sin pretensiones, que intenta erigir bajo la fragmentación absoluta el orden absoluto. Un orden que no pretende nunca fabricar una nueva pertenencia fantasmática, sino que se contenta con proporcionar, mediante sus redes, sus servidores, sus autopistas, una materialidad que se impone a todos incuestionablemente. Ya ninguna otra unidad que la uniformización de las interfaces, de las ciudades, de los paisajes; ya ninguna otra continuidad que la de la información. La hipótesis del Silicon Valley y de los grandes comerciantes de infraestructura es que ya no sea necesario cansarse con la puesta en escena de una unidad de fachada: a la unidad ellos intentan hacerla directamente en el mundo, incorporada en sus redes, vertida en su cemento. Evidentemente, nosotros no sentimos que pertenezcamos a una «humanidad Google»; pero esto tiene sin cuidados a Google, en la medida en que todos nuestros datos le pertenezcan. En el fondo, por poco que aceptemos ser reducidos al triste rango de «usuarios», pertenecemos todos a la cloud, la cual de ninguna manera necesita proclamarlo. Dicho de otro modo: la fragmentación por sí sola no nos protege de un intento de reunificar el mundo por parte de los «gobernantes de mañana»: es incluso para ellos la condición y la textura ideal de este intento. Desde su punto de vista, la fragmentación simbólica del mundo da paso a su unificación concreta; la segregación no se opone a la puesta en red, por el contrario, le proporciona su razón de ser.

La condición del reino de los GAFA (Google, Apple, Facebook, Amazon) está en que los seres, los lugares, los fragmentos del mundo permanezcan sin contacto real. En donde los GAFA pretenden «poner en vinculación el mundo entero», lo que hacen es por el contrario dedicarse al aislamiento real de cada uno. Inmovilizar los cuerpos. Mantener a cada uno recluido en su burbuja significante. El golpe implacable del poder cibernético consiste en procurar a cada uno el sentimiento de tener acceso al mundo entero cuando está en realidad cada vez más separado de él, tener cada vez más «amigos» cuando es cada vez más autista. La muchedumbre serial de los transportes colectivos siempre ha sido una muchedumbre solitaria, pero cada uno no transportaba consigo su burbuja personal como a partir de que aparecieron los smartphones. Una burbuja que inmuniza contra todo contacto, además de constituir un perfecto soplón. Esta separación querida por la cibernética crece de manera no fortuita en el sentido de la constitución de cada fragmento como pequeña entidad paranoica, en el sentido de un proceso de deriva de los continentes existenciales en el que el extrañamiento que reina ya entre individuos en esta «sociedad» se colectiviza ferozmente en mil pequeños agregados en delirio. Contra esto, hay que salir de casa, ir al encuentro, echarse al camino, trabajar en la ligadura conflictual, prudente o feliz, en todos los extremos del mundo. Hay que organizarse. Organizarse verdaderamente nunca ha querido ser otra cosa que amarse.

Que muera la política

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Si la política solo fuera la de los «hombres políticos», bastaría con apagar la tele y la radio para no volver a oír hablar de ella. Pero sucede que Francia, que es el «país-de-los-derechos-humanos» únicamente para las galerías, es en cambio realmente el país del poder. Todas las relaciones sociales, en Francia, son relaciones de poder — y ¿acaso queda algo sin haber sido socializado? Tanto es así que, política, en este país, la hay en todos los niveles. En las asociaciones y los colectivos. En los pueblos y en las empresas. En los ambientes, todos los ambientes. En todas partes maniobra, opera, busca hacerse apreciar, pero no habla francamente, porque tiene temor. La política, en Francia, es una enfermedad cultural. Desde que unas personas se juntan, sea cual sea su propósito, sea cual sea el objeto y con tal de que dure un poco, se estructuran en una pequeña sociedad de corte, y siempre existirá aquí alguien que se perciba a sí mismo como el rey Sol. Los que reprochan a Foucault haber desarrollado una ontología del poder bastante sofocante donde la bondad, el amor al prójimo y las virtudes cristianas encuentran con dificultades su lugar, deberían más bien reprocharle haber pensado de manera excelente, pero haber pensado tal vez de manera en realidad bastante francesa. Francia continúa siendo así, desde la cumbre del Estado hasta dentro de las agrupaciones que profesan del modo más radical su perdición, una sociedad de corte. Como si el Antiguo Régimen, como sistema de costumbres, nunca hubiera muerto. Como si la Revolución Francesa hubiera solo sido una astucia retorcida para mantener en todas partes, detrás del cambio de fraseología, el Antiguo Régimen y arrebatarlo de cualquier ataque, considerando que supuestamente habría sido abolido. Quienes pretenden que una política local, «más cercana a los territorios y a la gente», es lo que va a salvarnos de la descomposición de la política nacional, pueden defender semejante locura únicamente tapándose la nariz, por cuanto resulta evidente que se trata sencillamente de una versión suya menos profesional, más grosera y, por decirlo todo, degenerada. Para nosotros, no se trata de «hacer política de otro modo», sino de hacer algo más que política. La política vuelve vacío y voraz.

De forma evidente, este síndrome nacional no perdona a los medios militantes radicales. Cada grupúsculo se imagina arañando algunas partes del mercado de la radicalidad a sus rivales más próximos, mientras los calumnia tanto como sea posible. Dirigiendo su codicia a las «rebanadas del pastel» de los otros, no tarda en enmohecerse, el pastel, y en olor a mierda. Una militante lúcida y para nada resignada arrojaba recientemente este testimonio bajo pseudónimo: «Hoy en día, sé que el militantismo desinteresado no existe. Nuestra educación, nuestra escolarización, nuestra familia, el mundo social en su conjunto hacen raramente de nosotros personalidades abiertas y serenas. Estamos repletos de heridas, de cuestionamientos existenciales que hace falta resolver, de expectativas relacionales, y es con todo este “bagaje interior” que ingresamos en la vida militante. A través de nuestras luchas, todos vamos a la búsqueda “de algo más”, de gratificaciones, de reconocimiento, de poder, de relaciones sociales y amistosas, de calor humano, de un sentido que darle a nuestra vida. Para la mayoría de los militantes, esta búsqueda de gratificaciones sigue siendo bastante discreta, no ocupa todo el espacio. Para ciertas personas, hace falta decirlo, ocupa un espacio desproporcionado. Todos tenemos en mente ejemplos de militantes que monopolizan sin parar la palabra o que quieren controlarlo todo, otros que se ponen en escena o que actúan permanentemente en el registro afectivo, otros susceptibles de una manera más particular, muy agresivos o perentorios en sus maneras de expresarse… Por sí mismos, estos problemas de reconocimiento, de gratificaciones o de poder me parecen explicar la mayoría de los conflictos en los grupos contestatarios. […] A mi parecer, muchos de los conflictos aparentemente políticos enmascaran conflictos de ego y de personalidades. Es mi hipótesis, no es forzosamente acertada. Pero, a través de mis experiencias, tengo el profundo sentimiento de que lo que se juega en las reuniones, en las movilizaciones, en las organizaciones contestatarias, es “algo más” que la lucha propiamente dicha, un verdadero teatro humano con sus comedias, sus tragedias, sus galanteos, que la mayor parte de las veces hacen pasar a segundo plano los objetivos políticos que supuestamente nos agrupan». Este país es un desgarro en el corazón para las almas sinceras.

Nuit Debout, en París, estuvo repleto de cosas. Fue un punto de reunión y un punto de partida para todo tipo de hazañas. Fue el lugar de bellos encuentros, de conversaciones informales, de reencuentros después de las manifestaciones. Al haber ofrecido una continuidad entre las fechas de manifestaciones alternas que gustan tanto a las centrales sindicales, Nuit Debout permitió a un conflicto desencadenado por la ley Trabajo ser una cosa completamente distinta, e incluso más, a un clásico «movimiento social». Nuit Debout permitió frustrar la banal operación gubernamental que consiste en reducir a sus oponentes a la impotencia oponiéndolos entre sí mismos, entre «violentos» y «no-violentos». Si bien fue rebautizada «plaza de la Comuna», la plaza de la República no pudo desplegar ni el menor embrión de lo que hubo de Comuna en el movimiento de las plazas en España o en Grecia, sin hablar de la plaza Tahrir, sencillamente porque no teníamos la fuerza para imponer a la policía la ocupación efectiva de la plaza. Pero si desde el inicio se dio un vicio esencial para Nuit Debout, ese fue, bajo pretexto de desbordar la política clásica, el de reproducir y escenificar su axioma principal según el cual la política es una esfera particular, distinta de «la vida», una actividad que consiste en discurrir, debatir y votar. Tanto fue así que Nuit Debout se asemejó finalmente a un parlamento imaginario, una especie de órgano legislativo privado de ejecutivo, y por tanto a una manifestación pública de impotencia realizada para complacer a medios de comunicación y gobernantes. Una participante resume así lo que pasó, o más bien lo que no pasó, en Nuit Debout: «La única posición común, quizá, es el deseo de una discusión infinita. […] Lo no-dicho y la ligereza siempre han sido privilegiados en detrimento de la toma de posición, forzosamente discriminadora, y por consiguiente supuestamente no-inclusiva». Otro arroja el siguiente balance: «Una sucesión de turnos de palabra limitados a dos minutos y nunca seguidos de discusión solo podía terminar fastidiando. Cuando pasó la sorpresa de ver a tanta gente apasionarse por sus deseos propios de expresión, la ausencia de todo fondo hubo de vaciar estos encuentros de su propio sentido. […] Estábamos allí para encontrarnos; la regla nos separaba. Estábamos allí para conjurar la maldición de nuestras respectivas soledades; las asambleas le concedían por el contrario una impactante visibilidad. La Asamblea tenía que ser para mí el lugar en que lo colectivo se experimenta, se siente, se palpa, se busca y, finalmente, aunque sea de modo puntual, se declara. Pero para esto era necesario que se dieran de modo efectivo discusiones. Ahora bien, nosotros no nos hablábamos; hablábamos unos después de otros. Lo peor de lo que buscábamos que fuera conjurado en la Plaza era desplegado en la incomprensión general: la impotencia colectiva que confunde el espectáculo de las soledades congregadas con la invención de un colectivo activo. […] Una conjura de bloqueos tuvo finalmente razón de mi paciencia. La dinamizadora de nuestra comisión, sin duda desprovista de toda malicia intencionada, tenía un don completamente particular para desanimar con todo tipo de argucias logísticas y operativas el intento más pequeño para reintroducir el menor reto en el funcionamiento de las asambleas». Y para concluir: «Como muchos, a veces tuve el sentimiento de que existiría una especie de estructura opaca de poder que daba las grandes orientaciones del movimiento […], [de que existiría] otro nivel de decisión distinto al de las asambleas ordinarias». La microburocracia que dirigía a Nuit Debout en París, y que era literalmente una burocracia de lo micro, estaba apresada en la situación inconfortable de no poder desenvolver sus estrategias verticales más que emboscada detrás del espectáculo de la horizontalidad que se daba todos los días a las 18:00 horas con la asamblea soberana del vacío que allí se llevaba a cabo, con sus extras que cambiaban. Es por esto que, en el fondo, resultaba en ella indiferente lo que se decía, y en primer lugar para sus propios organizadores. Sus ambiciones y estrategias se desplegaban en un lugar distinto a la plaza, y en un lenguaje cuyo cinismo solo puede darse un libre curso en las terrazas de los cafés hípster, en la última fase de la embriaguez, entre secuaces. Nuit Debout demostró de modo ejemplar la manera en que la «democracia directa», la «inteligencia colectiva», la «horizontalidad» y el hiperformalismo podían funcionar como medios de control y método de sabotaje. Esto podría parecer desesperanzador, pero Nuit Debout ilustró, casi en todas partes en Francia, línea a línea lo que fue dicho en A nuestros amigos sobre el «movimiento de las plazas», y que fue juzgado tan escandaloso por muchos militantes en el momento de su publicación. A tal punto que, desde el verano de 2016, en cada ocasión en que una asamblea empieza a girar en círculos, en que ya no se dice nada más que un rosario desgranado de monólogos izquierdistas, existe casi siempre alguien que se lamenta: «Ay no, ¡nada de Nuit Debout!». Aquí reside el inmenso mérito que hay que reconocerle a Nuit Debout: haber hecho de la miseria del asambleísmo no ya una certeza teórica, sino una experiencia vivida en común. No obstante, en la fantasía de la asamblea y de la toma de decisión existe algo que se escapa manifiestamente a todo argumento. Es que esa fantasía está profundamente clavada en la vida, y no en la superficie de las «convicciones políticas». En el fondo, el problema de la decisión política solo multiplica y desplaza a una escala colectiva lo que es ya, en el individuo, una ilusión: la creencia de que nuestras acciones, nuestros pensamientos, nuestros gestos, nuestras palabras y nuestras conductas resultarían de decisiones que emanan de una entidad central, consciente y soberana — el Yo. La fantasía de la «soberanía de la Asamblea» no hace más que repetir en el plano colectivo la ilusoria soberanía del Yo. Cuando se conoce todo lo que la monarquía le debe a la elaboración de la noción de «soberanía», uno a veces comienza a preguntarse si el mito del Yo no será simplemente la teoría del sujeto que ha impuesto la realeza en todas partes en que prevaleció en práctica. Para que el rey pueda entronizarse en medio del país, hace falta que el Yo se entrone en medio del mundo. Se comprende mejor, por consiguiente, de dónde proviene el inverosímil narcisismo de las asambleas generales de Nuit Debout, y que, por lo demás, terminó por matarlas, haciendo de ellas el lugar, intervención tras intervención, de explosiones de repetición de narcisismo individual, es decir, de impotencia.

De atentado «terrorista» a estrellamiento de la Germanwings, se ha olvidado que el primer «asesino en serie» francés del nuevo siglo, el de Nanterre en 2002, Richard Durn, era literalmente un asqueado de la política. Había pasado por el Partido Socialista antes de unirse a los Verdes. Era militante en la Liga de Derechos Humanos. Realizó el viaje «altermundialista» a Génova en julio de 2001. Para acabar, tomó una Glock y, el 27 de marzo, abrió fuego contra el consejo municipal de Nanterre, mató a ocho políticos e hirió a diecinueve más. En su diario íntimo, escribía: «Estoy harto de siempre tener en la mente esta frase que perpetuamente regresa: “No he vivido, no he vivido nada a los 30 años”. […] ¿Por qué continuar simulando que vivo? Puedo solamente, durante algunos instantes, sentir que vivo matando». Dylan Klebold, uno de los dos conspiradores de Columbine Highschool, confiaba a sus cuadernos: «Los tímidos son pisoteados, los idiotas prevalecen, los dioses engañan. […] Más y más distante… Eso es lo que me sucede. A mí y a todos estos zombis que se consideran reales… Tan solo imágenes, nada que ver con la vida. […] Los zombis y su sociedad se unen para destruir lo que es superior y lo que no entienden y lo que temen». Se trata de gente que con toda evidencia se ha vengado, a fin de no marinar en el resentimiento. Sembraron la muerte porque no veían la vida en ningún lado. En este punto, se ha vuelto imposible sostener que lo existencial concerniría a la vida privada. Cada nuevo atentado nos lo recuerda: lo existencial tiene una potencia de deflagración política.

Esta es la gran mentira, y el gran desastre de la política: colocar a la política de un lado y del otro a la vida, de un lado lo que se dice pero no es real y del otro lo que es vivido pero ya no puede decirse. Están los discursos del Primer Ministro y, desde hace un siglo ahora, los chismes jugosos de Le Canard enchaîné. Están las peroratas del gran militante y el modo en que trata a sus semejantes, con los cuales se permite comportarse de una manera tanto más sórdida cuanto más se tiene por políticamente irreprochable. Está la esfera de lo decible y la vida áfona, huérfana, mutilada. Y que se pone a gritar porque ya no sirve de nada hablar. El infierno es propiamente el lugar en que cualquier palabra es reducida a la insignificancia. Lo que se llama «debate», en nuestros días, no es más que un asesinato civilizado de la palabra. La política oficial se ha vuelto hasta este punto la esfera repugnante de la intriga que los únicos acontecimientos que se producen todavía en dicha esfera se reducen a la expresión paradójica de la más perfecta hostilidad hacia ella. Si Donald Trump es efectivamente una figura del odio, es siendo en primer lugar la figura del odio a la política. Y es este odio el que lo llevó al poder. Es la política en su totalidad lo que le hace el juego al Frente Nacional, y no los «vándalos» ni los amotinadores de las periferias.

Lo que los medios de comunicación, militantes autorizados y gobiernos no pueden perdonar a los supuestos «vándalos» y otros «black blocs», es: 1) manifestar que la impotencia no es una fatalidad, lo cual constituye un insulto vivo para todos aquellos que se contentan con refunfuñar y prefieren ver en los amotinados, contra toda evidencia, a agentes infiltrados «pagados por los bancos para ayudar al gobierno»; 2) mostrar que se puede actuar políticamente sin hacer política, desde cualquier punto de la vida y a costa de un poco de coraje. Lo que el «vándalo» demuestra en actos es que el actuar político no es una cuestión de discurso, sino de gestos; y esto lo atestigua hasta en las palabras que deja de improvisto en las paredes de las ciudades.

«Política» nunca tuvo que volverse un sustantivo. Tuvo que seguir siendo un adjetivo. Un atributo, y no una sustancia. Existen conflictos, existen encuentros, existen acciones, existen tomas de palabra que son «políticos», porque se alzan decisivamente en una situación dada en contra de algo, porque llevan consigo una afirmación con respecto al mundo que desean. Política es lo que surge, lo que hace acontecimiento, lo que hace brecha en el curso pautado del desastre. Lo que suscita polarización, repartición, toma de partido. Pero no existe nada como «la política». No existe dominio propio que reagruparía todos esos acontecimientos, todos esos surgimientos independientemente del lugar y del momento en que sobrevienen. No hay esfera particular donde sería cuestión de los asuntos de todos. No hay esfera separada de lo que es general. Basta con formular la cosa para prever la estafa. Es político todo lo que guarda relación con el encuentro, el roce o el conflicto entre formas de vida, entre regímenes de percepción, entre sensibilidades, entre mundos en cuanto que este contacto alcanza un cierto umbral de intensidad. El franqueamiento de este umbral se señala inmediatamente por sus efectos: líneas del frente se trazan, amistades y enemistades se afirman, la superficie uniforme de lo social se agrieta, hay despedazamiento de lo que estaba falsamente unido y comunicaciones subterráneas entre los diferentes regímenes que nacen ahí.

Lo que pasó en la primavera de 2016 en Francia no fue un movimiento social, sino un conflicto político, con el mismo título que 1968. Esto se advierte en sus efectos, en las irreversibilidades que produjo, en las vidas que hizo bifurcar, en las deserciones que determinó, en la sensibilidad común que se afirma desde entonces en una gran parte de la juventud, y más allá. Una generación podría sin lugar a dudas hacerse ingobernable. Esos efectos se hacen sentir hasta en las filas del PS, en la ruptura entre las fracciones que se polarizaron en ese momento, en el desgarro que a la larga lo condena a la implosión. Los movimientos sociales tienen un marco, una liturgia, un ceremonial, que definen como desbordamientos todo lo que se salga de ellos. Ahora bien, este conflicto no solamente no dejó de desbordar todos los marcos, ya sean políticos, sindicales o policiacos, sino que no fue en el fondo más que una secuencia ininterrumpida de desbordamientos. Una secuencia ininterrumpida de desbordamientos, tras la cual no han dejado de correr sin esperanza todas las viejas formas deslucidas de la política. La primera convocatoria a manifestarse el 9 de marzo de 2016 fue un desbordamiento de los sindicatos por youtubers, los primeros careciendo de otra elección que seguir a los segundos si querían conservar alguna razón de ser. Las manifestaciones que se sucedieron a partir de entonces vieron un constante desbordamiento de las marchas por parte de los «jóvenes» ahora posicionados a la cabeza. La iniciativa de Nuit Debout fue ella misma un desbordamiento de cualquier marco de movilización reconocido. Las salidas en manifestación salvaje desde la plaza de la República, como el aperitivo en casa de Valls, fueron a su vez un desbordamiento de Nuit Debout. Y así sucesivamente. La única «reivindicación del movimiento» —la abrogación de la ley El Khomri— no era tal, en la medida en que no dejaba sitio a ningún arreglo, a ningún «diálogo». En su carácter enteramente negativo, significaba solamente el rechazo a continuar siendo gobernados de este modo, y para algunos el rechazo a ser gobernados a secas. Nadie, aquí, ni del gobierno ni de las manifestantes estaba dispuesto a la más mínima negociación. En los buenos tiempos de la dialéctica y de lo social, el conflicto era todavía un momento del diálogo. Pero los simulacros de diálogos, aquí, no fueron más que simples maniobras: se trataba para la burocracia tanto estatal como sindical de marginalizar el partido eternamente ausente de todas las mesas de negociación — el partido de la calle que, en ese entonces, lo era todo. Fue un choque frontal entre dos fuerzas —gobierno contra manifestantes—, entre dos mundos y dos ideas del mundo: un mundo de muertos de hambre en que algunos muertos de hambre se entronan como líderes, y un mundo hecho de muchos mundos, donde se respira, donde se baila y donde se vive. La consigna «El mundo o nada» impuso de entrada lo que estaba realmente en cuestión: la ley Trabajo nunca conformó el terreno de la lucha, sino su detonador. No podía haber reconciliación final. Solo podía haber un vencedor provisional, y un vencido ebrio de venganza.

Lo que viene a la luz en cualquier surgimiento político es la irreductible pluralidad humana, la insumergible heterogeneidad de los modos de ser y de hacer — la imposibilidad de cualquier totalización. En cualquier civilización animada por una pulsión hacia lo Uno, esto será siempre un escándalo. No existen las palabras ni el lenguaje propiamente políticos. Existe únicamente un uso político del lenguaje, en situación, frente a una adversidad determinada. Que una piedra sea arrojada a un antimotines no la vuelve una «piedra política». Tampoco existen las entidades políticas — como por ejemplo Francia, un partido o un hombre. Lo que en ellas es político es la conflictualidad interna que las moldea, es la tensión entre los componentes antagonistas que las constituyen en el momento en que vuela en pedazos la bella imagen de su unidad. Nos es crucial abandonar la idea de que hay política solo donde hay visión, programa, proyecto y perspectiva, donde hay finalidad, decisiones que tomar y problemas que resolver. Política verdaderamente solo la hay en lo que surge de la vida y hace de ella una realidad determinada, orientada. Y esto nace de lo cercano y no de la proyección hacia lo lejano. Lo cercano no quiere decir lo restringido, lo limitado, lo estrecho, lo local. Quiere más bien decir lo asentido, lo vibrante, lo adecuado, lo presente, lo sensible, lo resplandeciente y lo familiar — lo prensible y comprensible. No es una noción espacial, sino ética. La distancia geográfica es incapaz de alejarnos de aquello de lo que nos sentimos próximos. Ser vecinos, por el contrario, no siempre nos acerca. Es solamente al contacto como se descubren el amigo y el enemigo. Una situación política no procede de una decisión, sino de un choque o del encuentro entre varias decisiones. Quien parte de lo cercano no renuncia a lo lejano, tan solo se da una oportunidad de llegar a ello. Pues es siempre desde el aquí y ahora donde lo lejano se da. Es siempre aquí donde lo lejano nos toca y lo cuidamos. Y sin importar la potencia de desgarramiento de las imágenes, de la cibernética y de lo social.

Una fuerza política verdadera no puede construirse más que de lo cercano a lo cercano y de momento en momento, y no por medio de la simple enunciación de finalidades. Por lo demás, fijar fines es todavía un medio. No se hace uso de ellos más que en situación. Incluso un maratón solo se lo corre paso a paso. Esta manera de situar lo que es político en lo cercano, que no es lo doméstico, es el aporte más precioso de cierto feminismo autónomo. En su tiempo, puso en crisis la ideología de partidos izquierdistas completos, y que estaban armados. Que posteriormente feministas hayan contribuido a alejar de nuevo lo cercano, lo «cotidiano», ideologizándolo, politizándolo exteriormente, discursivamente, esto es lo que constituye la parte de la herencia feminista que sin duda se puede declinar. Y ciertamente, todo en este mundo está hecho para distraernos de lo que está ahí, completamente cerca. Lo «cotidiano» es por predisposición el lugar que una cierta anquilosis querría preservar de los conflictos y de los afectos demasiado intensos. Es justamente esa cobardía lo que permite que todo sea descartado y que termina por volver lo cotidiano tan pegajoso y las relaciones tan viscosas. Si fuéramos más serenos, si estuviéramos más seguros de nosotros, si temiéramos menos al conflicto y lo que un encuentro viene a conmocionar, ciertamente sus consecuencias serían menos fastidiosas. Y quizá incluso no fastidiosas en absoluto.

Destituyamos el mundo

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80% de los franceses no tienen problemas en declarar que ya no esperan nada de los políticos, los que confían en el Estado y sus instituciones no son menos del 80%. Ningún escándalo, ninguna evidencia, ninguna experiencia personal consigue lastimar seriamente, en este país, el respeto a la institución. Los que se llevan las culpas son siempre los hombres que la encarnan. Si hubo algo, fue error, abuso, incumplimiento excepcional. Las instituciones, similares en esto a la ideología, están protegidas de lo que los hechos desmienten, incluso cuando es permanente. Bastó con que el Frente Nacional prometiera restaurar las instituciones para que, de alarmante, se volviera tranquilizador. No hay nada sorprendente en esto. Lo real tiene algo intrínsecamente caótico que los humanos necesitan estabilizar imponiéndole una legibilidad y, con ello, una previsibilidad. Y lo que cualquier institución procura es justamente una legibilidad detenida de lo real, una estabilización última de los fenómenos. Si la institución nos conforta tanto, es porque garantiza un tipo de legibilidad que nos ahorra sobre todo, a nosotros, a cada uno de nosotros, afirmar cualquier cosa, arriesgar nuestra lectura singular de la vida y de las cosas, producir en conjunto una inteligibilidad del mundo que nos sea propia y común. El problema es que renunciar a hacer esto equivale simplemente a renunciar a existir. Es dimitir ante la vida. En realidad, lo que necesitamos no son instituciones, sino formas. Ahora bien, sucede que la vida, ya sea biológica, singular o colectiva, es justamente creación continua de formas. Basta con percibirlas, aceptar dejarlas nacer, hacerles un sitio y acompañar su metamorfosis. Una costumbre es una forma. Un pensamiento es una forma. Una amistad es una forma. Una obra es una forma. Un oficio es una forma. Todo lo que vive no es más que formas e interacciones de formas.

La cosa es que estamos en Francia, el país donde incluso la Revolución se ha vuelto una institución, que ha exportado este equívoco a los cuatro confines del mundo. Existe una pasión específicamente francesa por la institución con la cual tenemos que arreglar cuentas si es que queremos un día poder volver a hablar de revolución, cuando no hacer una. Aquí, la más libertaria de las psicoterapias ha juzgado correcto clasificarse «institucional», la más crítica de las sociologías se ha dado el nombre de «análisis institucional». Si el principio nos viene de la Roma antigua, el afecto que lo acompaña es de procedencia claramente cristiana. La pasión francesa por la institución es el síntoma flagrante de la perdurable impregnación cristiana de un país que se cree emancipado de ella. Tanto más perdurable, por lo demás, porque se cree emancipado de ella. Nunca hay que olvidar que el primer pensador moderno de la institución fue ese tarado de Calvino, ese modelo de todos los despreciadores de la vida, y que nació en Picardía. La pasión francesa por la institución proviene de una desconfianza propiamente cristiana hacia la vida. La gran malicia de la idea de institución es pretender que nos liberaría del reino de las pasiones, de las vicisitudes incontrolables de la existencia, que sería un más allá de las pasiones cuando no es sino una de ellas, y ciertamente una de las más mórbidas. La institución pretende ser un remedio a los hombres, en quienes decididamente no se puede confiar, pueblo o dirigente, vecino, hermano o desconocido. Lo que la gobierna es siempre la misma tontería de la humanidad pecadora, sometida al deseo, al egoísmo, a la concupiscencia, que debe abstenerse de amar cualquier cosa en este mundo y ceder a sus inclinaciones uniformemente viciosas en su conjunto. No es su culpa si un economista como Frédéric Lordon no puede imaginarse una revolución que no sea una nueva institución. Pues es toda la ciencia económica, y no solamente su corriente «institucionalista», la que se reduce en última instancia a san Agustín. A través de su nombre y su lenguaje, lo que la institución promete es que una cosa, en este mundo de aquí, habría trascendido el tiempo, se habría sustraído del curso imprevisible del devenir, habría establecido un poco de eternidad palpable, un sentido unívoco, emancipado de los vínculos humanos y de las situaciones — una estabilización de lo real definitiva como la muerte.

Todo este espejismo es el que se desvanece cuando estalla la revolución. Súbitamente lo que parecía eterno se hunde en el tiempo como en un pozo sin fondo. Lo que parecía hundir sus raíces en el corazón de los hombres resulta ser solo una buena fábula para los bobos. Los palacios se vacían y uno descubre en los papeles del soberano dejados en desorden que él mismo no seguía creyendo en esto, si es que llegó a creer. Pues detrás de la fachada de la institución, lo que se trama es siempre algo más que lo que pretende ser, es incluso precisamente aquello de lo que ella pretendía haber emancipado al mundo: la humanísima comedia de la coexistencia de redes, de fidelidades, de clanes, de intereses, de linajes, de dinastías incluso, una lógica de lucha encarnizada por territorios, medios, títulos miserables, influencia, historias de faldas y cornamentas, viejas amistades y odios recocidos. Toda institución es, en su regularidad misma, el resultado de una intensa hojalatería y, en cuanto institución, del reniego de esta hojalatería. Su pretendida fijeza esconde un apetito glotón por absorber, controlar, institucionalizar todo lo que está a su margen y encubre un poco de vacío. El verdadero modelo de toda institución es universalmente la Iglesia. Del mismo modo en que la Iglesia no tiene manifiestamente por objetivo conducir el rebaño humano a la salvación divina, sino hacer su propia salvación en el tiempo, la función alegada de una institución es solo un pretexto para su existencia. En toda institución es la Leyenda de El Gran Inquisidor lo que se repite cada año. Su objetivo verdadero es planamente el de persistir. Inútil precisar todas las almas y los cuerpos que hay que triturar para llegar a este resultado, y hasta dentro de su propia jerarquía. Uno no llega a ser líder sin ser, en el fondo, el más triturado — el rey de los triturados. Reducir la delincuencia, «defender la sociedad», son solo el pretexto de la institución penitenciaria. Si, desde los siglos que existe, nunca lo ha conseguido, bien al contrario, y no obstante subsiste, es que su objetivo es otro: es continuar existiendo y crecer cuanto sea posible, y para esto salvaguardar el vivero de la delincuencia y gestionar los ilegalismos. El objetivo de la institución médica no es cuidar la salud de la gente, sino producir a los pacientes que justifiquen su existencia y una definición de la salud correspondiente. Nada nuevo, por este lado, desde Ivan Illich y su Némesis médica. No es el fracaso de las instituciones sanitarias lo que hemos terminado por vivir en un mundo de extremo a extremo tóxico y que pone a todo el mundo enfermo. Es por el contrario su triunfo. El fracaso aparente de las instituciones es, la mayoría de las veces, su función real. Si la escuela genera repudio a aprender a los niños no es de manera fortuita: ocurre que unos niños que tuvieran el gusto de aprender la volverían casi inútil. Ídem para los sindicatos, cuyo objetivo no es manifiestamente la emancipación de los trabajadores, sino más bien la perpetuación de su condición. En efecto, ¿qué podrían hacer con sus vidas los burócratas de las centrales sindicales si los trabajadores tuvieran la mala idea de liberarse verdaderamente? Existe, por supuesto, en toda institución gente sincera que cree verdaderamente que está ahí para cumplir su misión. Pero no es una casualidad si se ve sistemáticamente ante caminos repletos de trabas, es sistemáticamente apartada, castigada, hostigada, condenada pronto al ostracismo, con la complicidad de todos los «realistas» que se quedan callados. Estas víctimas privilegiadas de la institución tienen muchos problemas para comprender su doble lenguaje, y lo que ella en verdad les exige. Su destino consiste en ser tratados en su interior como aguafiestas, como rebeldes, y en sorprenderse de esto eternamente.

Contra la más mínima posibilidad revolucionaria en Francia, se encontrará siempre la institución del Yo y el Yo de la institución. En la medida en que «ser alguien» socialmente se reduce siempre, en última instancia, al reconocimiento de, a la lealtad a alguna institución, en la medida en que tener éxito sea conformarse al reflejo que se te estira en los palacios de hielo del juego social, la institución aferra a cada uno por medio del Yo. Todo esto no podría durar, estaría sin duda demasiado congelado, demasiado poco dinámico, si la institución no se empeñara a compensar su rigidez por medio de una atención constante a los movimientos que la trastornan. Existe una dialéctica perversa entre institución y movimientos, que testimonia su férreo instinto de supervivencia. Una realidad tan vieja, masiva, hierática, inscrita en los cuerpos y las mentes de sus súbditos desde hace centenas de años, el Estado francés no habría podido durar tanto tiempo si no hubiera sabido tolerar, observar y recuperar paso a paso a críticos y revolucionarios. El ritual carnavalesco de los movimientos sociales funciona aquí como una válvula de seguridad, como un instrumento de gestión de lo social y al mismo tiempo de renovación de la institución. Los movimientos sociales le aportan la agilidad, la carne fresca, la sangre nueva que de forma tan cruel le hacen falta. Generación tras generación, con su gran juicio, el Estado ha sabido cooptar a los que se mostraban dispuestos a dejarse comprar, y aplastar a los que se las daban de irreductibles. No es por nada que una gran cantidad de viejos cabecillas de movimientos estudiantiles han accedido de manera tan natural a cargos ministeriales. Se trata en efecto de gente que solo puede tener el sentido del Estado, es decir, el sentido de la institución como máscara.

Quebrar el círculo que hace de su contestación el aliado de lo que domina, marcar una ruptura en la fatalidad que condena a las revoluciones a reproducir lo que echan fuera, romper la jaula de hierro de la contrarrevolución, tal es la vocación de la destitución. La noción de destitución es necesaria para liberar el imaginario revolucionario de todos los viejos fantasmas constituyentes que lo entorpecen, de toda la herencia engañosa de la Revolución Francesa. Es necesaria para hacer un corte en el seno de la lógica revolucionaria, para operar una partición en el interior mismo de la idea de insurrección. Pues existen las insurrecciones constituyentes, las que terminan como han terminado todas las revoluciones hasta este día: volcándose en su contrario, aquellas que se hacen «en nombre de…» — ¿en nombre de quién? El pueblo, la clase obrera o Dios, poco importa. Y existen las insurrecciones destituyentes, como lo fueron mayo de 1968, el mayo rampante italiano y una gran cantidad de comunas insurreccionales. A pesar de todo lo bello, vivo, inesperado que pudo pasar en él, Nuit Debout, del mismo modo en que antes el movimiento de las plazas español u Occupy Wall Street, mantenía todavía el viejo prurito constituyente. Lo que con él se puso espontáneamente en escena no fue otra cosa que la vieja dialéctica que pretende oponer a los «poderes constituidos» el «poder constituyente» del pueblo con la invasión del espacio público. No es por nada que en las tres primeras semanas de Nuit Debout, en plaza de la República, no menos de tres comisiones hayan aparecido que se atribuían la misión de reescribir una Constitución. Lo que aquí se repite es el mismo debate constitucional que se juega con ventanas cerradas en Francia desde 1792. Y parece que algunos no se cansan de esto. Es un deporte nacional. Ni siquiera se necesita refrescar la escenificación para volver a ponerlo al gusto del día. Hace falta decir que la idea de reforma constitucional presenta la ventaja de satisfacer a la vez el deseo de cambiarlo todo y el deseo de no cambiar nada — no son, finalmente, más que algunas líneas, modificaciones simbólicas. En la medida en que se debatan palabras, en la medida en que la revolución se formule en el lenguaje del derecho y de la ley, las vías de su neutralización son conocidas y están preparadas.

Cuando marxistas sinceros proclaman en un panfleto sindical «¡nosotros somos el poder real!», es una vez más la misma ficción constituyente la que opera, y que nos aleja de un pensamiento estratégico. El aura revolucionaria de esta vieja lógica es tal que en su nombre las peores mistificaciones consiguen hacerse pasar por evidencias. «Hablar de poder constituyente es hablar de democracia». Es con esta mentira hilarante como Toni Negri inicia su libro sobre el tema, y no está solo para pregonar este género de estupideces al margen del buen sentido. Basta con haber abierto la Teoría de la constitución de Carl Schmitt, a quien no se lo cuenta precisamente entre los grandes amigos de la democracia, para darse cuenta de lo contrario. La ficción del poder constituyente conviene de igual modo tanto a la monarquía como a la dictadura. «En nombre del pueblo», ¿este lindo eslogan presidencial no dice nada a nadie? Uno se avergüenza de tener que recordar que el abate Siéyès, el inventor de la funesta distinción entre poder constituyente y poder constituido, este truco de magia de genio, nunca fue un demócrata. ¿Acaso no decía él, en su famoso discurso del 7 de septiembre de 1789: «Los ciudadanos que se nombran a representantes renuncian y deben renunciar a hacer ellos mismos la ley; no tienen voluntad particular que imponer. Si dictaran voluntades, Francia no sería ya este Estado representativo; sería un Estado democrático. El pueblo, lo repito, en un país que no es democracia (y Francia no sabría serlo), el pueblo no puede hablar, no puede actuar más que mediante sus representantes»? Si hablar de «poder constituyente» no es forzosamente hablar de «democracia», estas son dos nociones que conducen siempre, tanto una como otra, las revoluciones a un callejón sin salida.

Destituere en latín significa: poner de pie aparte, erigir aisladamente; abandonar; apartar, dejar caer, suprimir; decepcionar, engañar. En donde la lógica constituyente viene a estrellarse contra el aparato del poder, cuyo control intenta tomar, una potencia destituyente se preocupa más bien por escapársele, le retira toda posibilidad de dejarse tomar por él, en la misma medida en que gana en toma sobre el mundo, que al margen ella forma. Su gesto propio es la salida, tanto como el gesto constituyente es típicamente la toma por asalto. En una lógica destituyente, la lucha contra el Estado y el capital vale en primer lugar por la salida de la normalidad capitalista que en ella se vive, por la deserción de las relaciones de mierda consigo mismo, con los otros y con el mundo que en ella se experimenta. Así pues, en donde los constituyentes se colocan en una relación dialéctica de lucha con lo que reina para apoderarse de ello, la lógica destituyente obedece a la necesidad vital de desprenderse de ello. No renuncia a la lucha, se apega a su positividad. No se ajusta a los movimientos del adversario, sino a lo que requiere el incremento de su propia potencia. No tiene que ver, por tanto, con criticar: «Ocurre que o bien se sale de inmediato, sin perder el tiempo criticando, sencillamente porque uno se coloca en un lugar distinto a la región del adversario, o bien se critica, se conserva un pie adentro, mientras que se tiene el otro fuera. Hace falta saltar fuera y danzar por encima», como lo explica Jean-François Lyotard para saludar el gesto de El Anti-Edipo de Deleuze y Guattari. Por otro lado, Deleuze anotaba lo siguiente: «Se reconoce de modo sumario a un marxista en que dice que una sociedad se contradice, se define por sus contradicciones, y particularmente sus contradicciones de clase. Nosotros decimos más bien que, en una sociedad, todo se fuga, y que una sociedad se define por sus líneas de fuga. […] Fugarse, pero al fugarse, buscar un arma». La cuestión no es luchar por el comunismo. Lo que importa es el comunismo que se vive en la lucha misma. La verdadera fecundidad de una acción reside en el interior de sí misma. Esto no significa que no exista, para nosotros, una cuestión de eficacia constatable de una acción. Significa que la potencia de impacto de una acción no reside en sus efectos, sino en lo que se expresa inmediatamente en ella. Lo que se edifica sobre la sola base del esfuerzo acaba siempre por derrumbarse por causa de agotamiento. De forma típica, la operación que el cortejo de cabeza hizo sufrir al dispositivo procesional de la manifestación sindical es una operación de destitución. Con la alegría vital que expresaba, con la agudeza de su gesto, con su determinación, con su carácter afirmativo tanto como ofensivo, el cortejo de cabeza atrajo hacia sí mismo todo lo que continuaba vivo en las filas militantes y destituyó la manifestación como institución. No con la crítica del resto de la marcha, sino haciendo un uso distinto al simbólico del hecho de tomar la calle. Sustraerse de las instituciones es todo salvo dejar un vacío, es positivamente ahogarlas.

Para empezar, destituir no es atacar la institución, sino la necesidad que tenemos de ella. No es criticarla —los primeros críticos del Estado son los propios funcionarios; en cuanto al militante, cuanto más critica el poder, más lo desea y más desconoce su deseo—, sino poner todo el empeño en lo que ella supuestamente hace, fuera de ella. Destituir la universidad es establecer lejos de ella lugares de investigación, de formación y de pensamiento más vivos y más exigentes de lo que ella no es —no es difícil—, ver afluir aquí los últimos espíritus vigorosos cansados de frecuentar a los zombis académicos, y solamente entonces darle el golpe de gracia. Destituir la justicia es aprender a arreglar nosotros mismos nuestros desacuerdos, y aportarles algo de método, paralizar su facultad de juzgar y ahuyentar a sus esbirros de nuestras vidas. Destituir la medicina es saber lo que es bueno para nosotros y lo que nos enferma, arrancar a la institución los saberes apasionados que sobreviven en el cajón y no encontrarse ya nunca solo, en el hospital, con el cuerpo entregado a la soberanía artística de un cirujano desdeñoso. Destituir el gobierno es hacerse ingobernables. ¿Quién habló de vencer? Superar lo es todo.

El gesto destituyente no se opone a la institución, no dirige contra ella una lucha frontal, la neutraliza, la vacía de su sustancia, marca un paso de distancia y la mira expirar. La reduce al conjunto incoherente de sus prácticas y hace un corte en medio ellas. Un buen ejemplo del carácter indirecto de la acción de una potencia destituyente es el modo en que el partido entonces en el poder, el Partido Socialista, fue arrastrado en el verano de 2016 a anular su universidad anual en Nantes. Lo que se constituyó en junio en Nantes en el núcleo de la asamblea «À l’abordage !» realizó lo que el cortejo de cabeza no había conseguido hacer durante todo el conflicto de la primavera: llevar los componentes heterogéneos de la lucha a encontrarse y a organizarse juntos más allá de una temporalidad de movimiento. Sindicalistas, nuitdeboutistas, estudiantes, zadistas, universitarios, jubilados, miembros de asociaciones y otros artistas se pusieron a preparar, para el PS, un comité de bienvenida bien merecida. Los riesgos eran grandes, para el gobierno, de que renaciera allí, con un grado de organización superior, la pequeña potencia destituyente que le había amargado la vida durante toda la primavera. Los esfuerzos convergentes de las centrales sindicales, la policía y las vacaciones para enterrar el conflicto habrían sido en vano. El PS se retiró entonces y renunció a librar batalla ante la amenaza que representaban la positividad misma de los vínculos que conformaron la asamblea «À l’abordage» y la determinación que de ella emanaba. De forma idéntica, la potencia de los vínculos que se articulan en torno a la ZAD es lo que la protege, y no su fuerza militar. Las más hermosas victorias destituyentes suelen ser aquellas en que simplemente la batalla nunca tiene lugar.

Fernand Deligny decía: «Para luchar contra el lenguaje y la institución, la clave es tal vez no luchar contra, sino tomar la mayor distancia posible, a riesgo de señalar su posición. ¿Por qué iríamos a pegarnos contra la pared? Nuestro proyecto no es el de ocupar la plaza». Deligny era manifiestamente lo que Toni Negri vomita como «un destituyente». Constatando a dónde lleva la lógica constituyente de combinación de los movimientos sociales con un partido que apunta a tomar el poder, la destitución tiene que ser el buen partido. Se habrá visto así, en los últimos años, a Syriza, esa formación «salida del movimiento de las plazas», hacerse el mejor retransmisor de las políticas de austeridad de la Unión Europea. En cuanto a Podemos, todos habrán podido apreciar la radical novedad de las peleas por el control de su aparato que enfrentaron a su número 1 y su número 2. Y cómo olvidar el enternecedor discurso de Pablo Iglesias durante la campaña legislativa de junio de 2016: «Somos la fuerza política de la ley y el orden. […] Estamos orgullosos de decir “patria”. […] Porque la patria tiene instituciones que permiten a los niños ir al teatro y a la escuela. Es por esto que somos los guardianes de la institución, los guardianes de la ley, porque los humildes solo tienen la ley y el derecho». O esta edificante perorata de marzo de 2015, en Andalucía: «Quiero hacer un homenaje: ¡vivan los militares demócratas! Viva la Guardia Civil, esos policías que ponen las esposas a los corruptos». Las últimas lamentables intrigas politiqueras que conforman a partir ahora la vida de Podemos han arrancado a algunos de sus miembros esta constatación amarga: «Querían tomar el poder, y es el poder el que los ha tomado». En cuanto a los «movimientos ciudadanos» que pretendieron «okupar el poder» apoderándose por ejemplo del ayuntamiento de Barcelona, les han confiado ya a sus viejos amigos de las okupas aquello que todavía no pueden declarar en público: tras acceder a las instituciones, sin duda «tomaron el poder», pero desde aquí no pueden nada — salvo frustrar algunos proyectos hoteleros, legalizar una o dos okupas y recibir a lo grande a Anne Hidalgo, la alcaldesa de París.

La destitución permite repensar lo que se entiende por revolución. El programa revolucionario tradicional consistía en tomar de nuevo en sus manos el mundo, en una expropiación de los expropiadores, en una apropiación violenta de lo que es nuestro, pero de lo cual se nos había privado. Pero hay un problema: el capital se ha apoderado de cada detalle y de cada dimensión de la existencia. Ha hecho un mundo a su imagen. De explotación de las formas de vida existentes, se ha transformado en universo total. Ha configurado, equipado y vuelto deseables las maneras de hablar, pensar, comer, trabajar, salir de vacaciones, obedecer y rebelarse que le convienen. Haciendo esto, ha reducido a casi nada el trozo de lo que uno podría, en este mundo, querer reapropiarse. ¿Quién quiere reapropiarse las centrales nucleares, los almacenes de Amazon, las autopistas, las agencias de publicidad, los trenes de alta velocidad, Dassault, La Défense, las firmas de auditoría, las nanotecnologías, los supermercados y sus mercancías envenenadas? ¿Quién contempla una recuperación popular de las explotaciones agrícolas industriales en las que un solo hombre explota 400 hectáreas de tierras erosionadas al volante de su megatractor pilotado vía satélite? Nadie sensato. Lo que complica la tarea a los revolucionarios es que aquí también el viejo gesto constituyente ya no funciona. Tanto es así que los más desesperados, los más empeñados en querer salvarlo, han encontrado finalmente la artimaña: para acabar con el capitalismo ¡basta con reapropiarse el dinero mismo! Un negrista deduce esto del conflicto de la primavera de 2016: «Nuestro objetivo es el siguiente: ¡transformación de los ríos de dinero-mando que salen de los grifos del BCE en dinero como dinero, renta básica social incondicional! Hacer que vuelvan a descender los paraísos fiscales a la Tierra, atacar las fortalezas de las finanzas offshore, confiscar los depósitos de las rentas líquidas, garantizar a todas y todos el uso de la clave de acceso al mundo de la mercancía — el mundo en el cual realmente vivimos, nos guste o no. ¡El único universalismo que nos gusta es el del dinero! ¡Quien quiera tomar el poder que comience tomando el dinero! ¡Quien quiera instituir los commons del contra-poder, que comience asegurando las condiciones materiales a partir de las cuales esos contra-poderes pueden efectivamente ser construidos! ¡Quien quiera el éxodo destituyente, que considere las posibilidades objetivas de sustracción a la producción de las relaciones sociales dominantes inherentes a la posesión de dinero! ¡Quien quiera la huelga general y renovable, que reflexione en los márgenes de autonomía salarial concedidos por una socialización de la renta mínima digna de este nombre! ¡Quien quiera la insurrección de los subalternos, que no olvide la potente promesa de liberación contenida en la consigna “Tomemos el dinero”!». El revolucionario que estime su salud mental, antes que llegar a tales extremos discursivos, puede únicamente dejar detrás suyo la lógica constituyente y sus ríos imaginarios de dinero.

El gesto revolucionario no consiste ya, pues, a partir de ahora, en una simple apropiación violenta de este mundo; el gesto se desdobla. Por un lado, hay mundos que hacer, formas de vida que hacer crecer a la distancia de lo que reina, incluyendo a la distancia de lo que se pueda recuperar del estado de cosas actual, y por el otro, hay que atacar, hay que puramente destruir el mundo del capital. Doble gesto que a su vez se desdobla: evidentemente, los mundos que se construyen solo mantienen su distancia con respecto al capital por la complicidad en el hecho de atacarlo y de conspirar en contra suya, evidentemente, ataques que no llevarían en su corazón otra idea vivida del mundo no tendrían ningún alcance real, se agotarían en un activismo estéril. En la destrucción se construye la complicidad a partir de la cual se construye lo que conforma el sentido de destruir. Y viceversa. Es solamente desde un punto de vista destituyente como se puede aferrar todo lo que hay de increíblemente constructivo en los actos de destrucción. Sin esto no se comprendería que un pedazo entero de manifestación sindical pueda aplaudir o cantar cuando finalmente cede y se derriba el escaparate de un concesionario automovilístico o cuando es reducido a pedazos algo de mobiliario urbano. Ni que parezca tan natural para un cortejo de cabeza de 10 000 personas romper todo lo que merece serlo, e incluso un poco más, a lo largo del recorrido de una manifestación como la del 14 junio de 2016 en París. Ni que toda la retórica antivándalos del aparato de gobierno, tan perfeccionada y en tiempo normal tan eficaz, no dejó de resbalarse sin convencer a nadie. Los destrozos se comprenden, entre otras cosas, como un debate abierto en público sobre la cuestión de la propiedad. Hace falta darle la vuelta al reproche de mala fe «rompen lo que no es suyo». ¿Cómo quieres romper algo si, en el momento de romperlo, la cosa no está en tus manos, no es, en cierto sentido, tuyo? Recordemos el Código Civil: «En materia de muebles, la posesión vale por título». Precisamente, aquel que rompe no se entrega a un acto de negación, sino a una afirmación paradójica, contraintuitiva. Afirma en contra de las evidencias establecidas: «¡Esto es nuestro!». Los destrozos, por tanto, son afirmación y apropiación. Manifiestan el carácter problemático del régimen de la propiedad que rige ahora todas las cosas. O al menos abre el debate a propósito de este punto espinoso. Y apenas existe otro modo distinto de emprenderlo, en la medida en que uno se apresura a cerrarlo desde que es abierto pacíficamente. Todos habrán notado, por lo demás, hasta qué punto el conflicto de la primavera de 2016 habrá sido un divino intermedio en el proceso de putrefacción del debate público.

Nada salvo una afirmación tiene la potencia de cumplir la obra de la destrucción. El gesto destituyente es por tanto deserción y ataque, elaboración y saqueo, y esto en un mismo gesto. Desafía en el mismo instante las lógicas admitidas de la alternativa y del activismo. Lo que se juega en él es un anudamiento entre el tiempo largo de la construcción y el más entrecortado de la intervención, entre la disposición a disfrutar de nuestro pedazo de mundo y la disposición a ponerlo en juego. Con el gusto de correr riesgos se pierden las razones de vivir. La comodidad, que atenúa las percepciones, se deleita de repetir palabras a las que vacía de sentido y prefiere no saber nada, es su verdadero enemigo, su enemigo interno. No es cuestión, aquí, de un nuevo contrato social, sino de una nueva composición estratégica de los mundos.

El comunismo es el movimiento real que destituye el estado de cosas existente.

Fin del trabajo, vida mágica

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Durante el conflicto desencadenado por la ley Trabajo, se habrá tratado de gobierno, de democracia, de artículo 49.3, de constitución, de violencia, de migrantes, de terrorismo, de todo lo que se quiera, pero apenas del trabajo mismo. Comparado con él, durante el «movimiento de los parados» de 1998 se trató paradójicamente solo de esto, incluso si era para rechazarlo. Hace no mucho tiempo, cuando conocíamos a alguien, seguía siendo natural preguntarle: «Entonces, ¿a qué te dedicas en la vida?». Y la respuesta llegaba rápida y naturalmente. Todavía se conseguía decir qué posición ocupaba uno en la organización general de la producción. Esto podía incluso servir como tarjeta de presentación. Mientras tanto, la sociedad salarial ha implosionado a tal punto que se evita, a partir de ahora, este tipo de preguntas, que tienden a provocar bochornos. Todo el mundo improvisa, se las arregla, lo intenta, bifurca, hace una pausa, reinicia. No es solo socialmente como el trabajo ha perdido su brillo y su centralidad, es existencialmente.

De generación en generación, somos cada vez más los supernumerarios, los «inútiles en el mundo» — en el mundo, en todo caso, de la economía. Desde hace sesenta años existe gente como Wiener que profetiza que la automatización y la cibernetización van a «producir un paro en comparación del cual las dificultades actuales y la crisis económica de los años 1930-36 parecerán una buena broma», hacía falta sin duda que esto terminara por suceder. En las últimas noticias, Amazon prepara abrir en los Estados Unidos 2000 tiendas integralmente automatizadas, sin caja y por tanto sin cajeras, bajo control total, con reconocimiento facial de los clientes y análisis en tiempo real de cada uno de sus gestos. Al entrar, uno pasa su smartphone por una terminal y a continuación se sirve. Lo que tomas es automáticamente cargado a tu cuenta Premium gracias a una aplicación, y lo que devuelves al estante es rembolsado. Esto se llama Amazon Go. En esta distopía mercantil para el futuro, no hay ya dinero líquido, no hay ya fila, no hay ya robo y casi no hay ya empleados. Se prevé que este nuevo modelo tendría que trastornar todo el dominio de la distribución, el más grande proveedor de empleos en los Estados Unidos. Al final, son 3/4 de los empleos los que tendrían que desaparecer en el sector de las tiendas de conveniencia. De una manera más general, si uno se atiene a las previsiones del Banco Mundial, en el horizonte de 2030, es un 40% de la masa de empleos existentes en los países ricos el que, bajo la presión de la «innovación», habrá desaparecido. «No trabajaremos nunca» era una bravata de Rimbaud. Está volviéndose la constatación lúcida de una juventud completa.

De la extrema izquierda a la extrema derecha, no faltan charlatanes para prometernos sempiternamente «restablecer el pleno empleo». Quienes quieren hacernos echar de menos la edad de oro del salariado clásico, ya sean marxistas o liberales, acostumbran mentir sobre su origen: pretenden que el salariado nos habría liberado de la servidumbre, la esclavitud y las estructuras tradicionales — que habría constituido, en suma, un «progreso». Cualquier estudio histórico un poco serio demuestra que nació por el contrario como prolongación e intensificación de las relaciones anteriores de servidumbre. Hacer de un hombre el «detentor de su fuerza de trabajo» y que esté dispuesto a «venderla», es decir, hacer entrar en las costumbres la figura del Trabajador, esto es lo que requiere una gran cantidad de expoliaciones, de expulsiones, de pillajes y de devastaciones, además de una gran cantidad de terror, de medidas disciplinarias y de muertes. No se comprende nada del carácter político de la economía si no se ve que el trabajo se trata menos de producir mercancías que de producir trabajadores — es decir, una cierta relación consigo, con el mundo y con los otros. El trabajo asalariado fue la forma del mantenimiento de un cierto orden. La violencia fundamental que contiene, la que hacen olvidar el cuerpo destrozado del obrero en la cadena, el minero fulminado por una explosión de grisú o el burn out de los empleados bajo presión administrativa extrema, está relacionada con el sentido de la vida. Vendiendo su tiempo, haciéndose el súbdito de aquello para lo que se lo emplea, el asalariado coloca el sentido de su existencia en manos de aquellos a los que deja indiferente, incluso cuando tienen la vocación de pisotearla. El salariado ha permitido a generaciones de hombres y de mujeres vivir eludiendo la cuestión del sentido de la vida, «volviéndose útiles», «haciendo carrera», «sirviendo». Al asalariado siempre le ha sido lícito aplazar esta cuestión hasta más tarde —digamos: hasta la jubilación— al mismo tiempo que lleva una honorable vida social. Y como parece ser «demasiado tarde» para planteársela cuando ya se jubiló, ya solo le queda esperar pacientemente la muerte. Así se habrá conseguido pasar una vida entera sin haber tenido que entrar en la existencia. El salariado nos libera así del estorboso peso del sentido y de la libertad humana. El grito de Munch no designa por nada, todavía hoy, el verdadero rostro de la humanidad contemporánea. Lo que no encuentra este desesperado en su muelle, es la respuesta a la pregunta «¿cómo vivir?».

Para el capital, la desagregación de la sociedad salarial es a la vez una oportunidad de reorganización y un riesgo político. El riesgo es que los humanos hagan un uso imprevisto de su tiempo y de su vida, incluso que tomen a pecho la cuestión de su sentido. Así pues, se ha conseguido que, aun si tienen tiempo libre, no les sea lícito hacer uso de él a su antojo. Todo ocurre como si tuviéramos que trabajar más en cuanto consumidores, a medida que trabajamos menos en cuanto productores. Como si el consumo no significara ya una satisfacción, sino una obligación social. Por lo demás, el aparataje tecnológico del ocio se asemeja cada vez más al del trabajo. Mientras que cada uno de nuestros clics con los que pasamos el tiempo en Internet produce datos que los GAFA revenden, uno endosa al trabajo todos los atavíos del juego introduciendo en él marcadores, escalones, bonos y otras amonestaciones infantilizantes. Antes que ver en la huida seguritaria hacia delante y la orgía de control actuales una respuesta a los atentados del 11 de septiembre, no sería descabellado ver en ellas una respuesta al hecho económicamente establecido de que, justamente desde el año 2000, la innovación tecnológica disminuyó por primera vez el volumen de los empleos. Ahora es necesario poder vigilar en masa cada una de nuestras actividades, cada una de nuestras comunicaciones, cada uno de nuestros gestos, disponer cámaras y sensores en todos los lugares, porque la disciplina salarial ya no basta para controlar a la población. Solo a una población perfectamente bajo control es posible soñar ofrecerle una renta básica universal.

Pero esto no es lo esencial aquí. Lo que es preciso es sobre todo mantener el reino de la economía más allá de la extinción del salariado. Esto pasa por el hecho de que, si hay cada vez menos trabajo, todo quede solo mediado por el dinero, aunque sea en cantidades mínimas. A falta de trabajo, es preciso mantener la necesidad de ganar dinero para sobrevivir. Aun cuando una renta básica universal fuera algún día instaurada, como lo recomiendan tantos economistas liberales, haría falta que su monto fuera suficiente para no morirse de hambre, pero absolutamente insuficiente para vivir, incluso miserablemente. Asistimos a un traspaso de reino en el seno de la economía. A la majestuosa figura del Trabajador sucede aquella, raquítica, del Muerto de Hambre —para que el dinero y el control se puedan infiltrar en todas partes, hace falta que el dinero falte en todas partes. A partir de ahora, todo tiene que ser la ocasión para generar un poco de efectivo, un poco de valor, hacer «unos cuantos billetes». La ofensiva tecnológica en curso tiene también que comprenderse como un modo de ocupar y de valorizar a aquellos que el trabajo asalariado ya no permite explotar. Lo que es descrito demasiado apresuradamente como la uberización del mundo se despliega de dos maneras muy diferentes. Así pues, por un lado, Uber, Deliveroo y consortes, esa oferta de trabajo no calificado que apenas necesita más capital que un trasto viejo. Cada conductor es libre de autoexplotarse tanto como lo desee, sabiendo que tendrá que circular alrededor de cincuenta horas por semana si espera ganar el equivalente al salario mínimo. Y luego están Airbnb, BlaBlaCar, los sitios de citas, el «co-working», e incluso actualmente el «co-homing» o el «co-stockage», y todas esas aplicaciones que permiten extender al infinito la esfera de lo valorizable. Lo que se juega en la «economía colaborativa», con sus inagotables posibilidades de valorización, no es únicamente una mutación de la vida — es una mutación de lo posible, una mutación de la norma. Antes de Airbnb, una habitación desocupada en la casa era una «habitación de invitados» o un cuarto libre para un nuevo uso, ahora es una pérdida de beneficios. Antes de BlaBlaCar, un trayecto solo en el coche era una ocasión para ensoñar, o subir a una persona que pide raid, o yo qué sé, ahora es una ocasión para hacer un poco de dinero que había caído en el olvido, y por tanto, económicamente hablando, un escándalo. Lo que se amontonaba o se daba a cercanos, se lo vende ahora en Le Bon Coin. Hace falta que sin cesar y en todos los puntos de vista estemos haciendo cuentas. Que el temor a «perder una oportunidad» sea el aguijón estimulante de la vida. Lo importante no es trabajar por un euro la hora o ganar algunos céntimos escaneando contenidos para Amazon Mechanical Turk, sino aquello en lo que esta participación podría un día desembocar. Todo debe ahora entrar en la esfera de lo rentabilizable. Todo se vuelve valorizable en la vida, incluso sus desechos. Y nosotros mismos nos volvemos muertos de hambre, desechos que se inter-matan de hambre con el pretexto de una «economía del compartir». Si una parte cada vez más grande de la población está destinada a ser excluida del salariado, no es para dejarle el tiempo libre para que vaya a cazar pokémones por la mañana y a pescar por la tarde. La invención de nuevos mercados en donde no se los preveía el año precedente ilustra este hecho tan difícil de hacer comprender a un marxista: el capitalismo no consiste tanto en vender lo que es producido, sino en volver contabilizable lo que todavía no lo es, en volver evaluable lo que en la noche anterior todavía parecía absolutamente inapreciable, en crear nuevos mercados: aquí está su reserva oceánica de acumulación. El capitalismo es la extensión universal de la medición.

En economía, la teoría del Muerto de Hambre se llama la «teoría del capital humano» — así es más presentable. La OCDE lo define hoy como «el conjunto de conocimientos, cualificaciones, competencias y características individuales que facilitan la creación del bienestar personal, social y económico». Joseph Stiglitz, el economista-de-izquierda, estima que el «capital humano» representa hoy entre 2/3 y 3/4 del capital total; a partir de lo cual hay que darle la razón al título sin ironía de Stalin: El hombre, el capital más preciado. Desde Locke, el hombre era «propietario de su propia persona. Nadie más que él mismo posee un derecho sobre ella, el trabajo de su cuerpo y la obra de sus manos le pertenecen como propios» (Tratado sobre el gobierno civil), lo que no excluía en su mente ni la servidumbre ni la colonización. Marx hizo de él el propietario de su «fuerza de trabajo» — una entidad bastante metafísica, a decir verdad. Pero en ambos casos, el hombre era propietario de algo que podía alienar permaneciendo intacto. Formalmente, era algo distinto de aquello que vendía. Con la teoría del capital humano, el hombre es menos el detentador de una agregación indefinida de capitales —cultural, relacional, profesional, financiero, simbólico, sexual, salud— que esta agregación en sí mismo. Él es capital. Arbitra permanentemente entre el crecimiento de lo que es como capital, y el hecho de venderlo en tal o cual mercado. Es inseparablemente el productor, el producto y el vendedor del producto. Los futbolistas, los actores, las estrellas, los youtubers exitosos son lógicamente los héroes de la época del capital humano, ellos cuyo valor coincide íntegramente con lo que son. La microeconomía se vuelve entonces la ciencia general de los comportamientos, ya sea en la empresa, en la iglesia o en el amor. Cada uno se convierte en una empresa, guiada por una constante preocupación de autovalorización, por un imperativo de autopromoción. El hombre se convierte por esencia en la creatura optimizadora — el Muerto de Hambre.

El reino del Muerto de Hambre es un aspecto de aquello que la revista Invariance llamó, en la década de 1960, la antropomorfosis del capital. A medida que el capital «realiza, en la totalidad del planeta y en la totalidad de la vida de cada hombre, los modos de colonización integral de lo existente que son designados con los términos de dominio real […], el Yo-capital es la nueva forma que el valor se propone asumir tras la desvalorización. En cada uno de nosotros el capital convoca la fuerza viva al trabajo» (Cesarano, Apocalipsis y revolución). Este movimiento es aquel mediante el cual el capital se apropia todos los atributos humanos y mediante el cual los humanos se constituyen en el soporte neutro de la valorización capitalista. El capital ya no determina solamente la forma de las ciudades, el contenido del trabajo y del ocio, el imaginario de las muchedumbres, el lenguaje de la vida real y el de la intimidad, los modos de estar a la moda, las necesidades y su satisfacción, produce también a su propio pueblo. Engendra su propia humanidad optimizadora. Aquí, todas las cancioncillas sobre la teoría del valor hacen su entrada en el Museo de Cera. Tomemos el caso contemporáneo del dance-floor de una discoteca: nadie está aquí por el dinero, sino para divertirse. Nadie ha sido obligado a ir como se va a trabajar. No hay explotación manifiesta; nada de circulación visible de dinero entre las futuras parejas que todavía se menean. Y sin embargo todo, aquí, es únicamente evaluación, valorización, autovalorización, preferencias individuales, estrategias, emparejamiento ideal, bajo obligación de optimización, de una oferta y una demanda, en resumen: puro mercado neoclásico y capital humano. La lógica del valor coincide ahora con la vida organizada. La economía como relación con el mundo ha excedido desde hace mucho tiempo a la economía como esfera. La demencia de la evaluación domina de manera evidente cada aspecto del trabajo contemporáneo, pero reina también como un ama sobre todo aquello que se le escapa. Determina hasta la relación consigo mismo del maratonista solitario que, para mejorar sus marcas, debe conocerlas ya. La medición se ha vuelto también el modo obligado de ser de todo aquello que pretenda existir socialmente. Los medios sociales trazan de manera completamente lógica aquel futuro de evaluación omnilateral que se nos promete. Sobre este punto, nos podemos fiar tanto de las profecías de Black Mirror como de las de una analista entusiasta de los mercados contemporáneos: «Imagine que mañana, en cada palabrita publicada en la Red, a través de cualquier charla, intercambio, encuentro, transacción, compartición o comportamiento online, tendrá que tomar en consideración el impacto que esto tendrá en su reputación. Considere después que su reputación no seguirá siendo una especie de efluvio inmaterial que algunos podrán sondear entre sus amigos y colegas profesionales, sino un verdadero certificado de fiabilidad universal establecido por algoritmos complejos fundados en el cruzamiento de mil y una informaciones que le conciernen a usted en Red… ¡Datos ellos mismos que se entrecruzan con la reputación de las personas que haya usted frecuentado! Bienvenido al futuro inminente, en el cual su “reputación” será concretamente fichada, universal y accesible a todos: una llave maestra relacional, profesional, comercial, capaz de abrirle o cerrarle a usted las puertas de una candidatura al uso temporal de vehículos en Mobizen o Deways, de un encuentro amoroso en Meetic o Attractive World, de una venta en eBay o Amazon… Y más aún, esta vez en el mundo completamente tangible: de una cita profesional, de una transacción inmobiliaria o incluso de un crédito bancario… A partir de ahora y de manera creciente, nuestras manifestaciones en la Red van a constituir el fundamento de nuestra reputación. Más aún: nuestro valor social se va a convertir en un indicador mayor de nuestro valor económico».

Lo que hay de nuevo en la fase actual del capital es que actualmente dispone de los medios tecnológicos para una evaluación generalizada, en tiempo real, de todos los aspectos de los seres. La pasión por la evaluación y la inter-evaluación se ha escapado de los salones de clase, de la Bolsa y de los registros de los encargados para invadir todos los dominios de la vida. Si se admite la noción paradójica de «valor de uso» para designar «el cuerpo mismo de la mercancía […], sus propiedades naturales […], un todo de características múltiples» (Marx), el campo del valor se ha refinado hasta el punto en que consigue apretujar directamente ese famoso «valor de uso», las características de los seres, de los lugares y de las cosas: se pega ahora a los cuerpos hasta coincidir con ellos como una segunda piel. Esto es lo que un economista-sociólogo, Lucien Karpik, llama la «economía de las singularidades». El valor de las cosas ya no se distingue, tendencialmente, de su existencia concreta. Un financiero franco-libanés, Bernard Mourad, ha hecho de esto una ficción: Los activos corporales. Tal vez resulta útil saber que el autor pasó de la banca de inversión Morgan Stanley a la presidencia de Altice Media Group, la rama del holding de Patrick Drahi que controla destacablemente Libération, L’Express y i24 News, antes de volverse el asesor especial de Emmanuel Macron durante el período de su campaña. En esta novela, imagina la entrada en la Bolsa de una persona, un banquero evidentemente, con el apoyo de una evaluación psicoanalítica, profesional y check-up biológico. Este relato de la introducción en una plaza de mercado de una «sociedad-persona» en el marco de una «Nueva Economía Individual» se erigió en su aparición, en 2006, como una anticipación. El Medef es ahora el que se propone asignar un número de fiscalidad comercial a cada francés en su nacimiento. El valor de los seres se convierte en el conjunto de sus «características individuales» — su salud, su humor, su belleza, sus destrezas, sus relaciones, su «saber ser», su imaginación, su «creatividad», etc. Esta es la teoría, y la realidad, del «capital humano». El campo del valor se ha sumado tantas dimensiones que se ha vuelto un espacio complejo. Se ha vuelto el conjunto de lo decible, de lo legible, de lo visible, socialmente. El valor, que era formalmente social, lo ha llegado a ser realmente. A medida que el dinero ha perdido su carácter de impersonalidad, de anonimato, de indiferencia para volverse información trazable, localizada, personalizada, la moneda, por su parte, se ha vuelto viviente. «El mundo moderno —escribía Péguy— no es universalmente prostitucional por lujuria. De esto, es completamente incapaz. Es universalmente prostitucional por ser universalmente intercambiable». Algo de prostitucional ingresa en todos los sitios en los que reine nuestro «valor social», en todos los sitios en los que se intercambie una parte de nosotros por la menor retribución, ya sea financiera, simbólica, política, afectiva o sexual. Los sitios de citas contemporáneos conforman un caso destacable de prostitución fun y recíproca, pero es en todas partes, y todo el tiempo a partir de ahora, que uno se vende. Quién puede decir, en nuestros días en que todo el capital reputacional es tan fácilmente convertible en plusvalía sexual, que no estamos en una «fase industrial donde los productores tienen la capacidad de exigir, en forma de pago, objetos de sensación por parte de los consumidores, [siendo] estos objetos seres vivos. […] En cuanto mercado paralelo a la moneda inerte, la moneda viva [es] al contrario susceptible de sustituir el patrón oro, implantado en las costumbres e instituido en las normas económicas» (Pierre Klossowski, La moneda viva).

El vértigo del dinero radica en su carácter de pura potencia. La acumulación monetaria es el aplazamiento de todo goce efectivo en la medida en que el dinero pone en equivalencia como posibles el conjunto de cuanto permite comprar. Todo gasto, toda compra es en primer lugar privación, con respecto a lo que el dinero puede. Cada goce determinado que permite adquirir es en primer lugar negación del conjunto de los demás goces potenciales que contiene. En la época del capital humano y de la moneda viva, son cada instante de la vida, cada relación efectiva, los que están ahora aureolados por el conjunto de los posibles equivalentes que los socava. Estar aquí es, en primer lugar, insoportable renuncia a estar en todas las demás partes, donde la vida es de manera aparente más intensa, como se la pasa informándonos nuestro smartphone. Estar con tal persona es insoportable sacrificio del conjunto de las demás personas con las que uno también podría estar. Cada amor es aniquilado de antemano por el conjunto de los amores posibles. De ahí la imposibilidad de estar ahí, la inaptitud a ser-con. De ahí la desgracia universal. Tortura de los posibles. Enfermedad mortal. «Desesperación», habría diagnosticado Kierkegaard.

La economía no es solamente aquello de lo que debemos salir para dejar de ser unos muertos de hambre. Es aquello de lo que hace falta salir para vivir, así de simple, para estar presentes en el mundo. Cada cosa, cada ser, cada lugar es inconmensurable en cuanto que está ahí. Se podrá medir una cosa tanto como se quiera, bajo todas sus costuras y en todas sus dimensiones, su existencia sensible escapa eternamente a toda medida. Cada ser es irreductiblemente singular, a pesar de solo serlo aquí ahora. Lo real es en última instancia incalculable, incontrolable. Es por esto que hacen falta tantas medidas de policía para preservar una apariencia de orden, de uniformidad, de equivalencia. «La asombrosa realidad de las cosas / es mi descubrimiento cada día. / Cada cosa es lo que es / y es difícil explicarle a alguien cuánto me alegro de esto / y cuánto me basta. / Basta con existir para sentirse completo. […] Si extiendo el brazo, llego exactamente a donde mi brazo llega. / Ni un centímetro más lejos. / Toco solo donde toco, no donde pienso. / Solo me puedo sentar en donde estoy. / Y esto hace reír como todas las verdades absolutamente verdaderas, / pero lo que hace reír de verdad es que pensemos siempre en otra cosa / y vivamos evadidos de nuestro cuerpo» (Alberto Caeiro). La economía, tal es su principio, nos hace correr como ratas, a fin de que nunca estemos ahí, para descubrir el secreto de su usurpación: la presencia.

Salir de la economía es hacer saltar el plano de realidad que ella recubre. El intercambio mercantil y todo lo que comporta de áspera negociación, de desconfianza, de engaño, de wabu wabu, como dicen los melanesios, no es una especificidad occidental. En donde uno sabe vivir, no se practica este tipo de relaciones más que con extranjeros, gente a la que no se está vinculado, que son lo suficientemente lejanos como para que una riña pueda convertirse en conflagración general. Pagar, en latín, viene de pacare, «satisfacer, calmar», particularmente distribuyendo dinero a los soldados a fin de que puedan comprarse sal — un salario, por tanto. Se paga para tener la paz. Todo el vocabulario de la economía es en el fondo un vocabulario de la guerra evitada. «Hay un vínculo, una continuidad, entre las relaciones hostiles y la provisión de prestaciones recíprocas: los intercambios son guerras pacíficamente resueltas, las guerras son el desenlace de transacciones infortunadas» (Lévi-Strauss). El vicio de la economía es reducir todas las relaciones posibles a las relaciones hostiles, todas las distancias al extrañamiento. Lo que recubre así es toda la gama, toda la gradación, toda la heterogeneidad entre las diferentes relaciones existentes e imaginables. Según el grado de proximidad entre los seres, hay comunidad de los bienes, compartición de ciertas cosas, intercambio con reciprocidad equilibrada, intercambio mercantil, ausencia total de intercambio. Y cada forma de vida tiene su lenguaje y sus concepciones para decir esta multiplicidad de regímenes. Hacer pagar a los imbéciles es una buena guerra. Quien ama no cuenta. En donde el dinero vale algo, la palabra no vale nada. En donde la palabra vale, el dinero no vale nada. Salir de la economía es por tanto ser capaces de distinguir claramente entre las reparticiones posibles, desplegar desde ahí en donde uno esté todo un arte de las distancias. Es repeler lo más lejos posible las relaciones hostiles y la esfera del dinero, de la contabilidad, de la medición, de la evaluación. Es arrojar a los márgenes de la vida lo que en el presente es la norma, el corazón y la condición.

Existe una muchedumbre de gente, en nuestros días, que trata de escapar del reino de la economía. Se vuelven panaderos antes que consultores. Se desemplean desde que pueden hacerlo. Montan cooperativas, de participación y de interés colectivo. Intentan «trabajar de otro modo». Pero la economía está tan bien montada que cuenta desde ya con un sector, el de la «economía social y solidaria», que carbura gracias a la energía de quienes huyen de ella. Un sector que tiene derecho a un ministerio particular y que supone el 10% del PIB francés. Se han dispuesto todo tipo de redes, de discursos, de estructuras jurídicas, para atrapar a los fugitivos. Estos se entregan con toda la sinceridad del mundo a aquello que sueñan hacer, pero su actividad es recodificada socialmente, y esta codificación acaba por imponerse a lo que hacen. Toman a cargo colectivamente el mantenimiento de la fuente de su pueblo, y un día se encuentran «gestionando los comunes». Pocos sectores han desarrollado un amor tan fanático por la contabilidad, en aras de justicia, transparencia y ejemplaridad, como el de la economía social y solidaria. Sea cual sea la PyME, es un burdel contable en comparación. De cualquier modo, tenemos más de ciento cincuenta años de experiencia de cooperativas para saber que estas nunca han amenazado mínimamente el capitalismo. Las que sobreviven terminan, tarde o temprano, por volverse empresas como las demás. No existe «otra economía», existe solo otra relación con la economía. Una relación de distancia y de hostilidad, precisamente. El error de la economía social y solidaria está en creer en las estructuras de las que se dota. Está en querer que lo que pasa en ellas coincida con los estatutos, con el funcionamiento oficial. La única relación que se puede tener con las estructuras que nos proporcionamos es la de utilizarlas como escudos a fin de hacer algo completamente distinto a lo que la economía autoriza. Es, por tanto, ser cómplices de este uso, y de esta distancia. Una imprenta comercial llevada por un amigo pondrá sus máquinas a disposición los fines de semana en que no rueden, y el papel será pagado en negro para que no se note nada. Una banda de amigos carpinteros utilizan todo el material al que tienen acceso en su lugar de trabajo para construir una cabaña para la ZAD. Un restaurante cuya insignia es honorablemente conocida en toda la ciudad acoge, fuera de sus horas de servicio, discusiones entre camaradas que deben escapar de los servicios de inteligencia. No podemos recurrir a estructuras económicas más que con la condición de agujerearlas.

En cuanto estructura económica, ninguna empresa tiene sentido. Es, eso es todo, pero no es nada. Su sentido no puede venirle más que de un elemento ajeno a la economía. Generalmente, es la tarea de la «comunicación» revestir la estructura económica con el sentido que le hace falta — por lo demás, hay que considerar las razones de ser y la significación moral ejemplares de las que con tanto gusto se dotan las entidades de la economía social y solidaria como una banal forma de «comunicación» dirigida tanto hacia el interior como hacia el exterior. Esto hace de algunas de ellas nichos que se permiten exigir precios sorprendentemente elevados, por un lado, y por el otro explotar de manera tanto más desvergonzada ya que sería «por la buena causa». La estructura agujerada, por su parte, extrae su sentido no de lo que comunica, sino de lo que conserva en secreto: su participación clandestina en un designio político de otro modo más vasto que ella, el uso con fines económicamente neutros e incluso insensatos, pero políticamente cuerdos, medios que en cuanto estructura económica se dedica a acumular sin fin. Organizarse revolucionariamente con el auspicio de toda una maquinación de estructuras legales que hacen entre ellas intercambios es posible, pero peligroso. Esto puede proporcionar, entre otras cosas, una cobertura ideal para relaciones conspirativas internacionales. No obstante, siempre permanece la amenaza de volver a caer en el atolladero económico, de perder el hilo de lo que uno hace, de ya no percibir el sentido de la conjura. Sobra decir que hace falta organizarse, organizarse a partir de lo que amamos hacer y dotarse de los medios para ello.

La única medida del estado de crisis del capital es el grado de organización de las fuerzas que intentan destruirlo.

Todo el mundo detesta a la policía

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Parece una ley física. Cuanto más pierde crédito el orden social, más arma a su policía. Cuanto más se retraen las instituciones, más hacen avanzar a sus vigilantes. Cuanto menos inspiran respeto las autoridades, más buscan mantenernos respetuosos por medio de la fuerza. Y es un círculo vicioso, porque la fuerza nunca posee nada respetable. Es por esto que al creciente desenfreno de fuerza responde una eficacia cada vez menor de esta. El mantenimiento del orden es la actividad principal de un orden ya fallido. Basta con ir a la CAF para darse cuenta de lo que ya no puede durar. Cuando una administración tan benigna tiene que rodearse con tantos guardias, subterfugios y amenazas para defenderse de sus administrados hasta tomar pintas de fortaleza kafkiana, es que una cierta racionalidad ha llegado a su término. Cuando el buen orden de las manifestaciones no puede seguir siendo garantizado más que con el impacto de granadas de perdigones, de encapsulamientos y que los manifestantes corren huyendo del láser verde de las LBD 40 de la brigada anticriminal que están apuntando a sus futuras víctimas, es que «la sociedad» ha alcanzado ya el estadio de los cuidados paliativos. Cuando la calma de las periferias es al precio de armar a los antimotines con fusiles automáticos, es que una figura del mundo ha pasado. Nunca es una buena señal, para un régimen «democrático», tomar la costumbre de disparar contra su población. Desde el tiempo en que la política se reduce, en todos los dominios, a una vasta operación de policía librada día tras día, era inevitable que la policía se convirtiera en una cuestión política.

Volvamos algunos meses atrás. Después de la declaración del estado de emergencia, el proyecto que apuntaba a la privación de nacionalidad, la ley Inteligencia, la ley Macron, el asesinato de Rémi Fraisse, el CICE y sus millones ofrecidos a los patrones, la ley Trabajo tenía que rematar la última desmoralización de un «pueblo de izquierda» que supuestamente se había dirigido al borde del precipicio. Lo que el poder no podía comprender es que la pérdida de toda esperanza forma también, sin duda, la condición de la pura revuelta — la que no busca ya un apoyo en lo que niega y no se autoriza más que a sí misma. Lo que se cristalizó en el conflicto contra la ley Trabajo, no es el rechazo parcial de una reforma desastrosa, sino el descrédito masivo de los aparatos de gobierno, incluyendo sindicales. No es por nada que hayamos visto resurgir en Washington, en las protestas contra la investidura de Donald Trump, la pancarta de la primavera francesa «Seamos ingobernables», convertida en «Become ungovernable». Mientras que la policía tiene, en el seno del aparato gubernamental, la función de asegurar en última instancia la sumisión individual y producir a la población como población, como masa despolitizada, impotente y por tanto gobernable, era lógico que un conflicto que expresa el rechazo a ser gobernado comience por arremeter contra la policía y adopte como eslogan más popular: «Todo el mundo detesta a la policía». El rebaño, escapando de su pastor, no podía encontrar mejor grito de guerra. Lo que es más inesperado es que este eslogan, que apareció en las manifestaciones que siguieron al asesinato de Rémi Fraisse en Sivens, hiciera finalmente su camino hasta Bobigny después de la violación de Théo, lanzado por «jóvenes» de las periferias cara a los perros con uniforme que los miraban con desprecio desde una pasarela metálica convertida en mirador.

«Todo el mundo detesta la policía» dice más que una simple animadversión contra los policías. Porque, para los primeros pensadores de la soberanía a comienzos del siglo XVII, la policía no es nada más que la constitución del Estado, su forma misma. En la época, no es todavía un instrumento a las manos de este, y no existe aún una lugartenencia en París. Es así que en el curso de los siglos XVII y XVIII, la policía tiene todavía un significado muy amplio: la policía es entonces «todo lo que puede dar ornamento, forma y esplendor a la ciudad» (Turquet de Mayerne), «el conjunto de los medios que sirven al esplendor de la totalidad del Estado y a la felicidad de todos los ciudadanos» (Hohenthal). Su papel, se dice, es «conducir al hombre a la más perfecta felicidad de la que pueda gozar en esta vida» (Delamare). La policía es tanto la propiedad de las calles como el abastecimiento de los mercados, tanto el alumbrado público como el encierro de los vagabundos, tanto el justo precio del grano como la limpia de los canales, tanto la salubridad del hábitat urbano como el arresto del bandido. Fouché y Vidocq aún no le han dado su rostro moderno y popular.

Si se quiere comprender lo que se juega en esta cuestión eminentemente política de la policía, hace falta aprehender el truco de prestidigitación que se opera entre la policía como medio y la policía como fin. Hay por un lado el orden ideal, legal, ficticio del mundo —la policía como fin— y hay su orden, o más bien su desorden, real. La función de la policía como medio es hacer que, exteriormente, el orden querido tenga la apariencia de reinar. Vela por el orden de las cosas mediante las armas del desorden y reina sobre lo visible mediante su actividad inasible. Sus prácticas cotidianas —secuestrar, golpear, espiar, robar, forzar, engañar, mentir, matar, estar armada— cubren el conjunto del registro de la ilegalidad. Tanto es así que su existencia misma no deja nunca de ser, en el fondo, inconfesable. Puesto que es la prueba de que lo legal no es lo real, de que el orden no reina, de que la sociedad no se sostiene porque no se sostiene por sí misma, la policía se encuentra infinitamente expulsada hacia un punto del mundo que está ciego de pensamiento. Ya que es, para el orden reinante, como una marca de nacimiento en medio de la cara. Es la actualidad y la permanencia del estado de excepción — lo que toda soberanía quisiera poder ocultar, pero que es forzada a exhibir regularmente para hacerse temer. Si el estado de excepción es esa suspensión momentánea de la ley que permite restablecer, por medio de las medidas más arbitrarias y más sangrientas, las condiciones del reino de la ley, la policía es lo que queda del estado de excepción cuando esas condiciones han sido restauradas. La policía, en su funcionamiento cotidiano, es lo que persiste del estado de excepción en la situación normal. Es por esto que su funcionamiento soberano está él mismo tan oculto. Es siempre enmascarado, frente al detenido recalcitrante, cuando el policía suelta: «¡La ley son yo!». O cuando el antimotines mete en el coche a un camarada sin razón alguna un día de manifestación e ironiza: «Hago lo que yo quiero. ¿Lo ves? Hoy para mí ¡también es la anarquía!». Tanto para la economía política como para la cibernética, la policía permanece como un resto vergonzoso e impensable, un memento mori que les recuerda que su orden, que se quisiera natural, no lo es todavía y sin duda no lo será jamás. Así, la policía vela por un orden aparente que no es interiormente sino desorden. Es la verdad de un mundo de mentira, y de este modo mentira continuada. Atestigua que el orden reinante es artificial, y será tarde o temprano destruido.

No es nada, pues, vivir una época donde este resorte obsceno, opaco, que es la policía, sale a plena luz. Que policías armados y encapuchados marchen tranquilamente en cortejo salvaje en el Elíseo, como lo hicieron el otoño pasado, al grito de «sindicatos corruptos» y «francmasones a la cárcel», sin que nadie se atreva a hablar de intriga sediciosa. Que un presidente estadounidense electo se encuentre enfrente a una buena parte de la «comunidad de inteligencia» y que esta, tras haber forzado la dimisión del consejero de seguridad nacional, se proponga claramente hacerlo caer. Que la pena de muerte, abolida por la ley, haya sido manifiestamente restablecida por la policía en los casos de intervenciones contra los «terroristas». Que esta haya conseguido arrogarse una impunidad judicial más o menos total para sus extravagancias más indefendibles. Que algunos de sus cuerpos proclamen cada vez más abiertamente su posicionamiento a favor del Frente Nacional. Que del 18 de mayo de 2016 haya quedado el recuerdo no del hecho de que ciertos sindicatos de policía hayan privatizado a su beneficio, durante una fiesta en presencia de Gilbert Collard, Éric Ciotti o Marion Maréchal-Le Pen, la plaza de la República donde se reunía hasta entonces Nuit Debout, sino de un coche serigrafiado en llamas junto al canal Saint-Martin. He aquí lo que traza los contornos de un tambaleo considerable. Esto es lo que pretendía ocultar la exageración mediática del altercado del canal Saint-Martin. Por lo demás, había que evitar que ese desfile de policías, que se terminó con un cartelito colocado a pocos metros del coche en llamas: «puerco asado — precio libre» desencadenara, frente a semejante burla, un ataque de risa que se apoderara de la población completa. Fue preciso, por tanto, que el ministro del Interior se apresurara a anunciar persecuciones por «intentos de homicidio». Apartaba así el afecto popular de comicidad irresistible con los de miedo, gravedad y llamado a la venganza. Las operaciones de policía son también operaciones sobre los afectos. Y es en virtud de esta operación por lo que la justicia se encarniza desde entonces con los sospechosos del ataque del andén de Valmy. Tras la violación de Théo, un policía entregaba a Le Parisien esta tranquila declaración: «Nosotros pertenecemos a una pandilla. Suceda lo que suceda, somos solidarios».

El eslogan «Todo el mundo detesta a la policía» no expresa una constatación, que sería falsa, sino un afecto, que es vital. Contrariamente a aquello por lo que se inquietan cobardemente gobernantes y editores, no hay un «foso que se ahonda año con año entre policía y población», hay un foso que se ahonda entre aquellos, innumerables, que tienen excelentes motivos para detestar a la policía y la masa asustada de quienes abrazan la causa de los policías, cuando no abrazan a un policía. En realidad, a lo que asistimos es a un vuelco mayor en la relación gobierno y policía. Durante mucho tiempo, las fuerzas del orden eran esas marionetas idiotas, despreciadas pero brutales, alzadas contra las poblaciones reacias. Algo a mitad de camino entre el paracaidista, el pararrayo y el punching-ball. A partir de ahora, los gobernantes han alcanzado tales abismos de descrédito que el desprecio que atraen ha superado al de la policía, y esta lo sabe. La corporación de policía ha comprendido, aunque lentamente, que se había convertido en la condición del gobierno, su kit de supervivencia, su respirador ambulante. Tanto es así que su relación se ha invertido. Son los gobernantes quienes son ahora los juguetes en manos de la policía. Ya no les queda otra elección que acudir a la camilla de cualquier policía arañado y ceder a todos los caprichos de la corporación. Después del derecho a matar, el anonimato, la impunidad, el último modelo en armamento, ¿qué más puede conseguir? Por lo demás, no faltan facciones del cuerpo policiaco que sienten que les crecen alas y sueñan con transformarse en una fuerza autónoma que tiene su propia agenda política. En esto, Rusia constituye una figura paradisiaca, donde los servicios secretos, la policía y el ejército han tomado ya el poder y gobiernan el país a su beneficio. Si la policía no es capaz ciertamente de autonomizarse materialmente, esto no impide manifestar con sus sirenas escandalosas la amenaza de su autonomía política.

La policía se encuentra así divida entre dos tendencias contradictorias. Una, conservadora, funcionaria, «republicana», querría sin duda continuar siendo un simple medio al servicio de un orden por cierto cada vez menos respetado. Otra arde en deseos de romper las costuras, «hacer una limpieza de la chusma» y no obedecer ya a nadie — ser para sí misma su propio fin. En el fondo, solo la llegada al poder de un partido decidido a «hacer una limpieza de la chusma» y a apoyar infaliblemente el aparato policiaco podría reconciliar estas dos tendencias. Pero semejante gobierno sería a su vez un gobierno de guerra civil.

Para justificarse no le queda ya al Estado más que la legitimidad plebiscitaria de las grandes elecciones democráticas; ahora bien, esta última fuente de legitimidad actualmente está agotada. Sea cual sea el resultado de una elección presidencial, incluso cuando la opción de un «poder fuerte» es la que predomina, a partir de ahora es un poder débil lo que la elección da a luz. Todo pasa como si la elección no hubiera tenido lugar. La minoría que se ha movilizado para hacer vencer a su favorito lo ha puesto al timón de una nave en perdición. Como se lo ve con Trump en los Estados Unidos, la promesa de rehacer brutalmente la unidad nacional se convierte en su contrario: una vez llegado al poder, el candidato del retorno al orden encuentra frente a él no solamente secciones enteras de la sociedad, sino secciones enteras del aparato de Estado mismo. La promesa de volver a poner el orden no hace más que acrecentar el caos.

En un país como Francia, es decir, en un país que puede sin duda ser un Estado policiaco con la condición de que no lo proclame públicamente, sería insensato buscar una victoria militar sobre la policía. Apuntar a un uniforme con un adoquín no es la misma cosa que entrar en un cuerpo a cuerpo con una fuerza armada. La policía es un blanco y no un objetivo, un obstáculo y no un adversario. Quien toma a los policías por adversarios se prohíbe traspasar el obstáculo que constituyen. Para conseguir apartarlos hace falta apuntar más allá de ellos. Ante la policía no hay otra victoria que la política. Desorganizar sus filas, despojarla de toda legitimidad, reducirla a la impotencia, mantenerla a buena distancia, concederse un margen mayor de maniobra tanto en el momento deseado como en los sitios elegidos: así se destituye a la policía. «En ausencia de partido revolucionario, los verdaderos revolucionarios son aquellos que se baten contra la policía». Hace falta escuchar toda la melancolía que se expresa en esta constatación de Pierre Peuchmaurd en 1968.

Si ante la policía los revolucionarios se presentan por ahora débiles, desarmados, desorganizados, fichados, tienen sobre ella la ventaja estratégica de no ser el medio de nadie, de no tener ninguna orden que cumplir y no ser un cuerpo. Nosotros, revolucionarios, no estamos vinculados por ninguna obediencia, estamos vinculados con todo tipo de camaradas, amigos, fuerzas, medios, cómplices, aliados. Esto nos vuelve capaces de hacer pesar sobre ciertas intervenciones de policía la amenaza de que la operación de mantenimiento del orden desencadene a cambio un desorden ingestionable. Si desde el fracaso de la operación César ningún gobierno se ha aventurado a expulsar a la ZAD, no es por temor a perder militarmente la batalla, sino porque la reacción de decenas de miles de simpatizantes podría resultar ingestionable. Que un «abuso» en las periferias desencadene semanas de motines difusos, equivale a pagar demasiado caro la licencia para humillar concedida a las brigadas de seguridad pública. Cuando una intervención de policía produce más desorden de lo que restablece orden, su razón de ser es lo que incluso se pone en entredicho. Entonces, o bien se obstina y termina por aparecer como un partido con sus intereses propios, o bien regresa al nicho. En ambos casos, deja de ser un medio útil. Es destituida.

Existe una asimetría fundamental entre policía y revolucionarios. Mientras que la policía nos toma por blanco de sus operaciones, a lo que apuntamos nosotros la excede muy lejos — es la policía general de la sociedad, su organización misma, la que tenemos en la línea de mira. La ultranza de las prerrogativas policiacas y la inflación de los medios tecnológicos de control dibujan un nuevo marco táctico. Una existencia puramente pública empuja a los revolucionarios o bien a la impotencia práctica, o bien a una represión inmediata. Una existencia puramente conspirativa deja ciertamente una mayor libertad de acción, pero vuelve muy vulnerable a la represión y políticamente inofensivo. Se trata por tanto de mantener juntos una capacidad de difusión de masas y un necesario escalón conspirativo. Organizarse revolucionariamente implica un juego sutil entre lo visible y lo invisible, lo público y lo clandestino, lo legal y lo ilegal. Nos hace falta aceptar que la lucha, en este mundo, es esencialmente criminal, porque en ella todo se ha vuelto criminalizable. Ni siquiera existen militantes que ayuden a migrantes que, en nuestros días, no utilicen astucias de sioux con el fin de burlar la vigilancia de la que son objeto, y actuar libremente. Una fuerza revolucionaria no puede construirse más que en red, de lo cercano a lo cercano, apoyándose en amistades seguras, tejiendo furtivamente complicidades inesperadas hasta en el corazón del aparato adverso. Es así como se formaron en Siria los «tanzikiyat», ese tejido de pequeños núcleos autónomos de revolucionarios que más adelante fueron la columna vertebral de la autoorganización popular. En su tiempo, las primeras redes de la Resistencia no procedieron de otro modo. Tanto en el caso de Siria como de los viejos maquis, se trata de conseguir arrancar barrios, campos, disponer de zonas un poco seguras que permitan superar el estadio de la actividad discreta, anónima, de grupos pequeños. «La vida está en el uso, no en el tiempo», como decía Manouchian.

Por lo que sigue del mundo

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Aquello que, en nosotros, aspira a forjar las cadenas interiores que nos oprimen,

Aquello que hay en nosotros tan enfermo que se aferra a tan precarias condiciones de existencia,

Aquello que está tan agotado de miseria, necesidades y golpes que el mañana parece cada día más lejano que la luna,

Aquello que encuentra grato el tiempo pasado bebiendo cafés latte con fondo de jungle en los cafés hípster mientras surfea en su MacBook — el domingo de la vida aliado al fin de la historia,

Espera soluciones.

Ciudades en transición, economía social y solidaria, la República, municipalismo alternativo, renta básica universal, la película Mañana, migración hacia el espacio, mil nuevas cárceles, expulsión del planeta de todos los extranjeros, fusión hombre-máquina — ya sean ingenieros, mánagers, militantes, políticos, ecologistas, actores o simples charlatanes, todos aquellos que pretenden ofrecer soluciones al desastre actual no hacen de hecho más que una cosa: imponernos su definición del problema, con la esperanza de hacernos olvidar que ellos mismos forman, con toda evidencia, parte de él. Como decía un amigo: «La solución al problema que ves en la vida es una manera de vivir que hace desaparecer el problema».

Nosotros no tenemos programa, soluciones que vender. Destituir, en latín, es también decepcionar. Todas las esperas están por ser decepcionadas. De nuestra experiencia singular, de nuestros encuentros, de nuestros logros, de nuestros fracasos, extraemos una percepción evidentemente partisana del mundo, que se afina con la conversación entre amigos. Quien experimenta como justa una percepción es lo suficientemente grande como para extraer sus consecuencias, o al menos una forma de método.

Por renegada que sea, la cuestión del comunismo sigue siendo el corazón de la época. Aunque solo sea porque el reino de su contrario —la economía— nunca estuvo tan consumado. Las delegaciones del Estado chino que todos los años van a poner flores a la tumba de Marx en Londres no engañan a nadie. Uno puede, por supuesto, eludir la cuestión comunista. Uno puede acostumbrarse a pasar por encima de los cuerpos de los sintecho o de los migrantes en la calle cada mañana camino a la oficina. Uno puede seguir en tiempo real el derretimiento de los hielos polares, el aumento del nivel de los océanos o las migraciones enloquecidas, en todos los sentidos, de los animales y los hombres. Uno puede continuar preparando su cáncer en cada ocasión en que lleva a la boca una cucharada de puré. Uno puede decirse que la recuperación, un poco de autoridad o el ecofeminismo vendrán a resolver todo esto. Continuar así es al precio de reprimir en nosotros el sentimiento de vivir en una sociedad intrínsecamente criminal, y que no faltan las ocasiones para recordar que formamos parte de su pequeña asociación de malhechores. Cada vez que entramos en contacto con ella —mediante el uso de cualquiera de sus artefactos, el consumo de cualquiera de sus mercancías o el trabajo que realizamos por ella—, nos hacemos sus cómplices, contraemos un poco del vicio que la funda: el de explotar, saquear, socavar las condiciones mismas de toda existencia terrestre. En ninguna parte de este mundo existe ya un lugar para la inocencia. Nos queda únicamente la elección entre dos crímenes: el de participar en él y el de desertarlo a fin de abatirlo. La persecución del criminal, la sed de castigo y de juicio son tan apasionadas, en nuestros días, solo con el objetivo de proporcionar a los espectadores, por un instante, un sucedáneo de inocencia. Pero como el alivio es de corta duración, hace falta incesantemente reanudar las sanciones, los castigos, las acusaciones — para resarcirse. Kafka explicaba de este modo el éxito de la novela policiaca: «En la novela policiaca, se trata siempre de descubrir secretos que están ocultos detrás de los acontecimientos extraordinarios. En la vida, es exactamente lo contrario. El secreto no está escondido en segundo plano. Lo tenemos por el contrario totalmente desnudo frente a nuestras narices. Es aquello que parece darse por sentado. He aquí por qué no lo vemos. La banalidad cotidiana es la mayor historia de bribones que existe. Frecuentamos en cada instante, sin estar atentos, miles de cadáveres y de crímenes. Es la rutina de nuestra existencia. E incluso, a pesar de nuestro acostumbramiento, para el caso en que existiera todavía algo que nos sorprendiera, disponemos de un maravilloso sedante, la novela policiaca, que nos presenta todo secreto de la existencia como un fenómeno excepcional y sancionable de tribunales. La novela policiaca no es entonces una estupidez, sino un sostenimiento de la sociedad, un peto almidonado que disimula bajo su blancura la dura y cobarde inmoralidad que, por encima de todo, se hace pasar por las buenas costumbres». El asunto es el de brincar fuera de la fila de los asesinos.

Pocas cuestiones han sido tan mal planteadas como la del comunismo. La cosa no viene de ayer. Está en toda la antigüedad. Abran el Libro de los Salmos, lo verán bien. La lucha de clases data como mínimo de los profetas de la Antigüedad judía. Lo que hay de utopía en el comunismo, se lo encuentra ya en los apócrifos de la época: «La tierra será común a todos, y no habrá ya ni muros ni fronteras… Todos vivirán en común y la riqueza se volverá inútil… Entonces no habrá ya ni pobres, ni ricos, ni tiranos, ni esclavos, ni grandes, ni pequeños, ni reyes, ni señores, sino que todos serán iguales».

La cuestión comunista ha sido mal planteada, en primer lugar, porque ha sido planteada como cuestión social, es decir, como cuestión estrictamente humana. A pesar de esto, nunca ha dejado de labrar el mundo. Si continúa acechándolo, es porque no procede de una fijación ideológica, sino de una experiencia vivida, fundamental, inmemorial: la de la comunidad — que revoca tanto los axiomas de la economía como las bellas construcciones de la civilización. La comunidad, nunca la hay como entidad, sino como experiencia. Es la experiencia de la continuidad entre seres o con el mundo. En el amor, en la amistad, hacemos la experiencia de esta continuidad. En mi presencia serena, aquí, ahora, en esta ciudad familiar, ante esta vieja sequoia sempervirens cuyas ramas agita el viento, hago la experiencia de esta continuidad. En ese motín donde nos mantenemos juntos en el plan que nos hemos fijado, donde los cánticos de los camaradas nos dan ánimos, donde un street medic saca de apuros a un desconocido herido en la cabeza, hago la experiencia de esta continuidad. En esa imprenta donde se respira una antigua Heidelberg 4 colores que un amigo cuida mientras yo preparo los pliegos, que otro amigo pega y que un último guillotina ese pequeño samizdat que hemos concebido juntos, en ese fervor y ese entusiasmo, hago la experiencia de esta continuidad. No hay yo y el mundo, yo y los otros, hay yo, con los míos, en ese mismo pequeño pedazo de mundo que amo, irreductiblemente. Demasiada belleza se da en el hecho de existir aquí y en ninguna otra parte. No es un mísero signo de los tiempos que un guardabosque alemán, y no un hippie, tenga mucho éxito revelando que los árboles se «hablan», se «quieren», se «cuidan los unos a los otros» y saben «recordar» lo que han atravesado. Llama a esto La vida secreta de los árboles. Por cierto, existe incluso un antropólogo que se pregunta sinceramente Cómo piensan los bosques. Un antropólogo, no un botánico. Al haber tomado al sujeto humano aisladamente de su mundo, al haber desapegado a los mortales de todo aquello que vive en torno suyo, la modernidad únicamente podía concebir un comunismo exterminador, un socialismo. Y este socialismo no podía ver a los campesinos, los nómadas y los «salvajes» de otro modo que como un obstáculo que barrer, como un fastidioso residuo por debajo de la contabilidad nacional. Ni siquiera podía ver de qué comunismo eran portadores. Si el «comunismo» moderno pudo soñarse como fraternidad universal, como igualdad realizada, fue extrapolando con insolencia el hecho vivido de la fraternidad en el combate, de la amistad. Porque ¿qué es la amistad si no es que la igualdad entre los amigos?

Sin la experiencia, incluso puntual, de la comunidad, reventamos, enflaquecemos, nos volvemos cínicos, duros, desérticos. La vida es esa ciudad-fantasma poblada por maniquís sonrientes, y que funciona. Nuestra necesidad de comunidad es tan imperiosa que, después de haber arrasado todos los vínculos existentes, el capitalismo ya no carbura más que con la promesa de «comunidad». ¿Qué son las redes sociales, las aplicaciones de encuentros, si no es que esta promesa perpetuamente decepcionada? ¿Qué son todas las modas, todas las tecnologías de comunicación, todas las love songs, si no es que un modo de mantener el sueño de una continuidad entre los seres en la que, al final, todo contacto queda obstruido? Esta promesa de comunidad frustrada incrementa oportunamente su necesidad. La vuelve incluso histérica, y hace turbinar cada vez más rápido la gran máquina de efectivo de quienes se aprovechan de ella. Mantener la miseria y prometerle un desenlace posible, tal es el gran resorte del capitalismo. En 2015, tan solo la plataforma de videos pornográficos PornHub fue consultada 4 392 486 580 horas, o sea dos veces y media el tiempo pasado por el Homo Sapiens en la Tierra. No hay nada, ni siquiera la obsesión de esta época por la sexualidad y su derroche de pornografía, que no testimonie una necesidad de comunidad, en el extremo mismo de su privación. Cuando Milton Friedman dice que «el mercado es un mecanismo mágico que permite unir diariamente a millones de individuos sin que necesiten amarse ni menos hablarse», describe el resultado ocultando con cuidado el proceso que ha conducido a tanta gente al mercado, aquello por lo cual este último los sujeta, y que no es solo el hambre, la amenaza o el afán de lucro. Se guarda también de confesar las devastaciones de toda naturaleza que permiten establecer algo como «un mercado», y presentarlo como natural. Lo mismo ocurre cuando un marxista pontifica: «La enfermedad, la muerte, el desconsuelo por amor y los imbéciles perdurarán todavía después del capitalismo, pero ya no habrá pobreza masiva paradójica, acarreada por una producción abstracta de riquezas, ya no se verá un sistema fetichista autónomo ni una forma social dogmática» (Robert Kurz). La cuestión del comunismo se plantea de igual manera, en cada una de nuestras existencias ínfimas y únicas, a partir de lo que nos enferma. A partir de lo que nos hace morir a fuego lento. A partir de nuestros fracasos amorosos. A partir de lo que nos hace hasta este punto extranjeros los unos a los otros que, como explicación a todas las desgracias del mundo, nos satisfacemos con la idea débil de que «la gente es imbécil». Rehusarse a ver esto equivale a vestir la insensibilidad propia como un estuche. Sin duda esto le viene bien al tipo de virilidad macilenta y miope requerida para volverse economista.

A esto los marxistas, o al menos muchos de ellos, agregan una cierta cobardía ante los menores problemas de la vida, lo cual era ya la marca del Barbudo. Hasta los hay para organizar coloquios en torno a la «idea del comunismo» que parecen hechos intencionadamente para que el comunismo siga siendo una idea, y no se implique demasiado entrando en la vida. Por no mencionar los conventículos donde se pretende decretar quién es y quién no es «comunista».

Con la caída de la socialdemocracia europea frente a la Primera Guerra Mundial, Lenin decide remodelar la fachada del viejo socialismo que se venía abajo pintándole la bella palabra de «comunismo». La toma en ese momento, de forma cómica, de los anarquistas que entre tanto la habían hecho su estandarte. Esta confusión oportuna entre socialismo y comunismo ha contribuido mucho en el último siglo para que esta palabra se vuelva sinónimo de catástrofe, masacre, dictadura y genocidio. Desde entonces, anarquistas y marxistas juegan al ping-pong en torno a la pareja individuo-sociedad, sin inquietarse de que esta falsa antinomia haya sido modelada por el pensamiento económico. Rebelarse en contra de la sociedad en nombre del individuo o en contra del individualismo en nombre del socialismo es impactarse con un callejón sin salida. La sociedad es siempre la sociedad de los individuos. Si individuo y sociedad no han dejado, desde hace ya tres siglos, de afirmarse cada uno a expensas del otro, es porque este dispositivo afinado y oscilante hace girar, año con año, la encantadora bobina llamada «economía». Ahora bien, contrario a lo que quiere hacernos ver la economía, lo que hay en la vida no son individuos dotados de todo tipo de propiedades de las que podrían hacer uso o separarse. Lo que hay en la vida son apegos, agenciamientos, seres situados que se mueven en todo conjunto de vínculos. Haciendo suya la ficción liberal del individuo, el «comunismo» moderno solo podía confundir propiedad y apego, y llevar la devastación justo al lugar en que creía luchar en contra de la propiedad privada y construir el socialismo. Para esto se ha respaldado completamente en una gramática en la que propiedad y apego no se dejan distinguir. ¿Qué diferencia gramatical existe cuando hablo de «mi hermano» o de «mi barrio», y cuando Warren Buffet dice «mi holding» o «mis acciones»? Ninguna. Y sin embargo, se habla en un caso de apego y en el otro de propiedad legal, de algo que me constituye por un lado y por el otro de un título que poseo. Es solamente sobre la base de tal confusión como se ha podido imaginar que un sujeto tal como la «Humanidad» podría existir, la Humanidad, es decir, todos los hombres semejantemente arrancados de lo que teje su existencia determinada, y fantasmáticamente reunidos en un gran trasto imposible de encontrar. Al masacrar todos los apegos que conforman la textura propia de los mundos bajo pretexto de abolir la propiedad privada de los medios de producción, el «comunismo» moderno ha hecho efectivamente tabla rasa — de todo. He aquí lo que les ocurre a quienes practican la economía, incluso criticándola. «A la economía no había que criticarla, había que salir de ella», hubiera dicho Lyotard. El comunismo no es una «organización económica superior de la sociedad», sino la destitución de la economía.

La economía descansa, por tanto, sobre dos ficciones cómplices, la de la «sociedad» y la del «individuo». Destituirla implica situar esta falsa antinomia y poner bajo la luz lo que intenta recubrir. Lo que tienen en común estas ficciones es hacernos ver entidades, unidades cerradas, cuando lo que hay son vínculos. La sociedad se presenta como la entidad superior que agrega todas las entidades individuales. Es, desde Hobbes y el frontispicio del Leviatán, siempre la misma imagen: el gran cuerpo del soberano compuesto por todos los pequeños cuerpos minúsculos, homogeneizados, serializados, de sus súbditos. La operación de la que vive la ficción social es la de pisotear todo lo que conforma la existencia situada de cada humano singular, de borrar los vínculos que nos constituyen, de denegar los agenciamientos en los que entramos, para después retomar los átomos medianamente lisiados que han sido así obtenidos en un vínculo completamente ficticio — el famoso y espectral «vínculo social». Tanto es así que considerarse como ser social es siempre aprehenderse desde el exterior, relacionarse consigo mismo haciendo abstracción de sí mismo. Constituye la marca propia de la aprehensión económica del mundo el no asir nada más que exteriormente. Ese canalla jansenista de Pierre Nicole, que tanto influenció a los fundadores de la economía política, entregaba ya la receta en 1671: «Por muy corrompida que cualquier sociedad esté por dentro y a los ojos de Dios, no habría por fuera nada mejor regulado, más civil, más justo, más pacífico, más honesto, más generoso; y lo que sería más admirable es que, sin ser animada y movida más que por el amor-propio, el amor-propio no aparecería en ella, y que, estando enteramente vacía de caridad, en todas partes solo se vería la forma y las características de la caridad». Ninguna cuestión sensata puede ser planteada sobre esta base, menos aún resuelta. Una cuestión aquí solo puede serlo de gestión. No por nada «sociedad» es sinónimo de empresa. Era ya el caso, por lo demás, en la Roma antigua. Cuando se montaba un negocio, bajo Tiberio, se montaba una societas. Una societas, una sociedad, es siempre una alianza, una asociación voluntaria a la cual uno se adhiere o de la cual uno se retira en función de sus intereses. Es por tanto, en definitiva, una relación, un «vínculo» en exterioridad, un «vínculo» que no toca nada en nosotros y del que uno se despide indemne, un «vínculo» sin contacto — y por tanto de ninguna manera un vínculo.

La textura propia de toda sociedad se corresponde al hecho de que los humanos resultan en ella reunidos por eso mismo que los separa — el interés. En la medida en que estos se encuentran en ella en cuanto individuos, en cuanto entidades cerradas, y por tanto de manera siempre revocable, están reunidos en ella en cuanto separados. Schopenhauer ha dado una imagen sobrecogedora de la consistencia propia de las relaciones sociales, de sus inigualables delicias y de «la insociable sociabilidad humana»: «En un frío día de invierno, una manada de puercoespines se agrupaba estrechamente para preservarse naturalmente contra la temperatura helada por medio de su propio calor. Pero de pronto resintieron los pinchazos de sus púas, lo que les empujó a alejarse unos a otros. Cuando la necesidad de calentarse les aproximó de nuevo, volvió a surgir el mismo inconveniente, de modo que oscilaban de aquí para allá entre ambos sufrimientos, hasta que en un momento dado terminaron por encontrar una distancia media que les llevó a una situación soportable. Así, la necesidad de sociedad, nacida del vacío y de la monotonía de su propio interior, empuja a los hombres los unos hacia los otros; pero sus numerosas cualidades repulsivas y sus insoportables defectos los dispersan de nuevo. La distancia media que acaban encontrando y en la cual la vida en común resulta posible, es la cortesía y los buenos modales».

El genio de la operación económica está en recubrir el plano en que comete sus fechorías, aquel en que libra su verdadera guerra: el plano de los vínculos. Derrota así a sus adversarios potenciales, y puede presentarse como completamente positiva mientras que está con toda evidencia animada por un feroz apetito de destrucción. Hace falta decir que los vínculos se prestan bien a esto. ¿Qué más inmaterial, sutil, impalpable que un vínculo? ¿Qué menos visible, menos oponible pero más sensible que un vínculo destruido? La anestesia contemporánea de las sensibilidades, su despedazamiento sistemático no es solamente el resultado de la supervivencia en el seno del capitalismo; es su condición. No sufrimos en cuanto individuos, sufrimos intentado serlo. Como la entidad individual existe solo ficticiamente desde el exterior, «ser un individuo» exige mantenerse fuera de sí, extranjeros a nosotros mismos — renunciar en el fondo a todo contacto tanto consigo mismo como con el mundo y los otros. Evidentemente, es lícito a cada uno tomarlo todo desde el exterior. Basta con prohibirse sentir, por tanto, con estar ahí, por tanto, con vivir. Nosotros preferimos tomar el partido contrario — el del gesto comunista. El gesto comunista consiste en tomar las cosas y los seres desde el interior, tomarlos desde en medio. ¿Qué arroja esto de tomar al «individuo» desde en medio o desde el interior? En nuestros días, arroja un caos. Un caos inorganizado de fuerzas, de pedazos de experiencia, de trozos de infancia, de fragmentos de sentido, de propensiones contradictorias y, con mayor frecuencia, sin comunicación entre ellas. Es poco decir que esta época ha dado a luz un material humano en pésimo estado. Necesita enormemente ser reparado. Todos lo sentimos. La fragmentación del mundo encuentra un fiel reflejo en el espejo hecho pedazos de las subjetividades.

Que lo que aparece exteriormente como una persona no sea en verdad más que un complejo de fuerzas heterogéneas no es una idea nueva. Los indígenas tzeltales de Chiapas disponen de una teoría de la persona en la que sentimientos, emociones, sueños, salud y temperamento de cada uno están regidos por las aventuras y las desventuras de todo un cúmulo de espíritus que habitan al mismo tiempo en nuestro corazón y en el interior de las montañas, y que se pasean. No somos bellas completitudes egóticas, Yos bien unificados, estamos compuestos de fragmentos. Estamos repletos de vidas menores. La palabra «vida» en hebreo es un plural del mismo modo en que la palabra «rostro». Porque en una vida hay muchas vidas y porque, en un rostro, hay muchos rostros. Los vínculos entre los seres no se establecen de entidad a entidad. Todo vínculo va de fragmento de ser a fragmento de ser, de fragmento de ser a fragmento de mundo, de fragmento de mundo a fragmento de mundo. Se establece más acá o más allá de la escala individual. Agencia de modo inmediato entre ellas porciones de seres que de un golpe se descubren a la misma altura, se experimentan como continuos. Esta continuidad entre fragmentos es lo que se resiente como «comunidad». Un agenciamiento se produce. Es aquello de lo que hacemos la experiencia en todo encuentro verdadero. Todo encuentro recorta en nosotros un dominio propio en el que se mezclan indistintamente elementos del mundo, del otro y de uno mismo. El amor no pone en relación a unos individuos, opera más bien un corte en cada uno de ellos, como si de pronto estuvieran atravesados por un plano especial donde se encuentran caminando juntos directamente en un cierto hojaldrado del mundo. Amar nunca es estar juntos sino devenir juntos. Si amar no deshiciera la unidad ficticia del ser, el «otro» sería incapaz de hacernos sufrir hasta este punto. Si en el amor una parte del otro no se encontrara formando parte de nosotros, no tendríamos que entrar en duelo cuando llega la hora de la separación. Si no hubiera más que relaciones entre los seres, nadie se comprendería. Todo giraría sobre el malentendido. Por eso, no hay ni sujeto ni objeto del amor, hay una experiencia del amor.

Los fragmentos que nos constituyen, las fuerzas que nos habitan, los agenciamientos en los que entramos no tienen ninguna razón de componer un todo armonioso, un conjunto fluido, una articulación móvil. La experiencia banal de la vida, en nuestros días es más bien la de una sucesión de encuentros que poco a poco nos deshacen, nos desagregan, nos arrebatan progresivamente todo punto de apoyo cierto. Si el comunismo tiene que ver con el hecho de organizarse colectivamente, materialmente, políticamente, es en la medida exacta en que esto significa también organizarse singularmente, existencialmente, sensiblemente. O bien hace falta consentir a recaer en la política o en la economía. Si el comunismo tiene un objetivo, es la gran salud de las formas de vida. La gran salud se obtiene, al contacto de la vida, por medio de la articulación paciente de los miembros separados de nuestro ser. Se puede vivir una vida entera sin hacer experiencia de nada, cuidándose siempre de sentir y de pensar. La existencia se reduce entonces a un lento movimiento de degradación. Desgasta y abisma, en lugar de dar forma. Las relaciones, cuando se desvanece el milagro del encuentro, solo pueden ir de herida en herida hacia su consunción. Por el contrario, a quien rechaza vivir al lado de sí mismo, a quien acepta hacer experiencia, la vida le da progresivamente forma. Deviene en pleno sentido del término forma de vida.

En las antípodas de esto, existen los métodos militantes de construcción heredados, tan sobradamente defectuosos, tan agotadores, tan destructivos, cuando lo que quisieran es construir tanto. El comunismo no se juega en la renuncia con respecto a sí mismo, sino en la atención al menor gesto. Es una cuestión de plano de percepción, y por tanto de modo de hacer. Una cuestión práctica. Aquello a lo que la percepción de las entidades —individuales o colectivas— bloquea el acceso, es el plano donde las cosas realmente pasan, el plano donde las potencias colectivas se hacen y se deshacen, se refuerzan o se desvanecen. Es en este plano y aquí solamente donde lo real, incluyendo lo real político, deviene legible y cobra sentido. Vivir el comunismo no es trabajar para hacer existir la entidad a la cual uno se adhiere, sino desplegar y profundizar un conjunto de vínculos, es decir, en ocasiones cortar algunos. Lo esencial pasa a nivel de lo ínfimo. Para el comunista, el mundo de los hechos importantes se extiende más allá del horizonte. Toda la alternativa entre individual y colectivo es lo que la percepción en términos de vínculos viene a revocar positivamente. Un «yo» que, en situación, suena justo puede ser un «nosotros» de una rara potencia. Por eso mismo, la felicidad propia de toda Comuna remite a la plenitud de las singularidades, a una cierta cualidad de vínculos, al resplandor en su seno de cada fragmento de mundo — fin de las entidades, de su sobrevuelo, fin de los enclaustramientos individuales y colectivos, fin del reino del narcisismo. «El solo y único progreso —escribía el poeta Franco Fortini— consiste y consistirá en esperar un lugar más alto, visible, vidente, donde será posible promover las potencias y las cualidades de cada existencia singular». Lo que hay que desertar no es «la sociedad» ni «la vida individual», sino la pareja que conforman juntos. Nos hace falta aprender a movernos sobre otro plano.

Hay desagregación flagrante de la «sociedad», pero también hay, por su parte, maniobra de recomposición. Como en muchas ocasiones, es hacia el otro lado del Canal de la Mancha a donde hay que dirigir nuestra mirada para ver qué nos espera. Lo que nos espera es lo que ponen ya en obra los gobiernos conservadores en Gran Bretaña desde 2010: la «Big Society». Como su nombre no lo indica, el proyecto de «Gran Sociedad» del que aquí se trata consiste en un desmantelamiento terminal de las últimas instituciones que vagamente recuerdan al «Estado Social». Lo que resulta curioso es que esta pura reforma neoliberal enuncia así sus prioridades: «dotar de más poderes a las “comunidades” (localismo y descentralización), alentar a las personas a comprometerse activamente en su “comunidad” (voluntariado), transferir competencias del gobierno central hacia las autoridades locales, apoyar las cooperativas, las mutualidades, las asociaciones caritativas y las “empresas sociales”, publicar los datos públicos (open government)». La maniobra de la sociedad liberal, en el momento en que ya no pude ocultar su implosión, consiste en tratar de salvar la naturaleza particular, y particularmente poco apetitosa, de las relaciones que la constituyen multiplicándose al infinito en una pululación de mil pequeñas sociedades: los colectivos. Los colectivos en todos los géneros —de ciudadanos, de residentes, de trabajo, de barrio, de activistas, de asociaciones, de artistas— son el porvenir de lo social. También a ellos se adhiere uno como individuo, sobre una base igualitaria, en torno a un interés, y es libre de dejarlos cuando quiera. Tanto es así que comparten con lo social su textura aguada y ectoplásmica. Tienen la apariencia de ser simplemente una realidad borrosa, pero este carácter borroso es su marca distintiva. La compañía de teatro, el seminario, el grupo de rock, el equipo de rugby, son formas colectivas. Son agenciamiento de una multiplicidad de heterogéneos. Contienen a humanos distribuidos con diferentes posiciones, con diferentes tareas, que diseñan una configuración particular, con instancias, espaciamientos, un ritmo. Y contienen también todo tipo de no-humanos — lugares, instrumentos, materiales, rituales, gritos, cantos, estribillos. Esto es lo que hace de ellos formas, formas determinadas. Pero lo que caracteriza al «colectivo» en cuanto tal es justamente que es informe. Y esto hasta en su formalismo. El formalismo, que se propone ser un remedio a su ausencia de forma, es solo una máscara o una astucia, y generalmente temporal. Basta con hacer acto de pertenencia al colectivo y con ser aceptado para formar parte de él al mismo título que todos los demás. La igualdad y la horizontalidad postuladas aquí transforman en el fondo toda singularidad afirmada en escandalosa o insignificante, y hacen de una envidia difusa su tonalidad afectiva fundamental. Son por tanto, como consecuencia, únicamente ambiciones inconfesadas, agitaciones entre bastidores, chismes ridículos. Los mediocres encuentran aquí un opio gracias al cual olvidar su sentimiento de insuficiencia. La tiranía propia de los colectivos es la de la ausencia de estructura. Es por esto que tienen tendencia a expandirse por todas partes. Cuando se es verdaderamente cool, en nuestros días, no se hace únicamente un grupo de música, se hace un «colectivo de músicos». Ídem para los artistas contemporáneos y sus «colectivos artísticos». Y puesto que la esfera del arte anticipa tan a menudo lo que va a generalizarse como la condición económica de todos, no nos sorprenderá escuchar a un investigador en management y «especialista en actividad colectiva» describir esta evolución: «Antes, se consideraba al equipo como una entidad estática donde cada uno tenía su papel y su objetivo. Se hablaba entonces de equipo de producción, de intervención, de decisión. Ahora, el equipo es una entidad en movimiento porque los individuos que lo componen cambian de papeles para adaptarse a su entorno, que a su vez es cambiante. El equipo es considerado hoy como un proceso dinámico». ¿Qué asalariado de las «profesiones innovadoras» ignora todavía lo que significa la tiranía de la ausencia de estructura? Así se realiza la perfecta fusión entre explotación y autoexplotación. Si todas las empresas no son todavía colectivos, los colectivos son desde ya empresas — empresas que no producen mayoritariamente nada, nada más que a sí mismas. Del mismo modo en que una constelación de colectivos podría sin duda tomar el relevo de la vieja sociedad, es de temer que el socialismo se sobreviva como socialismo de los colectivos, de los grupitos de gente que se obliga a «vivir junta», es decir: a hacer sociedad. En ninguna parte se habla tanto de «vivir-juntos» como en donde todo el mundo, en el fondo, se inter-detesta y en donde nadie sabe vivir. «Contra la uberización de la vida, los colectivos», titulaba recientemente un periodista. Los autoempresarios también necesitan un oasis contra el desierto neoliberal. Pero los oasis, a su vez, son aniquilados: quienes buscan en ellos refugio llevan consigo la arena del desierto.

Cuanto más se siga desagregando la «sociedad», más crecerá la atracción por los colectivos. Figurarán una falsa salida de ella. Este atrapa-tontos funciona tanto mejor cuando el individuo atomizado experimenta duraderamente la aberración y la miseria de su existencia. Los colectivos tienen vocación de reagregar a aquellos que este mundo rechaza, o que lo rechazan. Pueden incluso prometer una parodia de «comunismo», que inevitablemente termina por decepcionar y engrosar la masa de los asqueados de todo. La falsa antinomia que forman juntos individuo y colectivo no es, sin embargo, difícil de desenmascarar: todas las taras que el colectivo acostumbra achacar tan generosamente al individuo —el egoísmo, el narcisismo, la mitomanía, el orgullo, la envidia, la posesividad, el cálculo, la fantasía de omnipotencia, el interés, la mentira— se las encuentra peor, de forma más caricaturesca e inatacable en los colectivos. Nunca un individuo conseguirá ser tan posesivo, narcisista, egoísta, celoso, de mala fe y creer en sus propias tonterías de lo que puede un colectivo. Los que dicen «Francia», «el proletariado», «la sociedad» o «el colectivo» parpadeando los ojos, cualquiera que tenga el oído fino no puede más que escuchar que no dejan de decir «¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!». Para construir algo colectivamente potente hace falta comenzar por renunciar a los colectivos y a todo lo que acarrean de desastrosa exterioridad con respecto a sí, al mundo y a los otros. Heiner Müller iba más lejos: «Lo que ofrece el capitalismo apunta a conjuntos colectivos, pero está formulado de tal manera que los hace estallar. Lo que ofrece en cambio el comunismo es la soledad absoluta. El capitalismo nunca ofrece la soledad, sino siempre solamente la puesta en común. McDonald’s es la oferta absoluta de la colectividad. Uno se sienta por todas partes en el mundo en el mismo local; se come la misma mierda y todos están contentos. Porque en McDonald’s son un colectivo. Incluso los rostros en los restaurantes McDonald’s se vuelven cada vez más similares. […] Existe el cliché del comunismo como colectivización. En absoluto; el capitalismo es la colectivización […]. El comunismo es el abandono del hombre a su soledad. Ante tu espejo el comunismo no te dice nada. Esa es su superioridad. El individuo es reducido a su existencia propia. El capitalismo puede siempre darte algo, en la medida en que aleja a la gente de sí misma» (Errores de impresión).

Sentir, escuchar, ver no son facultades políticamente indiferentes ni equitativamente repartidas entre los contemporáneos. Y el espectro de lo que unos y otros perciben es variable. Por lo demás, es de rigor, en las relaciones sociales actuales, permanecer en la superficie, temer que un invitado no sea presa de vértigo abismando su mirada en sí mismo. Si todo el circo social sigue durando es porque cada uno se mata manteniendo la cabeza fuera del agua cuando habría más bien que aceptar dejarse caer hasta tocar algo sólido. El nacimiento de lo que se volvió, en el curso del conflicto contra la ley Trabajo, el «cortejo de cabeza» es el efecto de una visión. Algunos cientos de «jóvenes» vieron, desde las primeras manifestaciones, que los cuerpos sindicales desfilaban como zombis, que no creían una palabra de los eslóganes que vociferaban, que sus servicios de orden molían a golpes a los estudiantes de Liceo, que no había forma de seguir a aquel gran cadáver, que hacía falta por tanto a toda costa tomar la cabeza de la manifestación. Lo cual fue hecho. Y vuelto a hacer. Y vuelto a hacer. Hasta encontrar el límite en que el «cortejo de cabeza» se repetía y no era ya un gesto en una situación, sino un sujeto contemplándose en el reflejo de los medios de comunicación, principalmente los alternativos. Era entonces el momento de desertar esta deserción que se estaba fijando, parodiándose. Y continuar moviéndose. Dicho esto, todo el tiempo en que se mantuvo vivo, este cortejo de cabeza fue el lugar desde el cual las cosas se volvían claras, el lugar de una contaminación de la facultad de ver lo que pasaba. Por el simple hecho de que había lucha, de que determinaciones se enfrentaban, de que fuerzas se agregaban, se aliaban o se separaban, de que estrategias eran puestas en marcha, y de que todo esto se traducía en la calle, y no solamente en la tele, había situación. Lo real estaba de vuelta, pasaba algo. Uno podía estar en desacuerdo con aquello que pasaba, uno podía leerlo de modo contradictorio: al menos había legibilidad del presente. En cuanto a saber qué lecturas eran justas y cuáles falsas, el curso de los acontecimientos tenía tarde o temprano que decidirlo; y no era ya, entonces, un problema de interpretación. Si nuestras percepciones no estaban ajustadas, se lo pagaba con macanazos. Nuestros errores no eran ya una cuestión de «punto de vista», se medían con puntos de sutura y con carnes con hematomas.

Deleuze decía de 1968 que se trató de un «fenómeno de videncia: una sociedad veía de un solo golpe lo que contenía de intolerable y veía también la posibilidad de otra cosa». A lo cual Benjamin añadía: «La videncia es la visión de lo que está tomando forma: […] percibir exactamente lo que sucede en el segundo mismo es más decisivo que saber por adelantado el futuro lejano». En las circunstancias ordinarias, la mayoría de la gente siempre acaba viendo, pero cuando es demasiado, demasiado tarde — cuando se ha vuelto imposible no ver y que ya no sirve de nada. La aptitud para la videncia no le debe nada a un vasto saber, que sirve bastante a menudo para ignorar lo esencial. Por el contrario, la ignorancia puede coronar la terquedad más banal con la ceguera. Digamos que la vida social exige de cada uno que no vea nada, o al menos que haga como si no viera nada.

No hay ningún sentido en compartir cosas si no se comienza por comunizar la aptitud de ver. Sin esto, vivir el comunismo se asemeja a un baile enfurecido en la oscuridad absoluta: nos golpeamos, nos herimos, nos producimos moretones en el alma y el cuerpo, sin siquiera quererlo y sin siquiera saber a quién, de manera justa, reprochárselo. Sumarse la capacidad de ver a unos y otros en cualquier dominio, componer nuevas percepciones y pulirlas al infinito, este es el objeto central de toda elaboración comunista, el incremento de potencia inmediato que ella determina. Los que no quieren ver nada no pueden producir más que desastres colectivos. Hay que hacerse vidente, por uno mismo tanto como por los demás.

Ver es conseguir sentir las formas. Contrariamente a lo que una mala herencia filosófica nos ha inculcado, la forma no atañe a la apariencia visible, sino al principio dinámico. La verdadera individuación no es la de los cuerpos, sino la de las formas. Basta con examinar el proceso de ideación para convencerse de ello: nada ilustra mejor la ilusión del Yo individual y estable que la creencia de que yo tendría ideas, cuando lo que es cierto es que las ideas me vienen, sin que siquiera sepa yo de dónde, de procesos neuronales, musculares, simbólicos tan enterrados que afluyen naturalmente al caminar, o cuando me quedo dormido y ceden las fronteras del Yo. Una idea que surge es un buen ejemplo de forma: en su enunciación entran en constelación sobre el plano del lenguaje algo infra-individual —una intuición, un destello de experiencia, un trozo de afecto— y algo supra-individual. Una forma es una configuración móvil que mantiene reunidos en sí, en una unidad tensa, dinámica, elementos heterogéneos del Yo y del mundo. «La esencia de la forma —decía el joven Lukács en su jerga idealista— siempre ha residido en el proceso por medio del cual dos principios que se excluyen absolutamente devienen forma sin abolirse recíprocamente; la forma es la paradoja que ha tomado cuerpo, la realidad de la experiencia vivida, la vida verdadera de lo imposible. Porque la forma no es la reconciliación sino la guerra, traslada a la eternidad, de principios en lucha». La forma nace del encuentro entre una situación y una necesidad. Una vez nacida, afecta bastante más allá de sí misma. Se habrá visto, en el conflicto de la primavera de 2016, el nacimiento de una forma desde un punto perfectamente singular, perfectamente localizable. En el puente de Austerlitz, el 31 de marzo de 2016, un corajudo pequeño grupo avanzó hacia los antimotines y los hizo retroceder: había una primera línea de personas encapuchadas y con máscaras de gas con una pancarta reforzada, otras personas encapuchadas que las sujetan en caso de intento de arresto y que forman un bloque detrás de la primera línea, y detrás todavía y a los lados, otros encapuchados armados con palos que golpeaban a los policías. Tras aparecer esta pequeña forma, el video de su hazaña giró por las redes sociales. No dejó, en las semanas que siguieron, de hacer crías, hasta el acmé del 14 de junio de 2016 en que ya no fue posible contar a su progenitura. Puesto que en cada forma va algo de la vida propia, la verdadera pregunta comunista no es «¿cómo producir?», sino «¿cómo vivir?». El comunismo es la centralidad de la vieja pregunta ética, aquella misma que el socialismo histórico siempre tuvo por «metafísica», «prematura» o «pequeñoburguesa», y no la del trabajo. Es la destotalización general, y no la socialización de todo.

Para nosotros, el comunismo no es una finalidad. No hay «transición» hacia él. Es completamente transición: está en camino. Los diferentes modos de habitar el mundo nunca dejarán de cruzarse, de toparse y, por momentos, de combatirse. Todo estará siempre por ser reemprendido. No faltarán usuales leninistas para oponer a tal concepción, inmanente, del comunismo, la necesidad de una articulación vertical, estratégica, de la lucha. Y un instante después resonarán sin duda las grandes pezuñas de la «cuestión de la organización». La «cuestión de la organización» es ahora y siempre el Leviatán. En el momento en que la aparente unidad del Yo no consigue ya ocultar el caos de fuerzas, de vínculos y de participaciones que nosotros somos, ¿cómo seguir creyendo en la fábula de la unidad orgánica? El mito de la «organización» le debe todo a las representaciones de la jerarquía de las facultades naturales tal y como nos las han legado la psicología antigua y la teología cristiana. Nosotros ya no somos lo suficientemente nihilistas como para creer que habría en nosotros algo como un órgano psíquico estable —digamos: la voluntad— que comandaría a nuestras otras facultades. Este bello invento de teólogo, mucho más político de lo que parece, perseguiría un doble objetivo: por un lado, hacer del hombre, fríamente provisto de su «voluntad libre», un sujeto moral y entregarlo así tanto al Juicio Final como a los castigos del siglo; por otro lado, a partir de la idea teológica de un Dios que ha creado «libremente» el mundo y que por tanto se distingue esencialmente de su acción, instituir una separación formal entre el ser y el actuar. Esta separación, que iba a marcar duraderamente las concepciones políticas occidentales, ha vuelto ilegible por siglos a las realidades éticas — el plano de las formas de vida siendo precisamente aquel de la indistinción entre lo que se es y lo que se hace. Por esto mismo «la cuestión de la organización» existe desde esos bolcheviques de la Antigüedad tardía que fueron los Padres de la Iglesia. Fue el instrumento de la legitimación de la Iglesia, del mismo modo en que lo será más tarde el de la legitimación del Partido. Contra esta cuestión oportunista, contra la existencia postulada de la «voluntad», hay que afirmar que lo que «quiere» en nosotros, lo que inclina no es nunca la misma cosa. Que es una simple resultante, en ciertos instantes cruciales, del combate que se libra en nosotros y fuera de nosotros una red enmarañada de fuerzas, de afectos, de inclinaciones, de un agenciamiento temporal en el que tal fuerza se ha sujetado temporalmente tanto más a otras fuerzas. Es un hecho que la secuencia de estos agenciamientos produce una suerte de coherencia que puede alcanzar una forma. Pero llamar en cada ocasión con el mismo nombre lo que se encuentra de modo contingente en posición de dominar o de dar el impulso decisivo, persuadirse de que se trata siempre de la misma instancia, persuadirse finalmente de que cualquier forma y cualquier decisión son tributarias de un órgano de decisión, esto es un truco de magia que ya ha durado demasiado. Haber creído por tanto tiempo en semejante órgano, y haber estimulado tanto este músculo imaginario, habrá conducido a la abulia fatal de la que parecen afectados en nuestros días los retoños tardíos del Imperio cristiano que somos nosotros. A esto, nosotros oponemos una atención fina a las fuerzas que habitan y atraviesan tanto a los seres como a las situaciones, y un arte de los agenciamientos decisivos.

Frente a la organización capitalista, una potencia destituyente no puede ciertamente recluirse a su propia inmanencia, el conjunto de lo que, a falta de luz solar, crece bajo el hielo, a todas las tentativas de construcción locales, a una serie de ataques puntuales, incluso si todo este pequeño mundo tuviera que encontrarse regularmente en grandes manifestaciones tumultuosas. Y la insurrección no esperará que todo el mundo se vuelva insurreccionalista, sin duda alguna. Pero el error por fortuna doloroso de los leninistas, trotskistas, negristas y demás subpolíticos está en creer que un período que ve todas las hegemonías rotas por los suelos podría todavía admitir una hegemonía política, incluso partidaria, como sueñan Pablo Iglesias o Chantal Mouffe. Lo que no ven es que, en una época de horizontalidad declarada, es la horizontalidad misma la que es la verticalidad. Nadie organizará ya la autonomía de los demás. La única verticalidad todavía posible es la de la situación, que se impone a cada uno de sus componentes porque los excede, porque el conjunto de las fuerzas en presencia es más que cada una de ellas. La única cosa que es capaz de unir transversalmente el conjunto de lo que deserta esta sociedad en un partido histórico, es la inteligencia de la situación, es todo aquello que la vuelve legible paso a paso, todo aquello que señala los movimientos del adversario, todo aquello que identifica los caminos practicables y los obstáculos — el carácter sistemático de los obstáculos. A partir de tal inteligencia, lo que es necesario de destacamento vertical para hacer inclinar ciertas situaciones en el sentido deseado puede sin duda improvisarse en la ocasión.

Semejante verticalidad estratégica no puede nacer más que de un debate constante, generoso y de buena fe. Los medios de comunicación son, en esta época, las formas de organización. Esta es nuestra debilidad, porque no están en nuestras manos, y quienes los controlan no son nuestros amigos. No queda por tanto otra elección que la de desplegar un arte de la conversación entre los mundos, una conversación que hace falta cruelmente, y de la cual solo puede emanar, al contacto de una situación, la decisión justa. Tal estado del debate solo puede ganar el centro desde la periferia donde por el momento se mantiene a través de una ofensiva del lado de la sensibilidad, sobre el plano de las percepciones, y no del discurso. Nosotros hablamos de dirigirse a los cuerpos, y no solo a la cabeza.

«El comunismo es el proceso que apunta a volver sensible e inteligible la materialidad de las cosas llamadas espirituales. Hasta poder leer en el libro de nuestro propio cuerpo todo aquello que los hombres hicieron y fueron bajo la soberanía del tiempo; y hasta descifrar las huellas del paso de la especie humana en una tierra que no conservará ninguna huella» (Franco Fortini).


Recuperado el 13 de diciembre de 2018 desde https://tiqqunim.blogspot.com