Daniel Guérin

Anarquismo

De la Teoría a la Práctica

      Prefacio

    Las Ideas-Fuerza del Anarquismo

      Cuestión de Vocablos

      Una Rebeldía Visceral

        La Aversión por el Estado

        Contra la Democracia Burguesa

        Crítica del Socialismo «Autoritario»

        Las fuentes de Energía: El Individuo

        Las Fuentes de Energía: Las Masas

      En Busca de la Sociedad Futura

        El Anarquismo no es Utópico

        Necesidad de la Organización

        La Autogestión

        Las Bases del Intercambio

        La Competencia

        Unidad y Planificación

        Sindicalismo Obrero

        Las Comunas

        Un Término Litigioso: «Estado»

        El Problema de la Administración de los Servicios Públicos

        Federalismo

        Internacionalismo

        Descolonización

    El Anarquismo en la Práctica Revolucionaria

      De 1880 a 1914

        El Anarquismo se Aísla del Movimiento Obrero

        Los Socialdemócratas Vituperan a los Anarquistas

        Los Anarquistas en los Sindicatos

      El Anarquismo en la Revolución Rusa

        Una Revolución Libertaria

        Una Revolución «Autoritaria»

        El Papel de los Anarquistas

        La Majnovchina

        Kronstadt

        El Anarquismo Muerto y Revivido

      El Anarquismo en los Consejos de Fábrica Italianos

      El Anarquismo en la Revolución Española: El Espejismo Soviético

        La Tradición Anarquista en España

        Bagaje doctrinario

        Una Revolución «Apolítica»

        Los Anarquistas en el Gobierno

        Los Triunfos de la Autogestión

        La Autogestión Socavada

      A Manera de Conclusión

        Bibliografía sumaria

Prefacio

El anarquismo ha sido, en los últimos tiempos, objeto de renovado interés. Se le han consagrado obras, monografías y antologías. Pero es dudoso que este esfuerzo sea siempre verdaderamente útil. Resulta difícil trazar los rasgos del anarquismo. Los maestros de dicha corriente muy rara vez condensaron sus ideas en tratados sistemáticos. Y cuando intentaron hacerlo, se limitaron a escribir pequeños folletos de propaganda y divulgación que sólo dan una muy incompleta noción del tema. Además, existen varias clases de anarquismo y grandes variaciones en el pensamiento de cada uno de los libertarios más ilustres.

El libertario rechaza todo lo que sea autoridad, da absoluta prioridad al juicio individual; por eso «hace profesión de antidogmatismo». «No nos transformemos en jefes de una nueva religión» — escribió Proudhon a Marx — «aunque esta religión sea la de la lógica y la razón». Los puntos de vista de los libertarios son más diversos, más fluidos, más difíciles de aprehender que los de los socialistas «autoritarios», cuyas iglesias rivales tratan, al menos, de imponer cánones a sus celosos partidarios. Poco antes de caer bajo la guillotina, el terrorista Émile Henry le explicaba, en una carta, al director de la cárcel: «No crea usted que la Anarquía es un dogma, una doctrina invulnerable, indiscutible, venerada por sus adeptos como el Corán por los musulmanes. No, la libertad absoluta que reivindicamos hace evolucionar continuamente nuestras ideas, las eleva hacia nuevos horizontes (de acuerdo con la capacidad de los distintos individuos) y las saca de los estrechos límites de toda reglamentación, de toda codificación. No somos ‘creyentes’». Y el condenado a muerte rechaza la «ciega fe» de los marxistas franceses de su tiempo, «que creen en una cosa sólo porque Guesde dijo que había que creer en ella, y tienen un catecismo cuyas palabras aceptan sin discusión, porque, de lo contrario, cometerían sacrilegio».

En realidad, pese a la variedad y a la riqueza del pensamiento anarquista, pese a sus contradicciones, pese a sus disputas doctrinarias que, por otra parte, giran demasiado a menudo en torno de problemas que no son tales, nos encontramos ante un conjunto de conceptos asaz homogéneo. Sin duda existen, por lo menos a primera vista, importantes divergencias entre el individualismo anarquista de Stirner (1806-1856) y el anarquismo societario. Mas, si vamos al fondo de las cosas, comprobaremos que los partidarios de la libertad total y los de la organización social no se hallan tan distanciados entre sí como ellos mismos se imaginan y como puede creerse de primera intención. El anarquista societario es también individualista. Y el anarquista individualista podría muy bien ser un societario que no se atreve a reconocerse como tal.

La relativa unidad del anarquismo societario se debe a que fue elaborado, aproximadamente en la misma época, por dos maestros, uno de ellos discípulo y continuador del otro: nos referimos al francés Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865) y al exiliado ruso Mijaíl Bakunin (1814-1876). El último definió al anarquismo de esta suerte: «El proudhonismo ampliamente desarrollado y llevado a sus consecuencias extremas». Este anarquismo se declara colectivista.

Pero sus epígonos rechazan el epíteto y se proclaman comunistas («comunistas libertarios», se entiende). Uno de ellos, Piotr Kropotkin (1842-1921), otro exiliado ruso, deriva la doctrina hacia un utopismo y un optimismo cuyo carácter «científico» no alcanza a disimular sus endebles. En cuanto al italiano Errico Malatesta (1853-1932), la orienta hacia un activismo temerario, a veces pueril, aunque la enriquece con polémicas plenas de intransigencia y, a menudo, de lucidez. Más tarde, la experiencia de la Revolución Rusa inspiró a Volin (1882-1945) una de las obras más notables del anarquismo.

Nimbado de sangre, rico en aspectos dramáticos y anecdóticos, el anarquismo finisecular satisface los gustos del gran público. Pero, aunque ese terrorismo fue, en su momento, una escuela de energía individual y de valor, digna — por ello — de respeto, y aunque tuvo el mérito de dirigir la atención de la opinión pública hacia la injusticia social, hoy en día se nos aparece como una desviación episódica e infecunda del anarquismo. Afortunadamente, es ya cosa de museo. Dejar la mirada fija en la bomba de Ravachol, como sugiere la portada de una publicación reciente, llevaría a ignorar o a subestimar los rasgos fundamentales de un modo de concebir la reorganización social que, lejos de ser destructivo, según pretenden sus adversarios, es sumamente constructivo, tal como lo revela su examen. Éste es el anarquismo sobre el cual nos tomamos la libertad de dirigir la atención del lector. ¿Con qué derecho y en nombre de qué criterio lo hacemos? Simplemente porque consideramos que sus elementos no están petrificados, sino que se mantienen vivos. Porque los problemas que plantea son más actuales que nunca. Las cargas de explosivos y el desafío vocinglero lanzado a la cara de la sociedad pertenecen a una época antediluviana y ya no hacen temblar a nadie; sólo restan las avanzadas ideas libertarias, que llaman a la reflexión. Es evidente que ellas responden, en buena medida, a las necesidades de nuestro tiempo y pueden contribuir a la construcción del futuro.

A diferencia de obras precedentes, este breve libro no quiere ser una historia ni una bibliografía del anarquismo. Los eruditos que han consagrado sus afanes al tema se preocuparon sobre todo de no omitir ningún nombre en sus ficheros. Engañados por semejanzas superficiales, creyeron descubrir gran número de precursores del pensamiento anarquista. Y así pusieron a segundones casi en un mismo plano con los genios. Más que a profundizar en las ideas, se dedicaron a relatar biografías con una abundancia de detalles a veces superflua. De esta manera, sus sabias compilaciones producen en el lector una impresión de indefinición, de relativa incoherencia, y lo dejan tan confundido que sigue preguntándose en qué consiste realmente el anarquismo.

Hemos tratado de adoptar un método distinto. Partimos del supuesto de que el lector conoce la vida de los maestros del pensamiento libertario. Por lo demás, opinamos que, a veces, los relatos biográficos aclaran nuestra materia mucho menos de lo que creen ciertos narradores. En efecto, dichos maestros no fueron uniformemente anarquistas en el transcurso de su vida, y sus obras completas contienen bastantes páginas que casi no guardan relación con el anarquismo.

Así, por ejemplo, en la segunda parte de su carrera, Proudhon dio a su pensamiento un giro más conservador. Su prolija y monumental Justice dans la Revolution et dans l’Eglise (1858) está dedicada principalmente al problema religioso, y las conclusiones a que llega son muy poco libertarias, pues, a despecho de su furioso anticlericalismo, Proudhon acepta finalmente (a condición de interpretarlas), todas las categorías del catolicismo, proclama que el conservar la simbología cristiana sería una medida ventajosa para la educación y la moralización del pueblo y, en el momento de dejar la pluma, se muestra dispuesto a orar. Por respeto a su memoria, no nos detendremos en su «saludo a la guerra», sus diatribas contra la mujer o sus accesos de racismo.

Bakunin siguió un proceso inverso. La primera parte de su agitada carrera de conspirador revolucionario poco tuvo que ver con el anarquismo. Abrazó las ideas libertarias sólo después de 1864, tras el fracaso de la insurrección polaca, en la cual participó. Sus escritos anteriores a dicho año no podrían incluirse en una antología del anarquismo.

En cuanto a Kropotkin, la parte puramente científica de su obra — que le ha valido ser hoy celebrado en la URSS como brillante portaestandarte de la geografía nacional — es ajena al anarquismo, como lo es — ya en otro campo — la posición belicista que adoptó durante la primera guerra mundial.

En lugar de hacer una relación histórica y cronológica, hemos preferido emplear aquí un método desusado. No presentamos, una tras otra, a las grandes personalidades del anarquismo, sino los principales temas constructivos de éste. Sólo hemos descartado adrede los aspectos que no son específicamente libertarios, tales como la crítica del capitalismo, el ateísmo, el antimilitarismo, el amor libre, etc. En vez de redactar un resumen de segunda mano, insípido por ende y sin pruebas en su apoyo, hemos dejado, siempre que ello ha sido posible, que los autores hablaran a través de citas. De esta manera damos al lector la oportunidad de conocer los temas plenos del calor y la inspiración con que los expusieron los maestros.

Luego reconsideramos la doctrina desde otro ángulo: la mostramos en los grandes momentos de la historia en los que se vio puesta a prueba en la práctica: la Revolución Rusa de 1917, la situación italiana posterior a 1918 y la Revolución Española de 1936. En el último capítulo tratamos de la autogestión obrera — sin duda, la creación más original del anarquismo — confrontándola con la realidad contemporánea: en Yugoslavia, en Argelia... quizá, mañana, en la URSS.[1]

A través de esta obra veremos enfrentarse constantemente y, a veces, asociarse dos concepciones del socialismo: una autoritaria y la otra libertaria. ¿A cuál de las dos pertenece el futuro? Invitamos al lector a reflexionar y a sacar sus propias conclusiones al respecto.

Las Ideas-Fuerza del Anarquismo

Cuestión de Vocablos

La palabra anarquía es vieja como el mundo. Deriva de dos voces del griego antiguo: an (an) y arch (arjé), y significa, aproximadamente ausencia de autoridad o de gobierno. Pero, por haber reinado durante miles de años el prejuicio de que los hombres son incapaces de vivir sin la una o el otro, la palabra anarquía pasó a ser, en un sentido peyorativo, sinónimo de desorden, de caos, de desorganización.

Gran creador de definiciones ingeniosas (tales como la propiedad es un robo), Pierre-Joseph Proudhon se anexó el vocablo anarquía. Como si quisiera chocar al máximo, hacia 1840 entabló con los filisteos este provocativo diálogo:

– Usted es republicano.
– Republicano, sí; pero esta palabra no define nada. República, significa cosa pública... También los reyes son republicanos.
– Entonces, ¿es usted demócrata?
– No.
– ¡Vaya! ¿No será usted monárquico?
– No.
– ¿Constitucionalista?
– ¡Dios me libre!
– ¿Aristócrata, acaso?
– De ningún modo.
– ¿Desea un gobierno mixto?
– Menos todavía.
– ¿Qué es, pues, usted?
– Soy anarquista.

Para Proudhon, más constructivo que destructivo, pese a las apariencias, la palabra anarquía — que, en ocasiones, se allanaba a escribir an-arquía para ponerse un poco a resguardo de los ataques de la jauría de adversarios — significaba todo lo contrario de desorden, según veremos luego. A su entender, es el gobierno el verdadero autor de desorden. Únicamente una sociedad sin gobierno podría restablecer el orden natural y restaurar la armonía social. Arguyendo que la lengua no poseía ningún vocablo adecuado, optó por devolver al antiguo término anarquía su estricto sentido etimológico para designar esta panacea. Pero, paradójicamente, durante sus acaloradas polémicas se obstinaba en usar la voz anarquía también en el sentido peyorativo de desorden, obcecación que heredaría su discípulo Mijaíl Bakunin, y que sólo contribuyó a aumentar el caos.

Para colmo, Proudhon y Bakunin se complacían malignamente en jugar con la confusión creada por las dos acepciones antinómicas del vocablo; para ellos, la anarquía era, simultáneamente, el más colosal desorden, la absoluta desorganización de la sociedad y, más allá de esta gigantesca mutación revolucionaria, la construcción de un nuevo orden estable y racional, fundado sobre la libertad y la solidaridad.

No obstante, los discípulos inmediatos de ambos padres del anarquismo vacilaron en emplear esta denominación lamentablemente elástica que, para el no iniciado, sólo expresaba una idea negativa y que, en el mejor de los casos, se prestaba a equívocos enojosos. Al final de su carrera, ya enmendado, el propio Proudhon no tenía reparos en autotitularse federalista. Su posteridad pequeño-burguesa preferiría, en lugar de la palabra anarquismo, el vocablo mutualismo, y su progenie socialista elegiría el término colectivismo, pronto reemplazado por el de comunismo.

Más tarde, a fines del siglo XIX, en Francia, Sébastien Faure tomó una palabra creada hacia 1858 por un tal Joseph Déjacque y bautizó con ella a un periódico: Le Libertaire, [El Libertario]. Actualmente, anarquista y libertario pueden usarse indistintamente.

Pero la mayor parte de estos términos presentan un serio inconveniente: no expresan el aspecto fundamental de las doctrinas que pretenden calificar. En efecto, anarquía es, ante todo, sinónimo de socialismo. El anarquista es, primordialmente, un socialista que busca abolir la explotación del hombre por el hombre, y el anarquismo, una de las ramas del pensamiento socialista. Rama en la que predominan las ansias de libertad, el apremio por abolir el Estado. En concepto de Adolph Fischer, uno de los mártires de Chicago, «todo anarquista es socialista, pero todo socialista no es necesariamente anarquista».

Ciertos anarquistas estiman que ellos son los socialistas más auténticos y consecuentes. Pero el rótulo que se han puesto, o se han dejado endilgar, y que, por añadidura, comparten con los terroristas, sólo les ha servido para que se los mire casi siempre, erróneamente, como una suerte de «cuerpo extraño» dentro de la familia socialista. Tanta indefinición dio origen a una larga serie de equívocos y discusiones filológicas, las más de las veces sin sentido. Algunos anarquistas contemporáneos han contribuido a aclarar el panorama al adoptar una terminología más explícita: se declaran socialistas o comunistas libertarios.

Una Rebeldía Visceral

El anarquismo constituye, fundamentalmente, lo que podríamos llamar una rebeldía visceral. Tras realizar, a fines del siglo pasado, un estudio de opinión en medios libertarios, Agustín Hamon llegó a la conclusión de que el anarquista es, en primer lugar, un individuo que se ha rebelado. Rechaza en bloque a la sociedad y sus cómitres. Es un hombre que se ha emancipado de todo cuanto se considera sagrado, proclama Max Stirner. Ha logrado derribar todos los ídolos. Estos «vagabundos de la inteligencia», estos «perdidos», «en lugar de aceptar como verdades intangibles aquello que da consuelo y sosiego a millares de seres humanos, saltan por encima de las barreras del tradicionalismo y se entregan sin freno a las fantasías de su crítica impudente».

Proudhon repudia en su conjunto al «mundo oficial» — los filósofos, los sacerdotes, los magistrados, los académicos, los periodistas, los parlamentarios, etc. — para quienes «el pueblo es siempre el monstruo al que se combate, se amordaza o se encadena; al que se maneja por medio de la astucia, como al rinoceronte o al elefante; al que se doma por hambre; al que se desangra por la colonización y la guerra». Elisée Reclus explica por qué estos aprovechados consideran conveniente la sociedad: «Puesto que hay ricos y pobres, poderosos y sometidos, amos y servidores, césares que mandan combatir y gladiadores que van a la muerte, las personas listas no tienen más que ponerse del lado de los ricos y de los amos, convertirse en cortesanos de los césares».

Su permanente estado de insurrección impulsa al anarquista a sentir simpatía por los que viven fuera de las normas, fuera de la ley, y lo lleva a abrazar la causa del galeote y de todos los réprobos. En opinión de Bakunin, Marx y Engels son muy injustos cuando se refieren con profunda desprecio al Lumpenproletariat, el «proletariado en harapos», «pues en él, únicamente en él, y no en la capa aburguesada de la masa obrera, reside el espíritu y la fuerza de la futura revolución social».

En boca de su Vautrin, poderosa encarnación de la protesta social, personaje entre rebelde y criminal, Balzac pone explosivos conceptos que un anarquista no desaprobaría.

La Aversión por el Estado

Para el anarquista, de todos los prejuicios que ciegan al hombre desde el origen de los tiempos, el del Estado es el más funesto. Stirner despotrica contra los que «están poseídos por el Estado» «por toda la eternidad». Tampoco Proudhon deja de vituperar a esa «fantasmagoría de nuestro espíritu que toda razón libre tiene como primer deber relegar a museos y bibliotecas». Así diseca el fenómeno: «Lo que ha conservado esta predisposición mental y ha mantenido intacto el hechizo durante tanto tiempo, es el haber presentado siempre al gobierno como órgano natural de justicia, como protector de los débiles». Tras mofarse de los «autoritarios» inveterados, que «se inclinan ante el poder como los beatos frente al Santísimo», tras zamarrear a «todos los partidos sin excepción», que vuelven «incesantemente sus ojos hacia la autoridad como su único norte», hace votos porque llegue el día en que «el renunciamiento a la autoridad reemplace en el catecismo político a la fe en la autoridad».

Kropotkin se ríe de los burgueses, que «consideran al pueblo como una horda de salvajes que se desbocarían en cuanto el gobierno dejara de funcionar». Adelantándose al psicoanálisis, Malatesta pone al descubierto el miedo a la libertad que se esconde en el subconsciente de los «autoritarios».

¿Cuáles son, a los ojos de los anarquistas, los delitos del Estado?

Escuchemos a Stirner: «El Estado y yo somos enemigos». «Todo Estado es una tiranía, la ejerza uno solo o varios». El Estado, cualquiera que sea su forma, es forzosamente totalitario, como se dice hoy en día: «El Estado persigue siempre un sólo objetivo: limitar, atar, subordinar al individuo, someterlo a la cosa general [...]. Con su censura, su vigilancia y su policía, el Estado trata de entorpecer cualquier actividad libre y considera que es su obligación ejercer tal represión porque ella le es impuesta [...] por su instinto de conservación personal». «El Estado no me permite desarrollar al máximo mis pensamientos y comunicárselos a los hombres [...] salvo si son los suyos propios [...]. De lo contrario, me cierra la boca».

Proudhon se hace eco de las palabras de Stirner: «El gobierno del hombre por el hombre es la esclavitud». «Quien me ponga la mano encima para gobernarme es un usurpador y un tirano. Lo declaro mi enemigo». Y luego pronuncia una tirada digna de Molière o de Beaumarchais: «Ser gobernado significa ser vigilado, inspeccionado, espiado, dirigido, legislado, reglamentado, encasillado, adoctrinado, sermoneado, fiscalizado, estimado, apreciado, censurado, mandado, por seres que carecen de títulos, ciencia y virtud para ello [...]. Ser gobernado significa ser anotado, registrado, empadronado, arancelado, sellado, medido, cotizado, patentado, licenciado, autorizado, apostillado, amonestado, contenido, reformado, enmendado, corregido, al realizar cualquier operación, cualquier transacción, cualquier movimiento. Significa, so pretexto de utilidad pública y en nombre del interés general, verse obligado a pagar contribuciones, ser inspeccionado, saqueado, explotado, monopolizado, depredado, presionado, embaucado, robado; luego, a la menor resistencia, a la primera palabra de queja, reprimido, multado, vilipendiado, vejado, acosado, maltratado, aporreado, desarmado, agarrotado, encarcelado, fusilado, ametrallado, juzgado, condenado, deportado, sacrificado, vendido, traicionado y, para colmo, burlado, ridiculizado, ultrajado, deshonrado. ¡Eso es el gobierno, ésa es su justicia, ésa es su moral! [...] ¡Oh personalidad humana! ¿Cómo es posible que durante sesenta siglos hayas permanecido hundida en semejante abyección?».

Para Bakunin, el Estado es una «abstracción que devora a la vida popular», un «inmenso cementerio donde, bajo la sombra y el pretexto de esa abstracción, se dejan inmolar y sepultar generosa, mansamente, todas las aspiraciones verdaderas, todas las fuerzas vivas de un país».

Al decir de Malatesta, «el gobierno, con sus métodos de acción, lejos de crear energía, dilapida, paraliza y destruye enormes fuerzas».

A medida que se amplían las atribuciones del Estado y de su burocracia, el peligro se agrava. Con visión profética, Proudhon anuncia el peor flagelo del siglo XX: «El funcionarismo [...] conduce al comunismo estatal, a la absorción de toda la vida local e individual dentro de la maquinaria administrativa, a la destrucción de todo pensamiento libre. Todos desean abrigarse bajo el ala del poder, vivir por encima del común de las gentes». Es hora de acabar con esto: «Como la centralización se hace cada vez más fuerte [...], las cosas han llegado [...] a un punto en el que la sociedad y el gobierno ya no pueden vivir juntos». «Desde la jerarquía más alta hasta la más baja, en el Estado no hay nada, absolutamente nada, que no sea un abuso que debe reformarse, un parasitismo que debe suprimirse, un instrumento de la tiranía que debe destruirse. ¡Y habláis de conservar el Estado, de aumentar las atribuciones del Estado, de fortalecer cada vez más el poder del Estado! ¡Vamos, no sois revolucionarios!».

Bakunin no se muestra menos lúcido cuando vislumbra, angustiado, que el Estado irá acentuando su carácter totalitario. A su ver, las fuerzas de la contrarrevolución mundial, «apoyadas por enormes presupuestos, por ejércitos permanentes, por una formidable burocracia», dotadas «de todos los terribles medios que les proporciona la centralización moderna» son «un hecho monumental, amenazador, aplastante».

Contra la Democracia Burguesa

El anarquista denuncia más vigorosamente que el socialista «autoritario» el engaño de la democracia burguesa.

El Estado burgués democrático, bautizado «nación», es para Stirner tan temible como el antiguo Estado absolutista: «El rey [...] era muy poca cosa si lo comparamos con el monarca que reina ahora, la ‘nación soberana’. El liberalismo sólo es continuación del viejo desprecio por el Yo». «Es cierto que, con el tiempo, han ido extirpándose muchos privilegios, pero ello exclusivamente en provecho del Estado [...] y de ningún modo para fortificar mi Yo».

En opinión de Proudhon, «la democracia no es sino una arbitrariedad constitucional». El proclamar soberano al pueblo fue una «artimaña» de nuestros padres. En realidad, el pueblo es un rey sin dominios, el mono que remeda a los monarcas y que de la majestad y la munificencia reales sólo conserva el título. Reina sin gobernar. Al delegar su soberanía por el ejercicio periódico del sufragio universal, cada tres o cinco años renueva su abdicación. El príncipe fue expulsado del trono, pero se ha mantenido la realeza, perfectamente organizada. En las manos del pueblo, cuya educación se descuida adrede, la papeleta del voto es una hábil superchería que sirve únicamente a los intereses de la coalición de barones de la propiedad, el comercio y la industria.

Pero la teoría de la soberanía del pueblo lleva en sí su propia negación. Si el pueblo entero fuese verdaderamente soberano, no habría más gobierno ni gobernados. El soberano quedaría reducido a cero. El Estado no tendría ya ninguna razón de ser, se identificaría con la sociedad y desaparecería dentro de la organización industrial.

Para Bakunin, «en lugar de ser garantía para el pueblo, el sistema representativo crea y garantiza la existencia permanente de una aristocracia gubernamental opuesta al pueblo». El sufragio universal es una trampa, un señuelo, una válvula de seguridad, una máscara tras la cual «se esconde el poder realmente despótico del Estado, cimentado en la banca, la policía y el ejército», «un medio excelente para oprimir y arruinar a un pueblo en nombre y so pretexto de una supuesta voluntad popular».

El anarquista no tiene mucha fe en la emancipación por gracia del voto. Proudhon es abstencionista, al menos en teoría. Estima que «la revolución social corre serio riesgo si se produce a través de la revolución política». Votar sería un contrasentido, un acto de cobardía, una complicidad con la corrupción del régimen: «Si queremos hacer la guerra a todos los viejos partidos juntos, es fuera del parlamento y no dentro de él donde debemos buscar lícitamente nuestro campo de batalla». «El sufragio universal es la contrarrevolución». Para constituirse en clase, el proletariado debe primero «escindirse» de la democracia burguesa.

Pero el Proudhon militante no siempre se ciñe a los principios por él enunciados.

En junio de 1848 se deja elegir diputado y atrapar, por un momento, en el fango parlamentario. Dos veces consecutivas, en las elecciones parciales de septiembre de 1848 y en los comicios presidenciales del 10 de diciembre del mismo año, apoya la candidatura de Raspail, uno de los voceros de la extrema izquierda, entonces en prisión. Hasta llega a dejarse deslumbrar por la táctica del «mal menor», y prefiere por ello al general Cavaignac, verdugo del proletariado parisiense, en lugar del aprendiz de dictador Luis Napoleón. Mucho más tarde, en las elecciones de 1863 y 1864, preconiza, sí, el voto en blanco, pero a modo de protesta contra la dictadura imperial y no por oposición al sufragio universal, que ahora califica de «principio democrático por excelencia».

Bakunin y sus partidarios dentro de la Primera Internacional protestan por el epíteto de «abstencionistas» que les endilgan maliciosamente los marxistas. Para ellos, el no concurrir a las urnas no es artículo de fe, sino simple cuestión de táctica. Si bien sostienen que la lucha de clases debe librarse ante todo en el plano económico, rechazan la acusación de que hacen abstracción de la «política». No reprueban la «política» en general sino, solamente, la política burguesa. Sólo encontrarían condenable la revolución política si ella precediera a la revolución social. Se mantienen apartados únicamente de los movimientos políticos cuyo fin inmediato y directo no es la emancipación de los trabajadores. Lo que temen y condenan son las equívocas alianzas electorales con los partidos del radicalismo burgués, del tipo «1848» o «frente popular», como se diría en la actualidad. También se percatan de que, cuando son elegidos diputados y trasladados a las condiciones de vida burguesas, cuando dejan de ser trabajadores para convertirse en gobernantes, los obreros se tornan burgueses, quizá más que los propios burgueses.

Con todo, la actitud de los anarquistas respecto del sufragio universal no es, ni con mucho, coherente y consecuente. Unos consideran el voto como recurso que ha de aceptarse a falta de algo mejor. Otros adoptan una posición inconmovible: aseveran que el uso del voto es condenable, en cualesquiera circunstancias, y hacen de la abstención una cuestión de pureza doctrinaria. Así, en ocasión de las elecciones francesas de mayo de 1924, en las cuales participa la coalición de partidos de izquierda, Malatesta se niega rotundamente a hacer concesiones. Admite que, según la situación, el resultado de las elecciones podría tener consecuencias «buenas» o «malas» y depender, a veces, del voto de las anarquistas, sobre todo cuando las fuerzas de las organizaciones políticas opuestas fueran casi iguales. «¡Pero qué importa! Aun cuando se obtuvieran pequeños progresos como consecuencia directa de una victoria electoral, los anarquistas no deberían concurrir a las urnas». En conclusión: «Los anarquistas se han mantenido siempre puros y siguen siendo el partido revolucionario por excelencia, el partido del porvenir, porque han sido capaces de resistirse al canto de la sirena electoral».

España, en especial, proporciona ejemplos ilustrativos de la incoherencia de la doctrina anarquista en este terreno. En 1930, los anarquistas harán frente común con los partidos de la democracia burguesa a fin de derrocar al dictador Primo de Rivera. Al año siguiente, pese a ser oficialmente abstencionistas, muchos libertarios concurrirán a las urnas con motivo de las elecciones municipales que precipitarán el derrumbe de la monarquía. En las elecciones generales del 19 de noviembre de 1933, sostendrán enérgicamente la abstención electoral, lo cual llevará al poder durante más de dos años a una derecha violentamente antiobrera. Tendrán la precaución de anunciar de antemano que, si su consigna abstencionista trajera como consecuencia la victoria de la reacción, ellos responderían desencadenando la revolución social. Poco después lo intentarán, aunque en vano y a costa de innumerables pérdidas (muertos, heridos, prisioneros). Cuando, a principios de 1936, los partidos izquierdistas se asocien en el Frente Popular, la central anarcosindicalista se verá en figurillas para decidir cuál actitud tomar. Finalmente se pronunciará por la abstención, pero sólo de labios afuera; su campaña será lo suficientemente tibia como para no llegar a las masas, cuya participación en el escrutinio está, de todos modos, ya asegurada. Al acudir a las urnas, el cuerpo electoral logrará el triunfo del Frente Popular (263 diputados izquierdistas contra 181).

Cabe observar que, a despecho de sus furiosos ataques contra la democracia burguesa, los anarquistas reconocen el carácter relativamente progresista de ésta. Hasta Stirner, él más intransigente de todos, deja escapar de tanto en tanto la palabra «progreso». «Sin duda», concede Proudhon, «cuando un pueblo pasa del Estado monárquico al democrático, ello significa un progreso»; y Bakunin afirma: «No se crea que deseamos [...] criticar al gobierno democrático en beneficio de la monarquía [...]. La república más imperfecta es mil veces mejor que la monarquía más esclarecida [...]. Poco a poco, el régimen democrático eleva a las masas a la vida pública». De tal modo, se desmiente la opinión de Lenin, según la cual «ciertos anarquistas» creen «que al proletariado le es indiferente la forma de opresión». Simultáneamente, se disipa el temor de que el antidemocratismo anarquista pueda confundirse con el antidemocratismo contrarrevolucionario, sospecha expresada por Henri Arvon en su obrita sobre el anarquismo.

Crítica del Socialismo «Autoritario»

No hay anarquista que no critique con severidad al socialismo «autoritario». En la época en que los libertarios lanzaron su furibunda requisitoria no tenían toda la razón, pues aquellos a quienes censuraban eran comunistas primitivos o «groseros», todavía no fecundados por el humanismo marxista, o bien, como en el caso de Marx y Engels, no eran hombres tan unilateralmente prendados de la «autoridad» y del estatismo como afirmaban los anarquistas. Pero en nuestros días han proliferado las tendencias «autoritarias» que, en el siglo XIX, sólo se manifestaban en el pensamiento socialista de modo embrionario. Frente a estas excrecencias, las críticas anarquistas nos parecen hoy menos tendenciosas, menos injustas; en muchos casos revisten carácter profético.

Stirner acepta varias premisas del comunismo, pero con siguiente corolario: aunque para los vencidos de la sociedad actual su profesión de fe comunista es el primer paso adelante en el camino conducente a su total emancipación, no podrán llegar a la «desalienación» completa ni a la cabal valoración de su individualidad a menos que vayan más allá del comunismo.

En efecto, a los ojos de Stirner, en un régimen comunista el trabajador queda sometido a la supremacía de una sociedad de trabajadores. El trabajo que esta sociedad le impone es un castigo para el obrero. ¿No escribió el comunista Weitling que «las facultades personales sólo pueden desarrollarse mientras no perturben la armonía de la sociedad»? A lo cual responde Stirner: «Que yo sea leal bajo un tirano o en la ‘sociedad’ de Weitling significa, en un caso como en el otro, la misma falta de derechos».

Según Stirner, para el comunista sólo existe el trabajador como tal; es incapaz de ver más allá, de pensar en el hombre, en el ocio del hombre. Descuida lo esencial: permitirle gozar de sí mismo como individuo después de cumplida su tarea como productor. Stirner entrevé, sobre todo, el peligro que implica una sociedad comunista, en la que la apropiación colectiva de los medios de producción conferiría al Estado poderes mucho más exorbitantes que los que posee en la sociedad actual: «Al abolir toda propiedad individual, el comunismo acrecienta aún más mi dependencia respecto al prójimo, a la generalidad o a la totalidad, y aunque ataque violentamente al Estado, su intención es establecer el suyo propio, [...] un orden de cosas que paralice mi actividad libre, una autoridad soberana que impere sobre mí. El comunismo se subleva con razón contra la opresión que ejercen sobre mí los propietarios individuales, pero el poder que pone en manos de la totalidad es todavía más terrible».

También Proudhon ataca con violencia el «sistema comunista, gubernamental, dictatorial, autoritario, doctrinario» que «parte del principio de que el individuo está esencialmente subordinado a la colectividad». Los comunistas tienen del poder del Estado exactamente el mismo concepto que sustentaban sus antiguos amos. Hasta podría decirse que es mucho menos liberal. «Cual ejército que ha tomado los cañones al enemigo, el comunismo no ha hecho más que volver contra el ejército de los propietarios la artillería de éstos. El esclavo siempre ha remedado al amo». Proudhon describe en estos términos el sistema político que atribuye a los comunistas:

«Una democracia compacta, aparentemente fundada sobre la dictadura de las masas, que sólo deja a éstas el poder necesario para asegurar la servidumbre universal de acuerdo con las siguientes fórmulas tomadas del absolutismo tradicional:

Los socialistas «autoritarios» piden la «Revolución desde arriba». «Sostienen que, después de la Revolución, es preciso conservar el Estado. Mantienen, fortaleciéndolos aún más, el Estado, el poder, la autoridad, el gobierno. Lo único que hacen es adoptar otras denominaciones [...]. ¡Como si bastara con cambiar las palabras para transformar las cosas!». Proudhon agrega irónicamente: «El gobierno es contrarrevolucionario por naturaleza [...]. Poned a un San Vicente de Paúl en el poder, y se convertirá en un Guizot y un Talleyrand».

Bakunin critica al comunismo «autoritario» de esta suerte: «Detesto el comunismo porque es la negación de la libertad y me es imposible concebir lo humano sin libertad. No soy comunista porque el comunismo concentra y absorbe en el Estado toda la potencia de la sociedad, porque desemboca necesariamente en la centralización de la propiedad, poniéndola por entero en manos del Estado, en tanto que yo deseo la abolición de esta institución, la extirpación radical de este principio de autoridad y de la tutela del Estado, que, so pretexto de moralizar y civilizar a los hombres, hasta hoy sólo los ha sojuzgado, oprimido, explotado y depravado. Deseo la organización de la sociedad y de la propiedad colectiva o social desde abajo hacia arriba, por vía de la libre asociación, y no desde arriba hacia abajo, por medio de alguna forma de autoridad, cualquiera que ella sea [...]. He aquí en qué sentido soy colectivista y rechazo terminantemente el comunismo».

Poco después de este discurso (1868), Bakunin adhiere a la Primera Internacional, en la cual choca, al igual que sus partidarios, no sólo con Marx y Engels, sino también con otros que merecen sus diatribas mucho más que los dos fundadores del socialismo científico. Son los social-demócratas alemanes, que se aferran al fetichismo del Estado y se proponen instaurar un equívoco «Estado popular» (Volkstaat) mediante el voto y las alianzas electorales, y los blanquistas, que propician una dictadura revolucionaria minoritaria de carácter transitorio. Bakunin combate a sangre y fuego estas dos concepciones divergentes, aunque igualmente «autoritarias», entre las cuales oscilan Marx y Engels por razones tácticas hasta que, hostigados por las críticas anarquistas, se decidirán a desaprobarlas relativamente.

El violento enfrentamiento de Bakunin y Marx se debe principalmente a la modalidad sectaria y personal con que Marx pretende regentar la Internacional, sobre todo después de 1870. En esta querella, donde se juega el dominio de la organización — vale decir, del movimiento obrero internacional — ninguno de los dos protagonistas está libre de culpa. La actuación de Bakunin es censurable, y los cargos que formula contra Marx carecen frecuentemente de equidad y hasta de buena fe. No obstante, y esto es lo que debe contar sobre todo para el lector moderno, tiene el mérito de haber dado, ya en 1870, la voz de alarma contra ciertos conceptos sobre la organización del movimiento obrero y del poder «proletario» que, mucho más tarde, desnaturalizarían la Revolución Rusa. A veces injustamente, a veces con razón, cree ver en el marxismo el embrión de lo que será el leninismo y luego su cáncer, el stalinismo.

Malignamente, Bakunin atribuye a Marx y Engels intenciones que ellos jamás expresaron directamente, en caso de haberlas abrigado en realidad, y exclama: «Pero, dirán, todos los obreros [...] no pueden llegar a ser sabios; ¿no basta que en el seno de esta asociación (la Internacional) se encuentre un grupo de hombres que poseen, en la medida en que ello sea posible en nuestros días, la ciencia, la filosofía y la política del socialismo, para que la mayoría [...], que ha de seguirlos con fe ciega, pueda tener la certeza de que no se desviará del sendero que la conducirá a la emancipación definitiva del proletariado? [...] Es éste un razonamiento que hemos oído emitir, no abiertamente — ni siquiera tienen la sinceridad o el valor necesario para hacerlo — sino solapadamente, con toda clase de reticencias más o menos hábiles». Luego carga las tintas: «Al adoptar como base el principio [...] de que el pensamiento tiene prioridad sobre la vida, la teoría abstracta sobre la práctica social, y que, por ende, la ciencia sociológica debe constituir el punto de partida de las sublevaciones y de la reconstrucción sociales, llegaron necesariamente a la conclusión de que, por ser el pensamiento, la teoría y la ciencia propiedad exclusiva de un pequeñísimo grupo de personas, momentáneamente al menos, dicha minoría debería dirigir la vida social». El supuesto Estado popular no sería otra cosa que el gobierno despótico de las masas por una nueva y muy restringida aristocracia de verdaderos o pretendidos sabios.

Bakunin admira vivamente la capacidad intelectual de Marx, cuya principal obra, El Capital, tradujo al ruso. Adhiere plenamente al concepto materialista de la historia y aprecia mejor que nadie la contribución teórica de Marx a la emancipación del proletariado. Pero lo que no admite es que la superioridad intelectual confiera el derecho de dirigir el movimiento obrero: «Pretender que un grupo de individuos, aunque sean los más inteligentes y mejor intencionados, está capacitado para ser el pensamiento, el alma, la voluntad rectora y unificadora del movimiento revolucionario y de la organización económica del proletariado de todos los países, implica una herejía tal contra el sentido común y la experiencia histórica que uno se pregunta, asombrado, de qué modo un hombre de tantas luces como Marx pudo concebir semejante idea [...]. La instauración de una dictadura universal [...], de una dictadura que, en cierta forma, cumpliría la tarea de un ingeniero en jefe de la revolución mundial, encargado de regir y dirigir la insurrección de las masas de todos los países cual se conduce una máquina [...], bastaría por sí misma para matar la revolución, para paralizar y falsear todos los movimientos populares [...]. ¿Y qué pensar de un congreso internacional que, invocando los supuestos intereses de esta revolución, impone a los proletarios del mundo civilizado un gobierno investido de poderes dictatoriales?».

La experiencia de la Tercera Internacional demostró luego que, si bien Bakunin forzó un poco el pensamiento de Marx al atribuirle conceptos tan universalmente «autoritarios», el peligro sobre el cual llamó la atención no era de ningún modo imaginario y se concretó mucho después.

En lo que concierne al peligro de la centralización estatista dentro de un régimen comunista, el exiliado ruso no se mostró menos clarividente. A su parecer, los socialistas «doctrinarios» aspiran a «ponerle nuevos arneses al pueblo». Sin duda admiten, como los libertarios, que todo Estado es un yugo, pero «sostienen que únicamente la dictadura — la suya, se comprende — es capaz de crear la libertad para el pueblo; a esto respondemos que ninguna dictadura tiene otro objetivo que el de mantenerse el mayor tiempo que pueda». En lugar de dejar que el proletariado destruya al Estado, desean «transferirlo [...] a manos de sus benefactores, guardianes y profesores, vale decir, los jefes del partido comunista». Pero, por percatarse de que tal gobierno constituirá, «cualesquiera que sean sus formas democráticas, una verdadera dictadura», «se consuelan con la idea de que esta dictadura ha de ser temporaria y de corta duración». ¡Pues no!, rebate Bakunin. Dicho régimen, supuestamente transitorio, conducirá de modo inevitable «a la resurrección del Estado, de los privilegios, de la desigualdad, de todas las formas de opresión estatal», a la creación de una aristocracia gubernamental «que volverá a explotarlo y avasallarlo so pretexto de resguardar el bien común o de salvar el Estado». Y éste será «tanto más absoluto cuanto que su despotismo se disimula con todo cuidado tras la apariencia de un obsequioso respeto [...] por la voluntad del pueblo».

Siempre extraordinariamente lúcido, Bakunin vislumbra la Revolución Rusa: «Si los obreros de Occidente tardan demasiado, serán los campesinos rusos quienes den el ejemplo». En Rusia, la Revoluciónserá esencialmente «anárquica». ¡Pero cuidado con su curso posterior! Podría suceder que los revolucionarios continuaran simplemente el Estado de Pedro el Grande, «basado en [...] la represión de toda manifestación de la vida popular», pues «podemos cambiarle el rótulo al Estado, modificar su forma [...], pero en el fondo será siempre el mismo». Debemos destruir este Estado o bien «aceptar la mentira más vil y temible que haya engendrado nuestro siglo [...]: la burocracia roja». Y Bakunin añade mordazmente: «Tomad al revolucionario más radical y sentadlo en el trono de todas las Rusias e investidlo de poder dictatorial [...] y, antes de un año, ¡será peor que el propio zar!».[2]

Ya producida la Revolución en Rusia, Volin, que será simultáneamente actor, testigo e historiador de aquélla, podrá comprobar que la lección de los hechos confirma la lección de los maestros. Sí, indiscutiblemente, poder socialista y revolución social «son elementos contradictorios».

Imposible conciliarlos: «Una revolución que se inspira en el socialismo estatista y le confía su destino, aunque más no sea de modo ‘provisorio’ y ‘transitorio’, está perdida: toma un camino falso, entra en una pendiente cada vez más empinada [...]. Todo poder político crea inevitablemente una situación de privilegio para los hombres que lo ejercen [...]. Al apoderarse de la Revolución, al enseñorearse de ella y embridarla, el poder está obligado a crear su aparato burocrático y coercitivo, indispensable para toda autoridad que quiera mantenerse, mandar, ordenar, en una palabra: ‘gobernar’ [...]. De tal manera, da lugar a [...] una especie de nueva nobleza [...]: dirigentes, funcionarios, militares, policías, miembros del partido gobernante [...]. Todo poder busca adueñarse de las riendas de la vida social. Predispone a las masas a la pasividad por cuanto su sola existencia ahoga el espíritu de iniciativa [...]. El poder ‘comunista’ es [...] un verdadero instrumento de opresión. Ensoberbecido por su «autoridad» [...] teme cualquier acto independiente. Toda iniciativa autónoma le resulta sospechosa, amenazante, [...] porque quiere tener el timón en sus manos, tenerlo él solo. La iniciativa de otros le parece una injerencia en sus dominios y en sus prerrogativas, cosa insoportable».

Además, ¿por que éste «provisorio» y este «transitorio»? El anarquismo impugna categóricamente su supuesta necesidad. Poco antes de la Revolución Española de 1936, Diego Abad de Santillán hizo el siguiente planteamiento respecto del socialismo «autoritario»: «La revolución brinda la riqueza social a los productores o no se la brinda. Si lo hace, si los productores se organizan para producir y distribuir la producción colectivamente, el Estado ya no tiene nada que hacer. Si no se la brinda, entonces la revolución sólo es un engaño, y el Estado subsiste». Algunos considerarán un poco simplista este dilema, pero veremos que no lo es tanto si lo juzgamos a la luz de las intenciones que guían a anarquistas y a «autoritarios»: los primeros no son tan ingenuos como para soñar que el Estado puede desaparecer de la noche a la mañana sin dejar rastros; pero los mueve la voluntad de hacerlo decaer con la mayor rapidez. Los segundos, en cambio, se complacen ante la perspectiva de eternizar un Estado transitorio, arbitrariamente denominado «obrero».

Las fuentes de Energía: El Individuo

En lugar de las jerarquías y la coacción del socialismo «autoritario», el anarquista prefiere recurrir a dos fuentes energía revolucionaria: el individuo y la espontaneidad de las masas. El libertario es, según el caso, más individualista que societario o más societario que individualista. Pero como observó Augustin Hamon durante el estudio de opinión ya mencionado, es imposible concebir a un libertario que no sea individualista.

Stirner rehabilitó al individuo en una época en que, dentro del mundo filosófico, predominaba el antiindividualismo hegeliano, y en que, dentro de la esfera de la crítica social, la mayor parte de los reformadores se volcaba hacia lo opuesto al egoísmo burgués, que tanto mal causaba: ¿ no nació acaso la palabra socialismo como antónimo de individualismo?

Stirner exalta el valor intrínseco del individuo «único», vale decir que no se parece a ningún otro, que creación singular de la naturaleza (concepto confirmado por recientes investigaciones biológicas. Durante mucho tiempo, la voz de este filósofo no encontró eco en los círculos del pensamiento anarquista, donde se lo consideraba un excéntrico, seguido apenas por una pequeña secta de individualistas impenitentes. Sólo ahora apreciamos toda la grandeza y toda la audacia de sus ideas. En efecto, el mundo contemporáneo parece haberse impuesto la tarea de salvar al individuo del cúmulo de alienaciones que lo aplastan, tanto las de la esclavitud industrial como las del conformismo totalitario. En un célebre artículo publicado en 1933, Simone Weil se lamenta de no poder encontrar en la literatura marxista la respuesta a los interrogantes planteados por las necesidades de la defensa del individuo contra las nuevas formas de opresión que han sucedido a la capitalista clásica. Desde antes de mediados del siglo XIX, Stirner se aplicó a llenar tan grave laguna.

Escritor de estilo vivo, restallante, se expresa en un crepitar de aforismos: «No busquéis en el renunciamiento de vosotros mismos una libertad que os priva precisamente de vosotros mismos: buscaos a vosotros mismos [...]. Que cada uno sea un yo todopoderoso». No hay más libertad que la que el individuo conquista por sí mismo. La libertad dada por otros, concedida, no es tal, sino un «bien robado». «Yo soy el único juez que puede decidir si tengo o no razón». «Las únicas cosas que no tengo derecho a hacer son las que no hago con espíritu libre». «Tienes derecho a ser lo que tus fuerzas te permitan ser». Todo lo que logramos, lo logramos como individuos únicos. «El Estado, la sociedad, la Humanidad, no pueden domar a este diablo».

Para emanciparse, el individuo debe primero pasar por tamiz el bagaje con que lo cargaron sus progenitores y educadores. Tiene que emprender una gigantesca tarea de «desacrosantificación». Ha de comenzar por la llamada moral burguesa: «Al igual que la burguesía, su terreno natural, está todavía demasiado cerca del cielo religioso, es muy poco libre aún; sin espíritu crítico, le toma prestadas sus leyes, que trasplanta a su propio campo, en lugar de crearse doctrinas propias e independientes».

Stirner se refiere particularmente a la moral sexual. Los apóstoles del laicismo se apropian de todo lo que el cristianismo «maquinó contra la pasión». Hacen oídos sordos al llamado de la carne; despliegan gran celo contra ella. Golpean a la «inmoralidad en plena cara». Los prejuicios morales inculcados por el cristianismo causan estragos especialmente entre las masas populares: «El pueblo arroja furiosamente a la policía contra todo lo que le parece inmoral o, simplemente, inconveniente, y esta furia popular en defensa de la moral protege a la institución policial mejor de lo que podría hacerlo jamás el gobierno».

Adelantándose al psicoanálisis contemporáneo, Stirner señala y denuncia la internalización. Desde la infancia, nos hacen engullir los prejuicios morales. La moral se ha convertido en «una potencia interior a la cual no puedo sustraerme». «Su despotismo es diez veces peor que antes, porque gruñe en mi conciencia». «Los niños son llevados como rebaño a la escuela, para que allí aprendan las viejas cantilenas y, cuando saben de memoria la palabra de los viejos, se los declara mayores». Stirner se muestra iconoclasta: «Dios, la conciencia, los deberes, las leyes son otros tantos embustes con que nos han atiborrado el cerebro y el corazón». Los verdaderos seductores y corruptores de la juventud son los sacerdotes, los padres, que «entorpecen y paralizan el corazón y la mente de los jóvenes». Si hay una obra «diabólica», ella es sin duda esta supuesta voz divina que se ha hecho entrar en las conciencias.

En su rehabilitación del individuo, Stirner descubre también el subconsciente freudiano. El Yo no se deja atrapar por el intelecto. «El imperio del pensamiento, de la reflexión, del espíritu, se hace pedazos» contra ese Yo. El es lo inexpresable, lo inconcebible, lo inasible. A través de sus brillantes aforismos, se oye el primer eco de la filosofía existencialista: «Parto de una hipótesis tomándome a Mí mismo como hipótesis [...]. La utilizo únicamente para gozar, para recrearme en ella [...]. Sólo existo en tanto me nutro de ella [...]. El hecho de que Yo me absorba significa que Yo existo».

Naturalmente, la inspiración que mueve la pluma de Stirner lo lleva, de tanto en tanto, a caer en paradojas. A veces formula aforismos asociales y hasta llega a la conclusión de que la vida en sociedad es imposible: «No aspiramos a la vida en común sino a la vida por separado». «¡El pueblo ha muerto! ¡Viva Yo!» «La felicidad del pueblo es mi infelicidad». «Es justo lo que es justo para mí. Puede [...] que no sea justo para los demás; allá ellos: que se defiendan».

Pero quizá estos ocasionales arrebatos no traduzcan el verdadero fondo de su pensamiento. Pese a sus baladronadas de ermitaño, Stirner aspira a la vida comunitaria. Lo mismo que la mayor parte de los individuos aislados, amurallados, introvertidos, siente una punzante nostalgia por esa forma de vida. A la pregunta de cómo puede vivirse en sociedad con un espíritu tan exclusivista, responde que solamente el hombre que ha comprendido su propia «unicidad» está capacitado para entrar en relación con sus semejantes. El individuo tiene necesidad de amigos, de ayuda; si, por ejemplo, escribe libros, necesita lectores. Se une a su prójimo para aumentar su poder y lograr, por obra de la fuerza común, lo que nadie podría hacer aisladamente. «Si detrás de ti hay varios millones de personas que te protegen, entre todos constituís una fuerza poderosa y obtendréis fácilmente la victoria». Pero debe llenarse una condición: esta relación con los demás tiene que ser voluntaria y libre, siempre anulable. Stirner establece una distinción entre la sociedad preestablecida, donde hay coerción, y la asociación, que es un acto libre: «La sociedad se sirve de ti, pero de la asociación eres tú quien se sirve». Sin duda, la asociación implica un sacrificio, una limitación de la libertad. Mas este sacrificio no se realiza en aras de la cosa pública: «Sólo mi interés personal me llevó a hacerlo».

Al tratar sobre los partidos políticos — el comunista, expresamente — el autor de El Único y su Propiedad toca uno de los problemas que más preocupan al mundo contemporáneo. Critica severamente el conformismo de partido. «Hay que seguir al partido en todo y por todo: hay que aprobar y sostener de modo absoluto sus principios esenciales». «Los miembros [...] se someten a los menores deseos del partido». El programa partidario debe «ser para ellos lo cierto, lo indudable [...]. Es preciso pertenecer en cuerpo y alma al partido [...]. Cuando alguien pasa de un partido a otro, inmediatamente se le califica de renegado». En opinión de Stirner, un partido monolítico deja de ser una asociación, no es más que un cadáver. Rechaza ese tipo de partido, pero conserva la esperanza de entrar en una asociación política: «Siempre encontraré bastante gente que quiera asociarse conmigo sin tener que jurar fidelidad a mi bandera». Sólo se uniría a un partido si éste no tuviera «nada de obligatorio». La única condición para su eventual adhesión sería la posibilidad de que «el partido no se apoderará de él». Para él, el partido es simplemente una partida, y él es de la partida, toma parte en ella. «Se asocia libremente y puede recuperar sin obstáculos su libertad».

En el razonamiento de Stirner sólo falta una aclaración, aunque ella se insinúa en sus escritos. Nos referimos a su concepto del individuo como unidad. Esta posición no es simplemente «egoísta», útil para su «Yo»; también es provechosa para la colectividad. Una asociación humana sólo es fecunda cuando no destruye al individuo, sino que, por el contrario, fomenta su iniciativa, su energía creadora. ¿Acaso la fuerza de un partido no es la suma de todas las fuerzas individuales que lo componen?

La laguna en cuestión proviene del hecho de que la síntesis stirneriana del individuo y de la sociedad ha quedado incompleta, imperfecta. Lo asocial y lo social se enfrentan en el pensamiento de este rebelde sin llegar siempre a fundirse. No sin razón, los anarquistas societarios le reprocharán esta deficiencia.

Y sus reproches serán tanto más acres cuanto que Stirner, sin duda mal informado, cometió el error de ubicar a Proudhon entre los comunistas «autoritarios» que, en nombre del «deber social», reprueban las aspiraciones individualistas.

Si bien es cierto que Proudhon se mofó de la «adoración» stirneriana por el individuo[3], no es menos cierto que toda su obra constituye una búsqueda de la síntesis, o, mejor dicho, del «equilibrio» entre la preocupación por el individuo y los intereses de la sociedad, entre la fuerza individual y la colectiva. «Así como el individualismo es el hecho primordial, la asociación es su término complementario». «Algunos, por considerar que el hombre sólo tiene valor en cuanto miembro de la sociedad [...], tienden a absorber al individuo dentro de la colectividad. Tal es [...] el sistema comunista: la anulación de la personalidad en nombre de la sociedad [...]. Se trata de una tiranía, una tiranía mística y anónima, y no de una asociación [...]. Al privar a la persona humana de sus prerrogativas, la sociedad se encontró despojada de su principio vital».

Pero, por otro lado, Proudhon censura la utopía individualista porque ésta aglomera individualidades yuxtapuestas, carentes de todo vínculo orgánico y de fuerza de colectividad, y porque se muestra incapaz de solucionar el problema de la conciliación de intereses. En conclusión: ni comunismo ni libertad ilimitada, «Tenemos demasiados intereses solidarios, demasiadas cosas en común».

Por su parte, Bakunin es al mismo tiempo individualista y societario. No se cansa de repetir que únicamente partiendo del individuo libre podremos erigir una sociedad libre. Cada vez que enuncia los derechos que han de garantizarse a las colectividades –tales como los de autodeterminación y de separación– tiene el cuidado de colocar al individuo a la cabeza de los beneficiarios de dichos derechos. El individuo sólo tiene derechos para con la sociedad en la medida en que acepta libremente formar parte de ella. Todos podemos elegir entre asociarnos o no; todos tenemos la libertad de irnos a «vivir en el desierto o en la selva, entre los animales salvajes», si así nos place. «La libertad es el derecho absoluto de cada ser humano de no admitir para sus actos otra sanción que la de su propia conciencia, de decidirlos únicamente por voluntad propia y, por consiguiente, de ser responsable de ellos, ante todo frente a sí mismo». La sociedad en la cual el individuo ha entrado por libre elección sólo figura en segundo lugar en la mencionada enumeración de responsabilidades. Además, la sociedad tiene más deberes que derechos respecto del individuo; a condición de que éste sea mayor, no ejerce sobre él «ni vigilancia ni autoridad» y, en cambio, está obligada a «proteger su libertad».

Bakunin llega muy lejos en la práctica de la «libertad absoluta y completa». Tengo el derecho de disponer de mi persona a mi gusto, de ser holgazán o activo, de vivir honestamente, de mi propio trabajo, o explotando vergonzosamente la caridad o la confianza privada. Hay una sola condición: esta caridad y esta confianza deben ser voluntarias y sólo prodigadas por individuos mayores de edad. Hasta tengo el derecho de ingresar en asociaciones que, por sus objetivos, serían o parecerían «inmorales». En su preocupación por la libertad, Bakunin llega a admitir que el individuo adhiera a grupos cuyos fines sean corromper y destruir la libertad individual o pública: «La libertad no puede ni debe defenderse más que con la libertad; y es un peligroso contrasentido querer menoscabarla con el pretexto de protegerla».

En cuanto al problema ético, Bakunin está convencido de que la «inmoralidad» es consecuencia de una organización viciosa de la sociedad, con la cual, por ende, debe terminarse definitivamente. Sólo se puede moralizar con la libertad absoluta. Siempre que se impusieron restricciones con la excusa de proteger la moral, ellas fueron en detrimento de esa misma moral. Lejos de detener el desbordamiento de la inmoralidad, la represión sirvió invariablemente para aumentarla y fomentarla; por eso es ocioso oponerle los rigores de una legislación que usurparía la libertad individual. Como sanción contra las personas parásitas, holgazanas y dañinas, Bakunin acepta únicamente la privación de los derechos políticos, vale decir, de las garantías acordadas al individuo por la sociedad. Igualmente, todo individuo tiene el derecho de enajenar su libertad, en cuyo caso pierde el goce de sus derechos políticos mientras dure esta esclavitud voluntaria.

En cuanto a los delitos, deben considerarse como una enfermedad, y su castigo ha de ser una cura antes que una venganza de la sociedad. Además, el condenado tendrá la prerrogativa de no acatar la pena si se declara dispuesto a dejar de formar parte de la sociedad que lo condenó. Esta, a su vez, tiene el derecho de expulsarlo de su seno y de retirarle su garantía y protección.

Pero Bakunin no es en modo alguno nihilista. El que proclame la absoluta libertad individual no significa que reniegue de toda obligación social. Mi libertad es consecuencia directa de la de los demás. «El hombre sólo realiza su individualidad libre si la completa con todos los individuos que lo rodean, y únicamente merced al trabajo y a la fuerza colectiva de la sociedad». La asociación es voluntaria, pero Bakunin no duda de que, dadas sus enormes ventajas, «todo el mundo preferirá la asociación». EI hombre es, a la vez, «el animal más individualista y más social».

Nuestro escritor no se muestra muy blando con el egoísmo, en el sentido vulgar de la palabra, con el individualismo burgués «que impulsa al individuo a conquistar y afianzar su propio bienestar [...] contra todos, en perjuicio y a costa de los demás». «El individuo humano solitario y abstracto es una ficción semejante a la de Dios». «El aislamiento absoluto lleva a la muerte intelectual, moral y hasta material».

Espíritu amplio y sintético, Bakunin propone echar un puente entre los individuos y el movimiento de masas: «La vida social no es otra cosa que esa incesante dependencia mutua de individuo y masa. Todos los individuos, aún los más inteligentes, los más fuertes [...], son, en cada instante de su vida, promotores al mismo tiempo que producto de la voluntad y la acción de las masas». A juicio de los anarquistas, el movimiento revolucionario es obra de tal acción recíproca; por ello, desde el punto de vista de la productividad militante, atribuyen igual importancia a la acción individual y a la colectiva, autónoma, de las masas.

En vísperas de la Revolución de julio de 1936, pese a su profundo deseo de socialización, los anarquistas españoles, herederos espirituales de Bakunin, no dejaron de garantizar solemnemente la sagrada autonomía del individuo. Así, Diego Abad de Santillán escribió: «La eterna aspiración a la unicidad se expresará de mil maneras: el individuo no será ahogado por ninguna nivelación [...]. El individualismo, el gusto particular, la singularidad, encontrarán suficiente campo para manifestarse».

Las Fuentes de Energía: Las Masas

La Revolución de 1848 le reveló a Proudhon que las masas son la fuerza motriz de las revoluciones. A fines de 1849, apuntó: «Las revoluciones no reconocen iniciadores; se producen cuando el destino las llama; se detienen cuando se agota la fuerza misteriosa que las hizo florecer». «Todas las revoluciones se realizaron por la acción espontánea del pueblo; si alguna vez los gobiernos siguieron la iniciativa popular, lo hicieron forzados, obligados. Por lo general, los gobiernos desbarataron, oprimieron, aplastaron». «Librado a su puro instinto, el pueblo siempre ve mejor que cuando es conducido por la política de sus caudillos». «Una revolución social [...] no se produce por orden de un maestro poseedor de una teoría perfectamente elaborada o por dictado de un profeta. Una revolución verdaderamente orgánica, producto de la vida universal, no es en realidad obra de nadie, aunque tenga sus mensajeros y ejecutores». La revolución tiene que hacerse desde abajo, no desde arriba. Y una vez superada la crisis revolucionaria, la subsiguiente reconstrucción social debe ser obra de las propias masas populares. Proudhon afirma «la personalidad y la autonomía de las masas».

Bakunin, a su vez, no se cansa de repetir que una revolución social no puede ser decretada ni organizada desde arriba, y que sólo la acción espontánea y continua de las masas puede hacerla y cumplirla plenamente, hasta el fin. Las revoluciones «vienen como el ladrón en la noche». Son «producidas por la fuerza de las cosas». «Se preparan durante largo tiempo en la profundidad de la conciencia instintiva de las masas populares, para luego estallar, muchas veces provocadas en apariencia por causas fútiles». «Se puede preverlas, presentir su proximidad [...], pero jamás acelerar su estallido». «La revolución social anarquista [...] surge por sí misma en el seno del pueblo para destruir todo cuanto se opone al generoso desbordamiento de la vida popular y crear, desde las profundidades mismas del alma popular, las nuevas formas de la vida social libre». La experiencia de la Comuna de 1871 es para Bakunin una gloriosa confirmación de sus puntos de vista. En efecto, los comuneros se mostraron convencidos de que, en la revolución social, «la acción individual era casi nula y la acción espontánea de las masas debía serlo todo».

Al igual que sus predecesores, Kropotkin celebra «este admirable espíritu de organización espontánea que el pueblo [...] pose en tal alto grado y que tan raramente se le permite ejercitar». Y añade con sorna: «Hay que haber pasado toda la vida con la cabeza hundida entre papeles para dudar de su existencia».

Pese a estas afirmaciones generosamente optimistas, el anarquista, lo mismo que su hermano enemigo, el marxista, se ve frente a una terrible contradicción: la espontaneidad de las masas es esencial, primordial, pero no basta. Para que llegue a ser conciencia, resulta indispensable la ayuda de una minoría de revolucionarios capaces de dar forma a la revolución. ¿Cómo evitar que esta minoría de elegidos aproveche su superioridad intelectual para sustituir a las masas, paralizar su iniciativa y hasta imponerles una nueva dominación?

Proudhon exaltó idílicamente la espontaneidad popular, pero luego la experiencia lo llevó a reconocer hasta qué punto son inertes las masas; a deplorar los prejuicios que las atan a un gobierno, el instinto de respeto hacia la autoridad y el complejo de inferioridad que traban su impulso. Llegó entonces a la conclusión de que el pueblo necesita que se lo instigue a la acción colectiva. Si las clases inferiores no fuesen esclarecidas por alguien de fuera, su servidumbre podría prolongarse indefinidamente.

Proudhon admite que «las ideas que en todas las épocas provocaron la agitación de las masas nacieron primero en el cerebro de los pensadores [...]. Las multitudes jamás tuvieron la prioridad [...]. La prioridad, en todo acto de la inteligencia, corresponde a la individualidad». Lo ideal sería que estas minorías conscientes comunicaran al pueblo su ciencia, la ciencia revolucionaria. Pero Proudhon parece escéptico en cuanto a la posibilidad de llevar a la práctica tal síntesis: a su juicio, ello sería desconocer que, por su naturaleza, la autoridad lo invade todo. A lo sumo, podrían «equilibrarse» los dos elementos.

Antes de convertirse al anarquismo (hacia 1864), Bakunin dirigió conspiraciones y sociedades secretas; así se familiarizó con la idea, típicamente blanquista, de que la acción minoritaria ha de ser precursora del despertar de las grandes masas y luego, una vez arrancadas éstas de su letargo, debe ganarse a sus elementos más avanzados. En la Internacional obrera, primer gran movimiento proletario, el problema se plantea de distinta manera. Pero Bakunin, ya anarquista, sigue convencido de la necesidad de una vanguardia consciente: «Para que la revolución triunfe sobre la reacción es preciso que en medio de la anarquía popular que constituirá toda la vida y la energía de la revolución, el pensamiento y la acción revolucionarios tengan un cuerpo unificador». Un grupo de varios individuos unidos por un mismo ideal y una misma meta debe ejercer una «acción natural sobre las masas». «Diez, veinte o treinta hombres bien concertados y organizados, que saben hacia dónde van y qué buscan, fácilmente arrastran en pos de sí a cien, doscientas, trescientas y hasta más personas». Tenemos que agrupar a los jefes del movimiento popular en estados mayores bien organizados e inspirados por altos ideales».

Los medios propuestos por Bakunin se asemejan grandemente a lo que la jerga política moderna designa con el nombre de «infiltración». Se trata de soliviantar «bajo cuerda» a los individuos más inteligentes e influyentes de cada localidad «para que esta organización siga, dentro de lo posible, los principios que sustentamos. En esto reside el secreto de nuestra influencia». Los anarquistas han de ser cual «pilotos invisibles» en medio de la tempestad popular. Es su tarea dirigirla, no con un «poder ostensible», sino mediante una «dictadura sin insignias, sin títulos, sin derechos oficiales, tanto más poderosa cuanto que no tendrá ninguno de los atributos exteriores del poder».

Pero Bakunin no ignora cuán poco difiere su terminología («jefes», «dictadura», etc.) de la empleada por los adversarios del anarquismo y, por ello, replica de antemano con un ¡no! «a quien sostenga que una acción así organizada atenta contra la libertad de las masas, y es una tentativa de crear una nueva potencia autoritaria». La vanguardia consciente no debe ser el grupo benefactor o la cabeza dictatorial del pueblo, sino que debe, solamente, hacer las veces de comadrona que lo ayude a lograr su autoliberación. Su única misión es la de difundir entre las masas las ideas que correspondan a sus instintos; nada más. El resto sólo debe y puede ser realizado por el propio pueblo. Las «autoridades revolucionarias» (Bakunin no retrocede ante esta palabra y se excusa expresando el deseo de «que las haya lo menos posible») tienen que provocar la revolución en el seno de las masas y no imponérsela, tienen que llevarlas a su organización autónoma desde abajo hacia arriba y no someterlas a alguna organización, Bakunin vislumbra ya el fenómeno que, mucho después, Rosa Luxemburg definirá en forma cabal y explícita: la contradicción entre la espontaneidad libertaria y la necesidad de que intervengan vanguardias conscientes no quedará verdaderamente resuelta hasta el día en que se produzca la fusión de la ciencia con la clase obrera, en que la masa sea plenamente consciente y no tenga ya necesidad de «jefes», sino, sencillamente, de «cuerpos ejecutivos» de su «acción consciente». Tras subrayar que el proletariado aún carece de organización y conocimientos, el anarquista ruso llega a la conclusión de que la Internacional no podrá convertirse en instrumento de emancipación «hasta tanto no haya hecho penetrar en la conciencia de cada uno de sus miembros la ciencia, la filosofía y la política del socialismo».

Mas esta síntesis, satisfactoria desde el punto de vista teórico, es una letra de cambio girada para un porvenir lejano. Y mientras esperan que la evolución histórica permita el cumplimiento de dicha síntesis, los anarquistas, al igual que los marxistas, permanecerán prisioneros de una contradicción. Esta destrozará a la Revolución Rusa, desgarrada entre el poder espontáneo de los soviets y la ambición del partido bolchevique de cumplir el «papel de dirigente»; se manifestará en la Revolución Española, en la cual los libertarios fluctuarán entre dos polos: el representado por el movimiento de masas y el constituido por la minoría consciente anarquista.

Nos limitaremos a ilustrar esta contradicción con dos citas: la experiencia de la Revolución Rusa llevará a los anarquistas a una conclusión categórica: la condenación del «papel dirigente» del Partido. Volinse expresará al respecto de esta suerte: «La idea fundamental del anarquismo es simple: ningún partido, ningún grupo político o ideológico que se coloque por encima o fuera de las masas laboriosas para ‘gobernarlas’ o ‘guiarlas’, logrará jamás emanciparlas, aún cuando lo desee sinceramente. La emancipación efectiva sólo se concretará mediante la actividad directa [...] de los interesados, de los propios trabajadores, unidos, no ya bajo la bandera de un partido político o de una agrupación ideológica, sino en sus propias organizaciones (sindicatos de producción, comités de fábrica, cooperativas, etc.), sobre la base de una acción concreta y la ‘autoadministración’, ayudados, pero no gobernados, por los revolucionarios que obran desde dentro de la masa, no por encima de ella [...]. La idea anarquista y la verdadera revolución emancipadora no podrían ser realizadas por los anarquistas como tales, sino únicamente por las grandes masas [...], pues los anarquistas o, mejor dicho, los revolucionarios en general, sólo están llamados a esclarecer y ayudar al pueblo en ciertos casos. Si los anarquistas se creyeran capaces de cumplir la revolución social «guiando» a las masas, tal pretensión sería ilusoria, como lo fue la de los bolcheviques por las mismas razones».

Sin embargo, los anarquistas españoles sentirán, a su turno, la necesidad de organizar, dentro de su gran central obrera, la Confederación Nacional del Trabajo, una minoría ideológica consciente: la Federación Anarquista Ibérica. Ello obedeció al deseo de combatir las tendencias reformistas de ciertos sindicalistas «puros», así como las maniobras de los agentes de la «dictadura del proletariado». Inspirada en las recomendaciones de Bakunin, la FAI se esforzó por esclarecer antes que por dirigir; además, la conciencia libertaria relativamente desarrollada de los muchos elementos de base de la CNTcontribuyó a evitar que la FAI cayera en los excesos de los partidos revolucionarios «autoritarios». No obstante, cumplió harto mediocremente el papel de guía, pues, más rica en activistas y en demagogos que en revolucionarios consecuentes — así en el plano teórico como en el práctico — sus intentos de orientar a los sindicatos resultaron torpes y fallidos, y siguió una estrategia vacilante.

La relación entre la masa y la minoría consciente constituye un problema que aún no ha sido plenamente solucionado, ni siquiera por los anarquistas; al parecer, todavía no se ha dicho la ultima palabra al respecto.

En Busca de la Sociedad Futura

El Anarquismo no es Utópico

Por proclamarse constructivo, el anarquismo rechaza ante todo la acusación de utópico. Recurre al método histórico para tratar de probar que la sociedad futura no es invención suya, sino, simplemente, producto del trabajo subterráneo del pasado. Proudhon afirma que, bajo el inexorable sistema de autoridad que la aplasta desde hace seis mil años, la humanidad se ha sostenido merced a una «virtud secreta»: «Por debajo del aparato gubernamental y de las instituciones políticas, la sociedad producía lenta y silenciosamente su propio organismo; se constituía un orden nuevo, expresión de su vitalidad y autonomía».

El gobierno, perjudicial como es, contiene en sí su propia negación. Es «un fenómeno de la vida colectiva, la representación externa de nuestro derecho, una manifestación de la espontaneidad social, una preparación de la humanidad para un estado superior. En la religión, en lo que se denomina Dios, la humanidad se busca a sí misma. De igual modo, en el gobierno [...], el ciudadano se busca a sí mismo, busca la libertad». La Revolución Francesa aceleró esta marcha incontenible hacia la anarquía: «Desde el día en que nuestros padres [...] establecieron como principio el libre ejercicio de las facultades del hombre y del ciudadano, desde ese día, la autoridad quedó negada en el cielo y en la tierra, y el gobierno, aún por delegación, pasó a ser imposible».

La revolución industrial hace el resto. A partir de ese momento, la política queda subordinada a la economía. El gobierno ya no puede prescindir de la colaboración directa de los productores; en realidad, sólo representa la relación de los intereses económicos. La formación del proletariado da cima a este proceso evolutivo. Mal que le pese, el poder ya no expresa sino el socialismo. «El código de Napoleón es tan inadecuado para la sociedad nueva como la república platónica: dentro de pocos años, cuando el elemento económico haya sustituido el derecho absoluto de la propiedad por el derecho relativo y móvil de la mutualidad industrial, será necesario reconstruir de arriba abajo este palacio de cartón».

A su vez, Bakunin reconoce alborozado «el incontestable e inmenso servicio prestado a la humanidad por esta Revolución Francesa, de la cual todos somos hijos». Se borró el principio de autoridad de la conciencia del pueblo, y el orden desde arriba quedó anulado por siempre jamás. Resta ahora «organizar la sociedad de manera que pueda vivir sin gobierno». Bakunin invoca la tradición popular para demostrar que esto puede lograrse. «Pese a la tutela opresora y dañina del Estado», a través de los siglos las masas «han desarrollado espontáneamente en su seno si no todos, por lo menos muchos de los elementos esenciales del orden material y moral que constituye la verdadera unidad humana».

Necesidad de la Organización

El anarquismo no acepta ser sinónimo de desorganización. Proudhon fue el primero en proclamar que la anarquía no consiste en el desorden, sino, por el contrario, en el orden, el orden natural, por oposición al artificial impuesto desde arriba; en la unidad verdadera, a diferencia de la falsa engendrada por la coerción. Una sociedad de esta naturaleza «piensa, habla y actúa como un hombre, precisamente porque ya no está representada por un hombre, porque ya no reconoce autoridad personal, porque en ella, como en todo ser organizado y viviente, como en el infinito de Pascal, el centro está por doquier y la circunferencia, en ninguna parte». La anarquía es la «sociedad organizada, viva», «el más alto grado de libertad y de orden que puede alcanzar la humanidad». Si ciertos anarquistas llegaron a pensar de distinta manera, el italiano Errico Malatesta los llamó a la realidad: «Por creer, debido a la influencia de la educación autoritaria recibida, que la autoridad es el alma de la organización social, para combatir a la primera, combatieron y negaron a la segunda [...]. El error fundamental de los anarquistas enemigos de la organización consiste en creer que ésta no es posible sin autoridad, y en preferir, admitida esta hipótesis, la renuncia a toda organización antes que aceptar el menor atisbo de autoridad [...]. Si creyéramos que no puede haber organización sin autoridad, seríamos autoritarios, pues nos quedaríamos con la autoridad, que traba y entristece la vida, antes que con la desorganización, que la hace imposible».

Volin, anarquista ruso del siglo XX, es más terminante: «Una interpretación errónea — o, las mayoría de las veces, deliberadamente inexacta — afirma que la concepción libertaria descarta toda forma de organización. Nada más falso. No se trata de ‘organización’ o de ‘no organización’, sino de dos principios de organización diferentes [...]. Naturalmente, sostienen los anarquistas, la sociedad tiene que estar organizada. Pero la nueva organización [...] debe hacerse libremente, con vistas a lo social y, sobre todo, desde abajo. El principio de organización no ha de partir de un centro creado de antemano para acapararlo todo e imponerse al conjunto, sino — muy al contrario — de todos los puntos, para convergir en núcleos de coordinación, centros naturales destinados a servir de enlace entre la totalidad de esos puntos [...]. Inversamente, la otra forma de ‘organización’, calcada de la vieja sociedad de opresión y explotación [...], llevaría al paroxismo todas las lacras de la antigua sociedad [...]. Sólo podría mantenerse con ayuda de un nuevo artificio».

En realidad, los anarquistas no serán solamente partidarios de la verdadera organización, sino, como conviene Henri Lefebvre, en su reciente libro sobre la Comuna, «organizadores de primer orden». No obstante, el filósofo cree ver aquí una contradicción, «contradicción bastante asombrosa», observa, «que encontramos en la historia del movimiento obrero hasta nuestros días, especialmente en España». Esto sólo puede ser «asombroso» para quienes, a priori, consideran a los libertarios como adalides de la desorganización.

La Autogestión

El Manifiesto Comunista de Marx y Engels, redactado a principios de 1848, en vísperas de la Revolución de Febrero, postulaba como única solución posible — al menos por un largo período transitorio — la concentración del conjunto de los medios de producción en manos de un Estado omnímodo, y tomaba de Louis Blanc la idea autoritaria de reclutar a los trabajadores de la industria y del campo en «ejércitos industriales». Proudhon fue el primero que presentó una tesis contraria, al proponer una gestión económica no estatal.

Con la Revolución de Febrero, brotaron espontáneamente en París, en Lyon, diversas asociaciones obreras de producción. Más que en la revolución política, es en esta naciente autogestión donde el Proudhon de 1848 ve el verdadero «hecho revolucionario». No fue inventada por teóricos ni predicada por doctrinarios. No el Estado, sino el pueblo, dio el impulso inicial. Y Proudhon urge a los trabajadores a organizarse de modo análogo en todos los puntos de la República, a conquistar, en primer término, la pequeña propiedad, el pequeño comercio y la pequeña industria y, luego, las grandes propiedades y empresas, para terminar en las explotaciones de mayor importancia (minas, canales, ferrocarriles, etc.) y llegar, de esta manera, a «ser dueños de todo».

De las ideas de Proudhon, hoy se tiende a recordar únicamente sus veleidades — ingenuas y antieconómicas, por cierto — de hacer sobrevivir la pequeña empresa artesanal y comercial. Pero en este punto su pensamiento es ambivalente. A decir verdad, Proudhon era la contradicción en persona. Censuraba enérgicamente la propiedad privada por considerarla fuente de injusticia y explotación, mas también creía ver en ella cierta garantía de independencia personal; de ahí su debilidad por la propiedad. Para colmo, con demasiada frecuencia se confunde a Proudhon con la «pequeña camarilla supuestamente proudhoniana» que, según Bakunin, se formó en torno de él en los últimos años de su vida. Este grupito, bastante reaccionario, fracasó desde el comienzo. Vanamente trató, en la Primera Internacional, de oponer al colectivismo la propiedad privada de los medios de producción. Y si duró poco, ello se debió sobre todo a que la mayoría de sus adeptos, fácilmente convencidos por los argumentos de Bakunin, no tardaron en abandonar sus conceptos presuntamente proudhonianos para volcarse al colectivismo.

Además, el último grupito de «mutualistas», como se autotitulaban, sólo rechazaba parcialmente la propiedad colectiva: estaba en contra de su aplicación en la agricultura pues estimaba que el individualismo del campesino francés no lo permitiría; en cambio, aceptaba el sistema colectivista para los transportes y reclamaba su aplicación en la autogestión industrial, sin admitir la denominación. Y si retrocedía ante esta palabra era principalmente porque los colectivistas discípulos de Bakunin y ciertos marxistas «autoritarios», que apenas disimulaban su inclinación por la dirección estatal de la economía, habían formado temporariamente contra él un frente único que provocaba su inquietud.

En realidad, Proudhon sigue el paso de su tiempo. Comprende que es imposible volver atrás. Es lo bastante realista para percatarse, según nos confía en sus Carnets, de que «la pequeña industria es cosa tan tonta como el cultivo de la tierra en escala individual». En lo referente a la gran industria moderna, que exige abundante mano de obra y una avanzada mecanización, es decididamente colectivista: «La industria y el cultivo en gran escala deben nacer de la asociación, tal tarea que toca al futuro». «No podemos elegir», afirma categóricamente. Y se indigna contra quienes osaron decir que es adversario del progreso técnico.

Pero su colectivismo rechaza el estatismo con idéntica firmeza. La propiedad debe quedar abolida. En cuanto la comunidad (en el sentido que da a la palabra el comunismo «autoritario»), es opresión y servidumbre. Por tanto, Proudhon busca una combinación de comunidad y propiedad: la asociación. Los instrumentos de producción y de intercambio no deben estar administrados por compañías capitalistas ni tampoco por el Estado. Por ser para los trabajadores «lo que la colmena para las abejas», ha de confiarse su dirección a asociaciones de obreros. Solamente así dejarán las fuerzas colectivas de estar «alienadas» en beneficio de unos pocos explotadores. En estilo de manifiesto, escribe Proudhon: «Nosotros, productores asociados o en vías de asociarnos, no tenemos necesidad de un Estado [...]. La explotación por el Estado equivale a una monarquía y mantiene el salariado [...]. Queremos terminar con el gobierno del hombre por el hombre, con la explotación del hombre por el hombre. Socialismo es lo opuesto de gubernamentalismo [...]. Deseamos que estas asociaciones constituyan [...] el primer núcleo de una vasta federación de compañías y sociedades unidas por el lazo común de la república democrática y social».

Al entrar en detalles acerca de la autogestión obrera, Proudhon enumera con precisión los principios esenciales de ella:

Los trabajadores asociados eligen a sus directores, ingenieros, arquitectos y contadores. Proudhon recalca que el proletariado carece aún de técnicos, por lo cual es necesario vincular con la autogestión obrera a «personalidades industriales y comerciales» que iniciarían a los obreros en la disciplina de los negocios y recibirían emolumentos fijos: hay «lugar para todos bajo el sol de la revolución».

Este concepto libertario de la autogestión es la antítesis de la autoadministración paternalista y estatal esbozada por Louis Blanc en un proyecto de decreto del 15 de setiembre de 1849. El autor de L’Organization du Travail quiere crear asociaciones obreras bajo la égida del Estado, comanditadas por el Estado. Propone la siguiente repartición autoritaria de los beneficios:

Proudhon rechaza rotundamente la autogestión de este tipo. En su concepto, los trabajadores asociados no deben «someterse al Estado» sino «ser el Estado mismo». «La asociación [...] puede hacerlo todo, reformarlo todo, sin la ayuda del poder; puede invadir y someter al poder mismo». Proudhon desea «llegar al gobierno por la asociación, no a la asociación por el gobierno». Quien crea que un Estado como aquel con que sueñan los socialistas «autoritarios» toleraría la autogestión libre, está totalmente equivocado. En efecto, ¿soportaría el Estado «la formación de focos enemigos en derredor de un poder centralizado»? Proudhon previene proféticamente: «Mientras deban enfrentar la colosal fuerza que la centralización procura al Estado, la iniciativa, la espontaneidad y la acción independiente del individuo y la colectividad serán inoperantes».

Conviene señalar aquí que, en el congreso de la Primera Internacional, previó el modo libertario de concebir la autogestión, y no el estatal. Cuando, en el Congreso de Lausana (1867), el belga César dePaepe, miembro informante, propone que se nacionalicen las empresas y el Estado pase a ser su propietario, Charles Longuet, entonces libertario, declara: «De acuerdo, a condición de que se aclare que definimos el Estado como «la colectividad de los ciudadanos» [...], y que los servicios estatales no serán administrados por funcionarios públicos, [...] sino por compañías obreras...». Al año siguiente, 1868, en el Congreso de Bruselas, se reinicia el debate. El mismo miembro informante tiene ahora la precaución de precisar conceptos, tal como se le reclamó: «La propiedad colectiva pertenecerá a toda la sociedad, pero será concedida a asociaciones de trabajadores. El Estado quedará reducido a la federación de los diversos grupos obreros». La proposición, así aclarada, es adoptada.

Los hechos demostrarían a Proudhon que su optimismo de 1848 respecto de la autogestión era injustificado. Años después, en 1857, criticó severamente a las asociaciones obreras existentes. Fundadas sobre conceptos ingenuos, ilusorios y utópicos, pagaron el tributo de la inexperiencia. Cayeron en el particularismo y el exclusivismo. Actuaron como patronal colectiva y sufrieron la atracción de las ideas de jerarquía y supremacía. «En estas compañías supuestamente fraternales se agravaron» todos los abusos de las sociedades capitalistas. Se vieron desgarradas por la discordia, las rivalidades, las defecciones y las traiciones. Después de iniciados en los negocios, sus administradores se retiraron «para establecerse por cuenta propia y transformarse en burgueses y patrones». En otros casos, fueron los asociados quienes reclamaron la repartición de lo producido. De varios cientos de asociaciones obreras creadas en 1848, nueve años después apenas restaba una veintena.

A esta mentalidad estrecha y particularista, Proudhon opuso un concepto «universal» y «sintético» de la autogestión. La tarea que tocaba cumplir al porvenir no era simplemente la de «reunir en sociedades a unas centenas de obreros», sino otra mucho más importante: «la reconstitución económica de una nación de treinta y seis millones de almas». Las asociaciones obreras del futuro deberían trabajar para todos, «en lugar de obrar en beneficio de unos pocos». Por consiguiente, la autogestión exigía «cierta educación» de los que la practicaran. «Uno no nace, sino que se hace asociado». La misión más difícil de las asociaciones consistía en «civilizar a los asociados». Les habían faltado «hombres surgidos de las masas trabajadoras que, en la escuela de los explotadores, hubieran aprendido a prescindir de éstos». Se trataba más bien de formar un «fondo de hombres» y no una «masa de capitales».

En cuanto al aspecto jurídico, Proudhon creyó al principio que sería conveniente confiar a las asociaciones obreras la propiedad de sus empresas, pero más tarde descartó esta solución particularista. Para fundamentar su cambio de idea, estableció una distinción entre posesión y propiedad. La última es absolutista, aristocrática, feudal y despótica; la primera es democrática, republicana e igualitaria: consiste en el usufructo de una concesión intransferible e inalienable. Los productores recibirían los instrumentos de producción a modo de alodio, como acostumbraban los antiguos germanos, vale decir, que no serían propietarios de ellos. La propiedad sería reemplazada por la copropiedad federativa conferida, no por cierto a un Estado, sino al conjunto de los productores reunidos en una gran federación agrícola e industrial.

Proudhon se entusiasmaba ante la perspectiva de una autogestión así concebida y corregida: «Lo que digo no es vana retórica, sino consecuencia de las necesidades económicas y sociales: se acerca el momento en que deberemos tomar indefectiblemente este nuevo camino [...]. Las clases [...] han de fundirse en una sola asociación de productores». ¿Triunfará la autogestión? «De la respuesta [...] depende enteramente el porvenir de los trabajadores. Si es afirmativa, un nuevo mundo se abre para la humanidad; si es negativa, el proletariado puede darse por perdido [...]. En este triste mundo no hay esperanzas para él».

Las Bases del Intercambio

¿Sobre qué bases debía fundarse el intercambio entre las diversas asociaciones obreras? En un principio, Proudhon sostuvo que el valor de cambio de todas las mercancías puede medirse por la cantidad de trabajo necesaria para producirlas. Las distintas asociaciones de producción cederían sus productos a precio de costo. Los trabajadores, retribuidos con «bonos de trabajo», comprarían en las agencias de intercambio o en las tiendas sociales a precio de costo calculado en horas de labor. Los intercambios más importantes se efectuarían por medio de una oficina de compensación o Banco del Pueblo, que aceptaría los bonos de trabajo en concepto de pago. Dicho banco cumpliría, al mismo tiempo, las funciones de establecimiento de crédito. Sin cobrar intereses, prestaría a las asociaciones obreras de producción las sumas necesarias para asegurar su buena marcha.

Esta idea, llamada mutualista, era algo utópica o, en el mejor de los casos, difícil de poner en práctica en un régimen capitalista. El Banco del Pueblo, fundado por Proudhon a comienzos de 1849, logró obtener veinte mil adherentes en seis semanas, pese a lo cual su existencia fue breve. Especialmente quimérica era su ilusión de que cundiría el ejemplo del mutualismo. Fue muy ingenuo Proudhon al exclamar: «¡Era en verdad el nuevo mundo, la sociedad de promisión que, tras injertarse en el viejo orden social, lo transformaba poco a poco!».

En cuanto a la remuneración basada en la reviewuación de la hora de trabajo, es discutible por varias razones. Los «comunistas libertarios» de la escuela de Kroprotkin, Malatesta, Elisée Reclus, CarloCafiero, y otros, no escatimarán sus críticas. En primer término, la consideran injusta. «Tres horas de labor de Pedro pueden valer cinco horas de trabajo de Pablo», objeta Cafiero. En la determinación del valor del trabajo intervienen otros factores además del tiempo que requiere la tarea: la intensidad, la formación profesional e intelectual, etc. También es preciso tener en cuenta los deberes familiares de cada obrero.[5]

Además, en el régimen colectivista, el trabajador sigue siendo un asalariado, un esclavo de la comunidad, que compra y fiscaliza su fuerza de trabajo. La remuneración proporcional a las horas de labor cumplidas por cada persona no puede ser un ideal, sino, a lo sumo, un recurso temporario a falta de algo mejor. Es preciso terminar con la moral de los libros de contabilidad, con la filosofía del «debe y el haber». Este modo de retribución procede de un individualismo mitigado que está en contradicción con la propiedad colectiva de los medios de producción. No puede, de ningún modo, conducir a una transformación profunda y revolucionaria del hombre. Es incompatible con la «anarquía». Una forma nueva de posesión exige también otra forma de retribución. Los servicios prestados a la sociedad no pueden reviewuarse en unidades monetarias, y ante todo deben considerarse las necesidades personales. El producto del trabajo de todos ha de pertenecer a todos por igual, y cada uno tendrá derecho a tomar libremente su parte. A cada cual según sus necesidades, tal debería ser la divisa del «comunismo libertario».

Pero Kropotkin, Malatesta y sus amigos parecen haber ignorado que Proudhon previó las objeciones que podían hacerse a sus primeros conceptos, y los revisó. Su Théorie de la Proprieté, publicada después de su muerte, explica que propuso el pago de salarios equivalentes a la cantidad de trabajo únicamente en su Primera Memoria sobre la Propiedad (aparecida en 1840): «Olvidé decir dos cosas: primero, que el trabajo se mide en proporción compuesta a su duración e intensidad; segundo, que en la paga no debe estar incluida la amortización de los gastos de educación del obrero y del trabajo que éste ha realizado en su propia persona durante el período de aprendizaje no remunerado, ni la prima de seguros contra los riesgos que corre, los cuales varían según la profesión de que se trate». Proudhon afirma haber «reparado» este «olvido» en sus escritos posteriores, en los que propone que sociedades cooperativas de seguros mutuos compensen los gastos y los riesgos desiguales. Por otra parte, Proudhon no considera en absoluto que la retribución recibida por los miembros de una asociación obrera sea un «salario», sino, antes bien, una repartición de los beneficios realizada libremente por los trabajadores asociados y corresponsables. De no ser así, la autogestión obrera carecería de sentido, como bien lo señala en una tesis aún inédita Pierre Haubtmann, el más reciente de los exegetasproudhonianos.

Los «comunistas libertarios» reprochan al mutualismo de Proudhon y al colectivismo, más consecuente, de Bakunin, el no haber querido establecer de antemano en qué forma se retribuiría el trabajo en un régimen socialista. Quienes así los critican, parecen olvidar que ambos fundadores del anarquismo no deseaban encuadrar prematuramente a la sociedad dentro de rígidos límites. Estimaban que, en este aspecto, convenía dejar la mayor libertad de acción a las asociaciones de autogestión. Pero los propios «comunistas libertarios» proporcionarán la justificación de esta flexibilidad, de este rechazo de las soluciones precipitadas, cuando, en sus impacientes definiciones del mundo del futuro subrayan que, en el régimen ideal elegido por ellos, «el trabajo producirá mucho más de lo que se necesite para todos»: en efecto, únicamente cuando se inicie la era de la abundancia, y no antes, podrán las normas «burguesas» de remuneración dejar su lugar a otras específicamente «comunistas». En un programa que redactó hacia 1884 para una vaga Internacional anarquista, Malatesta reconocía que el comunismo sólo era inmediatamente realizable en sectores muy restringidos y que, «para el resto», sería necesario aceptar «transitoriamente» el colectivismo.

«Para llevar el comunismo a la práctica, es preciso que los miembros de la sociedad lleguen a una gran madurez moral, adquieran un elevado y profundo sentimiento de solidaridad que el impulso revolucionario quizá no baste para crear, sobre todo en los primeros tiempos, en que se darán condiciones materiales poco favorables para tal evolución».

En vísperas de la Revolución Española de 1936, durante la cual el anarquismo se verá puesto a prueba, Diego Abad de Santillán demostrará, con razonamientos similares, que resulta imposible llevar inmediatamente a la práctica el comunismo libertario. A juicio de Santillán, el sistema capitalista no ha preparado a los seres humanos para tal forma de vida: en lugar de fomentar los instintos sociales, el sentido de solidaridad, tiende a prohibir y castigar estos sentimientos con todos los recursos de que dispone.

Santillán invocará las experiencias revolucionarias de Rusia y otros lugares para instar a los anarquistas a mostrarse más realistas. Criticará su resistencia a aceptar, por recelo o soberbia, la lección de una realidad tan cercana. Es dudoso, afirmará, que una revolución nos conduzca inmediatamente a la realización de nuestro ideal anarcocomunista. La consigna colectivista de «a cada uno el producto de su trabajo», respondería mejor que el comunismo a las exigencias de la vida real durante la primera fase de un período revolucionario, en la cual reinaría el caos económico, la miseria causaría estragos y el abastecimiento sería el problema más urgente de resolver. Las formas económicas que se ensayaran marcarían, a lo sumo, una gradual evolución hacia el comunismo. Encerrar brutalmente en jaulas a los seres humanos, aprisionarlos en formas de vida social, significaría una actitud autoritaria que sólo entorpecería la evolución. Mutualismo, colectivismo y comunismo no son sino distintos medios tendientes a un mismo fin. Volviendo al prudente empirismo recomendado por Proudhon y Bakunin, Santillán reclamará para la ya próxima Revolución Española el derecho de experimentar libremente. «En cada localidad, en cada medio, se decidirá cuál es el grado de comunismo, de colectivismo o de mutualismo que podrá llevarse a la práctica».

En verdad, como veremos luego, la experiencia de las «colectividades» españolas de 1936 demostraría cuán grandes son las dificultades que presenta la aplicación prematura del comunismo integral.

La Competencia

Entre las normas heredadas de la economía burguesa existe una cuya conservación, en la economía colectivista o de autogestión, suscita espinosos problemas: la competencia. En opinión de Proudhon, ella es «expresión de la espontaneidad social» y garantiza la «libertad» de las asociaciones. Por otra parte es, y seguirá siendo por mucho tiempo, un estímulo irreemplazable sin el cual se produciría un «gigantesco» aflojamiento» al desaparecer la fuerte tensión que mueve al mundo industrial. Explica: «La compañía obrera se compromete ante la sociedad a suministrar los productos y servicios que se le piden, siempre a precio más cercano al de costo [...]. A tal efecto, la empresa obrera se abstiene de entrar en coalición [monopolista], se somete a la ley de la competencia y pone sus libros y archivos a disposición de la sociedad, la cual, como sanción de su derecho de control, conserva la facultad de disolver las compañías: «La competencia y la asociación se apoyan la una en la otra [...]. El error más deplorable del socialismo consiste en haberla considerado [la competencia] como factor disolvente de la sociedad. No se trata [...] de eliminar la competencia [...]. Hay que buscar un equilibrio, puede decirse».

Tal apego al principio de la competencia, le valió a Proudhon los sarcasmos de Louis Blanc: «No podemos comprender a quienes imaginaron no sé qué misteriosa simbiosis de ambos principios opuestos. Injertar la asociación en la competencia es una idea muy peregrina: sería como reemplazar a eunucos por hermafroditas». Louis Blanc deseaba «llegar a un precio uniforme», fijado por el Estado, e impedir toda competencia entre los establecimientos de una misma rama industrial. Proudhon replica que el precio «sólo puede regularse mediante la competencia, vale decir, la prerrogativa del consumidor [...] de prescindir de los servicios de quien pide demasiado por ellos [...]». «Eliminad la competencia [...], y la sociedad, privada de fuerza motriz, se detendrá como un reloj sin cuerda».

Por cierto que Proudhon no ignora los perjuicios de la competencia que, además, describió harto detalladamente en su tratado de economía política. Sabe muy bien que es fuente de desigualdades y admite que «donde hay competencia, los batallones más grandes tienen asegurada la victoria». Mientras sea «anárquica» (en el sentido peyorativo de la palabra), mientras sólo se ejerza en beneficio de intereses privados, engendrará necesariamente la guerra civil, y, a fin de cuentas, la oligarquía. «La competencia mata a la competencia».

Pero, a juicio de Proudhon, la falta de competencia no sería menos perniciosa. Para ilustrar su aseveración, cita el ejemplo del monopolio estatal del tabaco, el cual, por estar libre de competidores, tiene una producción insuficiente y resulta muy oneroso. Si todas las industrias estuvieran sometidas a un régimen semejante, la nación no podría ya lograr un equilibrio de gastos e ingresos, afirma Proudhon.

La competencia soñada por Proudhon no es, empero, la de la economía capitalista, carente de principios rectores, sino una competencia orientada por un ideal superior, que la «socializa», basada en un intercambio leal y movida por un espíritu de solidaridad; una competencia que, sin restringir la iniciativa individual, devolvería a la colectividad las riquezas de las cuales la priva actualmente la apropiación capitalista.

Es evidente que esta idea tiene algo de utópico. La competencia y la economía llamada de mercado producen fatalmente desigualdad y explotación, aun cuando se parta de una situación de igualdad perfecta. Sólo con carácter transitorio, como mal menor, sería dable integrarlas a la autogestión obrera, hasta que:

1º Quienes practiquen la autogestión hayan adquirido una mentalidad de «sinceridad en el intercambio», como dice Proudhon; y 2º Sobre todo, la sociedad haya pasado de la etapa de miseria a la de abundancia, momento desde el cual la competencia perdería su razón de ser.

En este período de transición, sin embargo, parece conveniente limitar, como se hace actualmente en Yugoslavia, la competencia a los medios de consumo, pues así ésta presenta al menos la ventaja de defender los intereses del consumidor.

Los «comunistas libertarios» rechazarán una economía colectivista de tipo proudhoniano, fundada sobre el principio de lucha, por considerar que dicho sistema sólo pondría a los competidores en un plano de igualdad al comienzo, y que luego se iniciaría entre ellos una batalla en la cual, necesariamente, habría vencedores y vencidos. De este modo, el intercambio de productos terminaría por regirse según las normas de la oferta y la demanda, «lo cual equivaldría a caer en la competencia tradicional, en el más puro sistema burgués». Este lenguaje se asemeja grandemente al que hoy emplean ciertos comunistas detractores de la experiencia yugoslava.

Creen necesario dirigir contra la autogestión en general la hostilidad que les inspira la economía de mercado competitivo. ¡Como si ambas modalidades estuvieran esencial y eternamente unidas entre sí!

Unidad y Planificación

En todo caso, Proudhon advierte que la gestión por las asociaciones obreras sólo puede ser unitaria. Insiste en «la necesidad de centralización y unidad». Pregunta: «¿No expresan la unidad las compañías obreras de explotación de las grandes industrias?». «En lugar de la centralización política proponemos la centralización económica». No obstante, teme que se desemboque en una planificación autoritaria (por eso, intuitivamente, prefiere una competencia guiada por el espíritu de solidaridad). De cualquier modo, el anarquismo se ha erigido, desde entonces, en adalid de una planificación democrática y libertaria, elaborada desde abajo por la federación de empresas autoadministradas.

Bakunin vislumbra las perspectivas de planificación en escala mundial que se abren a la autogestión: «Las cooperativas obreras son un hecho nuevo en la historia; hoy presenciamos su nacimiento y, en esta hora, podemos presentir, pero no determinar, el inmenso desarrollo que alcanzarán sin duda, y las nuevas condiciones políticas y sociales que surgirán de ellas en el futuro. Es posible, y hasta muy probable, que algún día, tras desbordar los límites de los municipios, de las provincias y hasta de los estados actuales, reconstituyan toda la sociedad humana, la cual se dividirá, no ya en naciones, sino en grupos industriales». De tal manera, las asociaciones obreras integrarán «una inmensa federación económica» presidida por una asamblea suprema. Sobre la base de los «datos amplios, precisos y detallados proporcionados por la estadística mundial», combinarán la oferta con la demanda a fin de dirigir, fijar y repartir entre los distintos países la producción de la industria mundial, de suerte que prácticamente desaparecerán las crisis comerciales e industriales, la paralización de actividades y los desastres financieros; en suma, no habrá más dificultades ni capitales perdidos.

¿Socialización Integral?

El concepto proudhoniano de la gestión por las asociaciones obreras entrañaba un equívoco. No aclaraba si los grupos de autogestión habían de continuar en competencia con empresas capitalistas, en una palabra, si, como se dice hoy en Argelia, el sector socialista coexistiría con un sector privado, o si, por el contrario, se socializaría y pondría bajo el régimen de autogestión a la totalidad de las fuerzas de producción.

Bakunin es un colectivista consecuente. Ve claramente los peligros que encierra la coexistencia de ambos sectores. Aun asociados, los obreros no pueden formar capitales suficientes para hacer frente a los grandes capitales burgueses. Por otra parte, se corre el riesgo de que dentro mismo de las asociaciones obreras, y por contagio del medio capitalista, surja «una nueva clase de explotadores del trabajo del proletariado». La autogestión contiene las semillas de la emancipación económica de las masas obreras, pero ellas sólo podrán germinar y florecer plenamente cuando «los capitales, los establecimientos industriales, las materias primas y los instrumentos de trabajo [...] sean propiedad colectiva de las asociaciones obreras de producción industrial y agrícola, libremente organizadas y federadas entre sí». «Una transformación social radical y definitiva sólo podrá lograrse con medios que actúen sobre la sociedad en su conjunto», vale decir, con una revolución social que transforme la propiedad individual en propiedad colectiva. Dentro de una organización social de este género, los obreros serán colectivamente sus propios capitalistas y patrones. Sólo se admitirá la propiedad privada de «las cosas que sirvan verdaderamente para uso personal».

Si bien reconoce que las cooperativas de producción presentan la ventaja de habituar a los obreros a organizarse, a dirigir por sí mismos sus asuntos y siembran las primeras semillas de una acción obrera colectiva, Bakunin estima que, hasta tanto no se cumpla la revolución social, estos focos aislados dentro de la sociedad capitalista sólo pueden tener limitada eficacia, y por ello incita a los trabajadores a «ocuparse más de huelgas que de cooperativas».

Sindicalismo Obrero

Bakunin aprecia en su valor el papel de los sindicatos, «organización natural de las masas», «único instrumento de guerra verdaderamente eficaz» que los obreros pueden emplear contra la burguesía. Considera que el movimiento sindical puede contribuir mucho más que los ideólogos a que la clase trabajadora cobre plena conciencia de lo que desea, a sembrar en ella el pensamiento socialista que corresponde a sus inclinaciones naturales y a organizar las fuerzas del proletariado fuera del radicalismo burgués. En su concepto, el porvenir está en manos de la federación nacional e internacional de las asociaciones profesionales.

En los primeros congresos de la Internacional, no se mencionó expresamente el sindicalismo obrero. A partir del congreso de Basilea, celebrado en 1869, aquél pasa a primer plano por influencia de los anarquistas: tras la abolición del salario, los sindicatos constituirán el embrión de la administración del futuro; el gobierno será reemplazado por los consejos de las asociaciones gremiales.

Más tarde, en 1876, al exponer sus Idées sur l’Organisation Sociale, James Guillaume, discípulo de Bakunin, integrará el sindicalismo obrero dentro de la autogestión. Recomendará que se formen federaciones corporativas por ramas laborales, las cuales se unirán, «no ya para proteger su salario contra la rapacidad de los patrones, sino [...] para garantizarse mutuamente el uso de los instrumentos de trabajo que se encuentren en posesión de cada grupo y que, por contrato recíproco, pasarán a ser propiedad colectiva de la federación corporativa en su totalidad». Dichas federaciones cumplirán la tarea de planificar, según la perspectiva que abrió Bakunin.

De tal modo, se llena uno de los vacíos que dejó Proudhon en su esbozo de la autogestión. Este tampoco aclaró cuál sería el vínculo que uniría a las diversas asociaciones de producción y les impediría dirigir sus negocios con espíritu egoísta, con mentalidad de «campanario», sin preocuparse por el interés general y el bien de las demás empresas autoadministradas. El sindicalismo obrero es la pieza que faltaba, el elemento que articula la autogestión, el instrumento, destinada a planificar y unificar la producción.

Las Comunas

En la primera parte de su carrera, Proudhon se preocupa exclusivamente de la organización económica. Su recelo de todo lo que sea «política» lo lleva a descuidar el problema de la administración territorial. Se limita a afirmar que los trabajadores deben sustituir al Estado, ser ellos mismos el Estado, pero no define en qué forma se realizará esta transformación.

En los últimos años de su vida se ocupa más del problema «político», que aborda a la manera anarquista, vale decir, buscando la solución desde abajo hacia arriba. En cada localidad, los hombres integran lo que él llama un grupo natural, que «se constituye en comuna u organización política y se afirma en su unidad, su independencia, su vida o movimiento propio y su autonomía».

«Grupos como éstos, separados por la distancia, pueden tener intereses en común, llegar a entenderse, a asociarse y, a través de esta garantía mutua, formar un grupo mayor». Pero al llegar a este punto, el espectro del aborrecido Estado inquieta al pensador anarquista, y éste expresa su ferviente anhelo de que jamás, nunca jamás, los grupos locales, «al unirse para garantía mutua de sus intereses y el desarrollo de sus riquezas [...], lleguen a entregarse en una suerte de autoinmolación a este nuevo Moloch».

Proudhon define con relativa precisión la comuna autónoma. Ella es, por esencia, «un ente soberano». En calidad de tal, «tiene el derecho de gobernarse a sí misma, de administrarse, de fijarse impuestos, de disponer de sus propiedades e ingresos, de crear escuelas y nombrar profesores para su juventud», etc. «Así es una comuna, pues así es la vida colectiva, la vida política [...]. Rechaza toda traba, no reconoce otro límite que ella misma; cualquier coerción externa le es antipática y mortal».

Así como considera que la autogestión es incompatible con un Estado autoritario, Proudhon opina que la comuna no podría coexistir con un poder centralizado que gobernara desde arriba hacia abajo. «No puede haber términos medios: la comuna será soberana o dependiente, todo o nada. No tiene vuelta de hoja: desde el momento en que renuncia a parte de sus derechos, en que acepta una ley más alta, en que reconoce como superior al gran grupo [...] que integra [...], es inevitable que algún día se encuentre en contradicción con aquél, que se produzca el conflicto. Ahora bien, si hay conflicto, por lógica y por fuerza será el poder central quien gane, sin debate, sin juicio, sin transacción, porque la discusión entre superior y subalterno es inadmisible, escandalosa y absurda».

Bakunin integra la comuna dentro de la organización de la sociedad del futuro en forma más consecuente que Proudhon. Las asociaciones obreras de producción deberán aliarse libremente dentro de las comunas; éstas, a su vez, se federarán voluntariamente entre sí. «Con la abdicación del Estado, volverán las comunas a la vida y a la acción espontánea, suspendidas durante siglos por la actividad y la absorción todopoderosa de aquél».

¿Qué relación habrá entre las comunas y los sindicatos obreros? El distrito de Courtelary, de la Federación del Jura[6], responde sin vacilaciones en un texto publicado en 1880: «El órgano de la vida local será la federación de gremios, y esta federación local constituirá la futura comuna». Pero los autores del texto se ven asaltados por una duda y se preguntan: «¿Quién ha de redactar el contrato de la comuna [...]? ¿Se encargará de ello una asamblea general de todos los habitantes o lo harán delegaciones gremiales?». Llegan a la conclusión de que ambos sistemas son factibles. ¿Se dará prioridad a la comuna o al sindicato? He aquí un dilema que, más adelante, especialmente en Rusia y en España, dividirá a «anarcocomunistas» y «anarcosindicalistas».

Bakunin opina que la comuna es el elemento ideal para efectuar la expropiación de los instrumentos de trabajo en beneficio de la autogestión. Durante la primera fase de la reorganización social, ella se ocupará de dar lo estrictamente necesario a todas las personas «desposeídas», a modo de compensación por los bienes que les fueran confiscados. Describe con cierta precisión la organización interna de la comuna. Será administrada por un consejo compuesto de delegados electivos e investidos de mandato imperativo, siempre responsables y sujetos a destitución. El consejo comunal podrá formar, con sus miembros, comités ejecutivos que se encargarán de las distintas ramas de la administración revolucionaria de la comuna. Esta repartición de responsabilidades entre varias personas presenta la ventaja de hacer intervenir en la gestión al mayor número posible de elementos de la base. Reduce los inconvenientes del sistema de representación, en el cual un pequeño grupo de individuos escogidos acapara todas las tareas, en tanto que la población participa más bien pasivamente en asambleas generales convocadas muy de cuando en cuando. Bakunin intuyó que los consejos electivos deben ser asambleas «obreras» simultáneamente legislativas y ejecutivas, una «democracia sin parlamentarismo», como diría Lenin en uno de sus momentos libertarios. El distrito de Courtelary amplía este concepto: «Para no volver al error de una administración centralizada y burocrática, los intereses generales de la comuna no deben entregarse a una administración local, única y exclusiva, sino a diferentes comisiones especiales encargadas de cada campo de actividad [...]. Este proceder eliminaría el carácter gubernativo de la administración».

Los epígonos de Bakunin no supieron reconocer tan certeramente las etapas ineludibles de la evolución histórica. Hacia 1880, se lanzaron contra los anarquistas colectivistas. Criticando el precedente de la Comuna parisiense de 1871, Kropotkin amonestará al pueblo por haber «aplicado en la comuna, una vez más, el sistema representativo» y «renunciado a la propia iniciativa para ponerla en manos de una asamblea de personas elegidas más bien al azar»; también manifestará su consternación por el hecho de que ciertos reformadores «buscan siempre, cueste lo que cueste, conservar esta forma de gobierno por procuración». A su juicio, el régimen representativo ha llegado a su fin. Significó la dominación organizada por parte de la burguesía y debe desaparecer junto con ella. «La nueva fase económica que se anuncia requiere otro modo de organización política, basada en principios totalmente diferentes de los de la representación». La sociedad deberá buscar su propia modalidad política, la cual ha de ser de tipo más popular que la del gobierno representativo, «más self-government, más gobierno de y para sí mismo».

Esta democracia directa llevada a sus últimas consecuencias y capaz de suprimir hasta los últimos vestigios de cualquier forma de autoridad, tanto en el plano de la autogestión económica como en el de la administración territorial, es, efectivamente, el ideal que persigue todo socialista, sea «autoritario» o libertario. No obstante, la condición necesaria para llegar a ella es, evidentemente, alcanzar una etapa de la evolución social en la cual la totalidad de los trabajadores posea la ciencia y la conciencia imprescindibles y, paralelamente, terminar con el reino de la miseria para dar lugar al de la abundancia. En 1880, mucho antes de Lenin, el distrito de Courtelary anunció: «En una sociedad organizada científicamente, la práctica más o menos democrática del sufragio universal irá perdiendo importancia». Pero nunca antes de alcanzar este estadio.

Un Término Litigioso: «Estado»

El lector ya sabe que los anarquistas se negaban a emplear la palabra Estado, aunque más no fuera transitoriamente. Respecto de este punto, el abismo entre «autoritarios» y libertarios no fue siempre infranqueable. En la Primera Internacional, los colectivistas, cuyo portavoz era Bakunin, llegaron a admitir, como sinónimos de la expresión «colectividad social», las expresiones siguientes: Estado regenerado, nuevo Estado revolucionario y hasta Estado socialista. Pero bien pronto los anarquistas se percataron de que para ellos era arriesgado emplear la misma palabra que los «autoritarios», aunque le dieran un sentido completamente distinto. Arribaron a la conclusión de que un nuevo concepto exigía una nueva denominación y que el uso del vocablo tradicional podría acarrear peligrosos equívocos; en consecuencia, dejaron de designar con el nombre de Estado a la colectividad social del porvenir.

Por su parte, los marxistas se mostraron dispuestos a hacer concesiones de vocabulario porque deseaban ganar el apoyo de los anarquistas para imponer en la Internacional el principio de la propiedad colectiva, al que se oponía el último reducto reaccionario de los individualistas posproudhonianos. De labios afuera aceptaron las expresiones de federación o de solidarización de las comunas, propuestas por los anarquistas como sustitutos del término Estado. Años más tarde, en sus comentarios acerca del programa de Gotha de la socialdemocracia alemana, Engels, guiado por intenciones similares, recomendará a su amigo y compatriota August Bebel que se «reemplace en todas partes la voz Estado por la de Gemeinwesen, buena palabra alemana cuyo sentido equivale al de la francesa Commune».

En el congreso de Basilea de 1869, los anarquistas colectivistas y los marxistas decidieron de común acuerdo que, una vez socializada, la propiedad debía ser explotada por las «comunas solidarias». En un discurso, Bakunin puso los puntos sobre las íes: «Voto por la colectividad del suelo, en particular, y de toda la riqueza social, en general, en el sentido de una liquidación social. Entiendo por liquidación social la expropiación de derecho de todas las propiedades actuales, lo cual ha de hacerse aboliendo el Estado político y jurídico, que es sanción y única garantía del sistema de propiedad imperante. En cuanta a la organización posterior [...], considero adecuada la solidarización de las comunas [...], y estoy tanto más convencido de ello cuanto que dicha solidarización implica la organización de la sociedad desde abajo hacia arriba».

El Problema de la Administración de los Servicios Públicos

Si bien se llegó a una avenencia, ciertos equívocos no se disiparon, y la situación se complicó más aún cuando, en el mismo congreso de Basilea, algunos delegados socialistas «autoritarios» no tuvieron reparos en elogiar la dirección de la economía por el Estado. Más tarde, llegado el momento de abordar el tema de la administración de los grandes servicios públicos, tales como los ferrocarriles, el correo, etc., se vio hasta qué punto era espinoso el problema. En el congreso de la Internacional realizado en La Haya en 1872, acababa de consumarse la escisión entre los partidarios de Bakunin y los de Marx. Por tanto, la discusión acerca de los servicios públicos se produjo en la Internacional impropiamente llamada «antiautoritaria», sobreviviente de dicha escisión. Esta cuestión provocó nuevos desacuerdos entre los anarquistas y aquellos socialistas más o menos partidarios del Estado que optaron por permanecer con ellos en la Internacional, tras separarse de Marx.

Por ser de interés nacional, es evidente que los servicios públicos no pueden ser administrados exclusivamente por las asociaciones obreras o por las comunas. Ya Proudhon había tratado de salvar este escollo proponiendo que la gestión obrera fuera «equilibrada» con una «iniciativa pública» cuya naturaleza no aclaraba debidamente. ¿Quién administraría los servicios públicos? La federación de comunas, respondían los libertarios; el Estado, se sentían tentados de responder los «autoritarios».

En el congreso de la Internacional celebrado en Bruselas en 1874, el socialista belga César de Paepe intentó encontrar un término medio entre las dos tesis en pugna. Los servicios públicos locales estarían a cargo de la comuna y dirigidos por la administración local, designada por los sindicatos obreros. En cuanto a los servicios públicos de mayor alcance estarían gobernados, ya por una administración regional nombrada por la confederación de comunas y controlada por una cámara regional de trabajo, ya por el «Estado obrero», vale decir, el Estado «basado en la agrupación de comunas obreras libres», como sería el caso de las grandes empresas nacionales. Pero los anarquistas encontraron sospechosa esta ambigua definición. De Paepe prefirió creer que tal desconfianza se debía a una mala interpretación. Quizá sólo se trataba de una diferencia de palabras. Si así era, estaba dispuesto a descartar el vocablo utilizado, aunque conservando y hasta ampliando el concepto, que presentaría «con el barniz, más agradable, de alguna otra denominación».

Pero la mayor parte de los libertarios consideraron que la fórmula propuesta por el socialista belga conducía a la reconstrucción del Estado: en su opinión, el «Estado obrero» debía terminar por fuerza en «Estado autoritario». Y si, verdaderamente, sólo se trataba de una diferencia de palabras, no comprendían por qué había de bautizarse la nueva sociedad sin gobierno con el mismo nombre que designaba la organización abolida. Posteriormente, en el congreso de Berna de 1876, Malatesta admitió que los servicios públicos requerían una organización única y centralizada, pero se negó a aceptar que fueran administrados desde arriba por una institución como el Estado. Estimaba que sus oponentes confundían Estado con sociedad, la cual es un «organismo vivo». Al año siguiente, en 1877, durante el congreso socialista universal de Gante, César de Paepe reconoció que el famoso Estado obrero o Estado popular «podía ser, en efecto, durante algún tiempo, simplemente un Estado de asalariados». Pero ésta «debía ser sólo una fase transitoria, impuesta por las circunstancias», después de la cual el importuno quídam tendría que desprenderse de los instrumentos de trabajo para entregarlos a las asociaciones obreras. Perspectiva tan lejana como problemática no atraía a los anarquistas: cuando el Estado se apodera de algo, no lo devuelve jamás.

Federalismo

En resumen, la sociedad libertaria del futuro debía estar dotada de una doble estructura: la económica, constituida por la federación de asociaciones obreras de autogestión, y la administrativa, formada por la federación de comunas. Sólo faltaba coronar y articular el edificio con una institución de gran alcance, que pudiera extenderse al mundo entero: el federalismo.

A medida que madura el pensamiento de Proudhon, la idea federalista se afirma y prreviewece. Una de sus últimas obras lleva el título de Du Principe Fedératif; por otra parte, sabemos que, hacia el fin de su vida, se inclinaba a declararse federalista antes que anarquista. No vivimos ya en la época de las pequeñas comunas antiguas que, por lo demás, en ese entonces solían unirse en federaciones. El problema de la era moderna reside en la administración de los grandes países. Proudhon hace la siguiente observación: «Si la superficie del Estado no superara jamás la de una comuna, dejaría que cada uno decidiera a su arbitrio y todo quedaría dicho. Pero no olvidemos que nos encontramos ante grandes aglomeraciones de territorios donde las ciudades, los pueblos y las aldeas se cuentan por millones». No se trata de fragmentar la sociedad en microcosmos; la unidad es indispensable.

Pero los «autoritarios» tienen la pretensión de regir estos grupos locales según las leyes de la «conquista», «lo cual declaro absolutamente imposible en virtud de la propia ley de la unidad», objeta Proudhon. «Todos estos grupos [...] son organismos indestructibles [...], que no pueden despojarse de su independencia soberana, así como el miembro de la comuna, en su calidad de tal, no puede perder sus prerrogativas de hombre libre [...]. Lo único que se conseguiría [...] sería crear un antagonismo irreconciliable entre la soberanía general y cada una de las soberanías particulares, soliviantar a una autoridad contra la otra; en una palabra, organizar la división creyendo fomentar la unidad».

En semejante sistema de «absorción unitaria», las comunas o grupos naturales quedarían «eternamente condenados a desaparecer dentro de la aglomeración superior, que puede decirse es artificial». La centralización, que consiste en «retener en la indivisión gubernamental a grupos autónomos por naturaleza», «es la verdadera tiranía para la sociedad moderna». Es un sistema imperialista, comunista, absolutista, truena Proudhon, agregando, en una de esas amalgamas cuyo secreto sólo él conocía: «Todos estos vocablos son sinónimos».

Por el contrario, la unidad, la verdadera unidad, la centralización, la verdadera centralización, serían indestructibles si, entre las diversas unidades territoriales, se instituyera un lazo de derecho, un contrato de mutualidad y un pacto de federación. «La centralización de una sociedad de hombres libres [...] consiste en un contrato que los une. La unidad social [...] es producto de la libre adhesión de los ciudadanos [...]. Para que una nación se manifieste en su unidad, es preciso que dicha unidad esté centralizada [...] en todas sus funciones y facultades; es necesario que la centralización se efectúe desde abajo hacia arriba, de la circunferencia al centro, y que todas las funciones sean independientes entre sí y se gobiernen por sí mismas. Cuanto más se multipliquen los centros, tanto más fuerte será la centralización».

El sistema federativo es lo opuesto de la centralización gubernamental. La autoridad y la libertad, dos principios en perpetua lucha, están condenados a transigir la una con la otra. «La federación resuelve todas las dificultades que se presentan para lograr una armonía entre libertad y autoridad. La Revolución Francesa estableció las premisas de un orden nuevo, cuyo secreto posee su heredera, la clase trabajadora. ¿En qué consiste este orden nuevo? En la unión de todos los pueblos dentro de una ‘confederación de confederaciones’. Esta expresión no es caprichosa, por cuanto una confederación universal sería demasiado vasta; es menester coligar grandes conjuntos.«Y Proudhon, dado a vaticinar, anuncia: «El siglo XX iniciará la era de las federaciones».

Bakunin se limita a desarrollar y profundizar las ideas federalistas de Proudhon. Al igual que éste, pone de relieve la superioridad de la unidad federativa con respecto a la «autoritaria»: «Cuando desaparezca el maldito poder estatal que obliga a personas, asociaciones, comunas, provincias y regiones a vivir juntas, todas estarán ligadas mucho más estrechamente y constituirán una unidad mucho más viva, más real, más poderosa que la que se ven hoy forzadas a formar bajo la presión del Estado, que aplasta a todos por igual». Los autoritarios «confunden siempre [...] la unidad formal, dogmática y gubernamental con la unidad viva y real, que sólo puede ser resultado del libérrimo desarrollo de todas las individualidades y colectividades, así como de la alianza federativa y absolutamente voluntaria [...] de las asociaciones obreras en comunas, de éstas en regiones, y de las regiones en naciones».

Bakunin insiste en la necesidad de un ente intermediario que sirva de vínculo entre la comuna y el organismo federativo nacional: la provincia, o región, constituida por la libre federación de comunas autónoma. No debe pensarse que el federalismo conduce al aislamiento, al egoísmo. La solidaridad es inseparable de la libertad. «Aunque absolutamente autónomas, las comunas se sienten [...] solidarias entre sí y se unen estrechamente, sin sacrificar un ápice de su libertad». En el mundo moderno, los intereses materiales, intelectuales y morales han servido para crear una unidad fuerte y real entre todas las partes que componen una nación y hasta entre diferentes naciones. Y esta unidad sobrevivirá a los Estados.

Pero el federalismo es un arma de doble filo. Así, durante la Revolución Francesa, el federalismo girondino era contrarrevolucionario, mientras que la escuela monárquica de Charles Maurras predicaba el regionalismo. Y en ciertos países, como los Estados Unidos, el carácter federal de la Constitución es explotado por quienes niegan los derechos civiles a los hombres de color. Bakunin considera que únicamente el socialismo puede aportar contenido revolucionario al federalismo. Por ese motivo, sus partidarios españoles apoyaron más bien tibiamente al partido federalista burgués de Pi y Margall, que se decía proudhoniano, y aun a su ala izquierda «cantonalista», durante el breve episodio de la abortada república de l874.[7]

Internacionalismo

El principio federalista conduce lógicamente al internacionalismo, es decir, a la organización federativa de las naciones «en la grande y fraterna unión internacional de los hombres». También aquí Bakunin desenmascara la utopía burguesa de un federalismo no nacido del socialismo internacionalista y revolucionario. Muy adelantado respecto de su tiempo, es «europeísta», como se dice actualmente. Proclama la necesidad de formar los Estados Unidos de Europa como única manera de «hacer imposible la guerra civil entre los distintos pueblos que componen la familia europea». Pero tiene la precaución de advertir contra la creación de ligas europeas que agrupen a los estados «tal como están constituidos en el presente»: «Ningún Estado centralista, burocrático y, por ende, militar, aun cuando se llame república, podrá entrar sincera y seriamente en una confederación internacional. Por su constitución, que nunca dejará de ser una negación franca o disimulada de la libertad interna, tal Estado sería necesariamente una permanente declaración de guerra, una amenaza contra la existencia de los países vecinos». Toda alianza con un Estado reaccionario significaría una «traición a la Revolución». Los Estados Unidos de Europa, primero, y los del mundo entero, después, sólo podrán crearse cuando, por doquier, se haya destruido la antigua organización fundada, de arriba abajo, en la violencia y en el principio de autoridad. Por el contrario, en caso de que triunfara la revolución social en un país dado, toda nación extranjera que se sublevara en nombre de los mismos principios sería recibida en la federación revolucionaria sin tomar en cuenta las fronteras que separan actualmente a los estados.

El verdadero internacionalismo descansa sobre la autodeterminación y su corolario, el derecho de secesión. «Toda persona, toda asociación, toda comuna, toda provincia, toda región, toda nación, tiene el derecho absoluto de disponer de sí misma, de asociarse o no, de aliarse con quien quiera y de romper sus alianzas sin consideración por los supuestos derechos históricos ni por las conveniencias de sus vecinos», añade Bakunin a los conceptos de Proudhon. «De todos los derechos políticos, el primero y más importante es el derecho de unirse y separarse libremente; sin él, la confederación sería siempre sólo una centralización disfrazada».

Para los anarquistas, empero, este principio no implica una tendencia divisionista o aislacionista. Muy por el contrario, abrigan la «convicción de que, una vez reconocido el derecho de secesión, las secesiones de hecho se tornarán imposibles, ya que la unidad nacional será producto de la libre voluntad, y no de la violencia y la mentira histórica». Entonces, y sólo entonces, la unidad nacional será «verdaderamente fuerte, fecunda e indisoluble».

Lenin, y luego los primeros congresos de la Tercera Internacional tomarán de Bakunin estos conceptos, que los bolcheviques adoptarán como base de su política de nacionalidades y de su estrategia anticolonialista, para, finalmente, renegar de ellos y volcarse hacia la centralización autoritaria y un imperialismo disimulado.

Descolonización

Cabe observar que, por consecuencia lógica, el federalismo conduce a sus fundadores a prever proféticamente el problema de la supresión del colonialismo. Al establecer una distinción entre unidad «conquistadora» y unidad «racional», Proudhon advierte que «todo organismo que rebase sus justos límites y trate de invadir a anexarse otros, pierde en fuerza lo que gana en superficie, y tiende a su disolución». Cuanto más amplíe una comuna [léase nación] su población y su territorio, tanta más se acercará a la tiranía y, finalmente, al derrumbe.

«Que establezca a cierta distancia de ella sucursales o colonias y, tarde o temprano, estas colonias o sucursales se transformarán en nuevas comunas que sólo quedarán unidas a la metrópoli por un vínculo federativo y hasta pueden llegar a desvincularse totalmente de ella [...].

«Cuando la nueva comuna está en condiciones de bastarse a sí misma, proclama su independencia por voluntad propia: ¿con qué derecho pretende la metrópoli tratarla como vasallo, como propiedad explotable en su beneficio?

«Por eso en nuestros días hemos visto a los Estados Unidos independizarse de Inglaterra, lo mismo que el Canadá, al menos de hecho, ya que no oficialmente. De igual modo, Australia está por separarse de su madre patria con el consentimiento y la total aprobación de ésta, y Argelia se constituirá tarde o temprano en la Francia de Africa, a no ser que, por abominables cálculos, insistamos en retenerla mediante la fuerza y la miseria».

También Bakunin dirige su mirada hacia los países subdesarrollados. Duda de que la Europa imperialista «pueda mantener en la servidumbre a ochocientos millones de asiáticos». «El Oriente, esos ochocientos millones de hombres adormecidos y sojuzgados que forman las dos terceras partes de la humanidad, se verá obligado a despertar y a entrar en acción. Pero, ¿hacia dónde se encaminará, qué objetivo se fijará?

Siente «la más profunda simpatía por toda insurrección nacional contra la opresión». Insta a los pueblos oprimidos a seguir el fascinante ejemplo de la sublevación española contra Napoleón, la cual, pese a la formidable desproporción entre los guerrilleros nativos y las tropas imperiales, no pudo ser dominada por el invasor y resistió durante cinco años hasta que, finalmente, logró expulsar a los franceses de España.

Todo pueblo «tiene el derecho de ser él mismo y nadie ha de imponerle sus costumbres, sus trajes, su idioma, sus opiniones y sus leyes». Pero, vuelve a recalcar, no puede haber verdadero federalismo sin socialismo. Desea que la liberación nacional se cumpla «en beneficio, tanto político como económico, de las masas populares», y «no con la ambiciosa intención de fundar un Estado poderoso». La revolución de liberación nacional que «se haga al margen del pueblo, habrá de apoyarse en la clase privilegiada para triunfar [...] y por lo tanto irá necesariamente contra el pueblo»; será, en consecuencia, «un movimiento retrógrado, funesto y contrarrevolucionario».

Sería lamentable que las colonias, tras liberarse del yugo extranjero, fuesen a caer bajo un yugo propio, de carácter político y religioso. Para emancipar a estos países es preciso «desarraigar de sus masas populares la fe en cualquier forma de autoridad, divina o humana». Históricamente, la cuestión nacional pasa a segundo plano frente a la social. Sólo la revolución social puede salvarnos; una revolución nacional aislada no tiene posibilidad de triunfo. La revolución social desemboca necesariamente en una revolución mundial.

Bakunin piensa que, una vez superado el colonialismo, se iniciará la paulatina y creciente federación internacional de los pueblos revolucionarios: «El porvenir pertenece ante todo a la unión euroamericanainternacional. Luego, mucho más adelante, esta gran nación euroamericana se fundirá orgánicamente con el conglomerado afroasiático».

Como vemos, el análisis de Bakunin nos proyecta en pleno siglo XX.

El Anarquismo en la Práctica Revolucionaria

De 1880 a 1914

El Anarquismo se Aísla del Movimiento Obrero

Pasaremos ahora a ver al anarquismo en acción. Entramos así en el siglo XX. Es indudable que el pensamiento libertario no estuvo totalmente ausente de las revoluciones del siglo XIX, pero en éstas cumplió un papel poco preponderante. Aun antes de que estallara la Revolución de 1848, Proudhon se mostró contrario a ella. La acusó de tener carácter político, de ser un engañabobos burgués, lo que, por otra parte, fue en buena medida. Sobre todo la consideraba inoportuna e inadecuada por sus barricadas y sus luchas callejeras, medios ya envejecidos; la panacea de sus sueños, el colectivismo mutualista, debía imponerse muy de otra manera. En cuanto a la Comuna, si bien rompió espontáneamente con el «centralismo estatista tradicional», fue, como observó Henri Lefebvre, fruto de una «avenencia», de una suerte de «frente común» entre proudhonianos y bakuninistas, por un lado, y jacobinos y blanquistas, por el otro. Constituyó una «audaz negación» del Estado, pero los anarquistas internacionalistas, según testimonio de Bakunin, sólo constituyeron una «ínfima minoría».

No obstante, gracias al impulso que le dio Bakunin, el anarquismo logró injertarse en un movimiento de masas de naturaleza proletaria, apolítica e internacionalista: la «Primera Internacional». Más, hacia 1880, los anarquistas comenzaron a mostrarse despectivos con «la tímida Internacional de los primeros tiempos» y pretendieron sustituirla, como dijo Malatesta en 1884, con una «Internacional temible», que habría sido simultáneamente comunista, anarquista, antirreligiosa, revolucionaria y antiparlamentaria. El espantajo que así quiso agitar diluyóse en la nada: el anarquismo se aisló del movimiento obrero y, a consecuencia de ello, se debilitó, se extravió en el sectarismo y en un activismo minoritario.

¿A qué obedeció este retroceso? Una de las razones fue el acelerado desarrollo industrial y la rápida conquista de los derechos políticos, que predispusieron a los trabajadores a aceptar el reformismo parlamentario. De ahí que el movimiento obrero internacional quedara acaparado por la socialdemocracia, política, electoralista y reformista, que no se proponía realizar la revolución social, sino apoderarse legalmente del Estado burgués y satisfacer las reivindicaciones inmediatas.

Reducidos una débil minoría, los anarquistas renunciaron a la idea de militar dentro de los grandes movimientos populares. Por querer mantener la pureza doctrinaria — de una doctrina en la cual se daba ahora libre curso a la utopía, combinación de prematuros sueños futuristas y nostálgicas evocaciones de la Edad de Oro — Kropotkin, Malatesta y sus amigos volvieron la espalda al camino abierto por Bakunin. Reprocharon a la literatura anarquista — e incluso al propio Bakunin — el estar demasiado «impregnada de marxismo». Se encerraron en sí mismos y se organizaron en pequeños grupos clandestinos de acción directa, en los que la policía infiltró hábilmente a sus soplones.

El virus quimérico y aventurero se introdujo en el anarquismo tras el retiro de Bakunin, ocurrido en 1876 y seguido, a poco, de su muerte. El congreso de Berna lanzó el lema de la «propaganda por el hecho». Cafiero y Malatesta se encargaron de dar la primera lección. El 5 de abril de 1877, treinta militantes armados, dirigidos por ellos, invadieron las montañas de la provincia italiana de Benevento, quemaron los archivos comunales de una aldea, distribuyeron entre los pobres el contenido de la caja del recaudador de impuestos, intentaron aplicar un «comunismo libertario» en miniatura — rural y pueril — y, finalmente, acosados, transidos de frío, se dejaron capturar sin oponer resistencia.

Tres años después — el 25 de diciembre de 1880, para ser más exacto — Kropotkin proclamaba en su periódico Le Revolté: «La revuelta permanente mediante la palabra, el impreso, el puñal, el fusil, la dinamita [...], todo lo que no sea legalidad es bueno para nosotros». De la «propaganda por el hecho» a los atentados individuales sólo había un paso que no tardó en darse.

Si la defección de las masas obreras fue uno de los motivos que empujaron a los anarquistas al terrorismo, la «propaganda por el hecho» contribuyó a su vez, en cierta medida, a despertar a los trabajadores aletargados. Fue, como dijo Robert Louzon en un artículo de Révolution Prolétarienne (noviembre de 1937), «cual un campanazo que arrancó al proletariado francés del estado de postración en que lo habían sumido las matanzas de la Comuna [...], preludio de la fundación de la CGT (Confédération Générale du Travail) y del movimiento sindical de masas de los años 1900 a 1910». Afirmación un poco optimista que rectifica, o completa,[8] el testimonio de Fernand Pelloutier, joven anarquista convertido al sindicalismo revolucionario: a su juicio, el empleo de la dinamita alejó del camino del socialismo libertario a los trabajadores, pese a que se sentían completamente decepcionados del socialismo parlamentario; ninguno se atrevía a llamarse anarquista por temor de que se pensara que prefería la revuelta aislada en perjuicio de la acción colectiva.

La combinación de las bombas y de las utopías kropotkinianas proporcionó a los socialdemócratas armas que supieron usar muy bien contra los anarquistas.

Los Socialdemócratas Vituperan a los Anarquistas

Durante muchos años, el movimiento obrero socialista estuvo dividido en dos facciones irreconciliables: la tendencia anarquista, que caía en la pendiente del terrorismo mientras se perdía en la espera del milenio, y el movimiento político, que se proclamaba fraudulentamente marxista en tanto se hundía en el «cretinismo parlamentario». Como bien recordaría más adelante el anarquista y luego sindicalista Pierre Monatte, «en Francia, el espíritu revolucionario iba muriendo [...] año tras año. El revolucionarismo de Guesde [...] era sólo de palabra o, peor aún, electoral y parlamentario; por su parte, el de Jaurèsiba mucho más lejos: era lisa y llanamente ministerial y gubernamental». En Francia, la separación de anarquistas y socialistas se consumó en el congreso de El Havre de 1880, cuando el naciente partido obrero se lanzó a la actividad electoral.

Los socialdemócratas de diversos países, reunidos en París en 1889, decidieron resucitar la práctica, largo tiempo eclipsada, de los congresos socialistas internacionales, con lo cual prepararon el camino para la Segunda Internacional. Algunos anarquistas creyeron su deber participar en la asamblea convocada, pero su presencia dio motivo a violentos incidentes. Los socialdemócratas lograron ahogar a sus adversarios con la fuerza del número y, en el congreso de Bruselas de 1891, se expulsó a los libertarios en medio de manifestaciones de hostilidad hacia ellos. No obstante, y pese a ser reformistas, buena parte de los delegados obreros, ingleses, holandeses e italianos, se retiraron a modo de protesta. En el congreso siguiente, celebrado en Zurich en 1893, los socialdemócratas propusieron que, en el futuro, sólo se admitieran, aparte de las organizaciones sindicales, a aquellos partidos y agrupaciones socialistas que reconocieran la necesidad de la «acción política», vale decir, de la conquista del poder burgués mediante el voto.

En la reunión de Londres de 1896, algunos anarquistas franceses e italianos eludieron esta estipulación eliminatoria haciéndose enviar como delegados de sindicatos. Si bien este proceder sólo obedeció al deseo de vencer al enemigo por la astucia, sirvió, como se verá luego, para que los anarquistas retomaran el camino de la realidad: habían entrado en el movimiento sindical. Pero cuando uno de ellos, PaulDelesalle, intentó subir a la tribuna, tuvo que pagarlo con su integridad física, pues fue violentamente arrojado por las escaleras. Jaurès afirmó que los libertarios habían transformado a los sindicatos en agrupaciones revolucionarias y anarquistas, que los habían desorganizado tal como quisieron hacerlo con aquel congreso, «para gran beneficio de la reacción burguesa».

Wilhelm Liebknecht y August Bebel, jefes socialdemócratas alemanes y electoralistas inveterados, fueron quienes más se encarnizaron contra los anarquistas, como ya lo habían hecho en la Primera Internacional. Secundados por la señora de Aveling, hija de Karl Marx, que tildó de «locos» a los libertarios, los jefes socialdemócratas manejaron la asamblea a su antojo y lograron que ésta adoptara una resolución por la cual se excluía de los futuros congresos a todos los «antiparlamentarios», cualquier que fuese el título con que se presentaran.

Tiempo después, en El Estado y la Revolución, tendiendo a los anarquistas un ramo en el cual se entremezclaban flores y espinas, Lenin les hizo justicia contra los socialdemócratas. A éstos les reprochó el haber «dejado a los anarquistas el monopolio de la crítica del parlamentarismo», y el haber «calificado de anarquista» a dicha crítica. No era de asombrar, pues, que el proletariado de los países parlamentarios, harto de tales socialistas, hubiera volcado cada vez más sus simpatías hacia el anarquismo. Los socialdemócratas tacharon de anarquista toda tentativa de destruir el Estado burgués. Los libertarios señalaron «con exactitud el carácter oportunista de las ideas sobre el Estado que profesan la mayoría de los partidos socialistas».

Siempre al decir de Lenin, Marx concuerda con Proudhon en un punto: ambos son partidarios de la «destrucción del actual aparato del Estado». «Esa analogía entre marxismo y anarquismo, el de Proudhon, el de Bakunin, es algo que los oportunistas no quieren ver». Los socialdemócratas encararon con espíritu «no marxista» sus discusiones con los anarquistas. Su crítica del anarquismo se reduce a esta trivialidad burguesa: «Nosotros aceptamos el Estado; los anarquistas, no». Pero, con muy buen fundamento, los libertarios podrían replicarle a la socialdemocracia que ella no cumple con su deber, que es el de educar a los obreros para la revolución. Lenin fustiga un panfleto antianarquista del socialdemócrata ruso Plejánov, diciendo que es «muy injusto con los anarquistas», «sofístico», y que está «lleno de razonamientos groseros tendientes a insinuar que no hay ninguna diferencia entre un anarquista y un bandido».

Los Anarquistas en los Sindicatos

Hacia 1890, los anarquistas se encontraban en un callejón sin salida. Aislados del mundo obrero, entonces monopolizado por los socialdemócratas, se encerraron bajo llave en sus santuarios y se parapetaron en torres de marfil para dar vueltas y vueltas sobre una ideología cada vez más irreal, cuando no se entregaban a atentados individuales o aplaudían tales actos, dejándose así arrastrar por el engranaje de la represión y de las represalias.

Kropotkin fue uno de los primeros que tuvieron el mérito de entonar su mea culpa y de reconocer la inutilidad de la «propaganda por el hecho». En una serie de artículos publicados en 1890, afirmó «que es preciso estar con el pueblo, quien ya no pide actos aislados sino hombres de acción en sus filas». Previno contra «la ilusión de que puede vencerse a la coalición de explotadores con unas libras de explosivos». Preconizó el retorno a un sindicalismo de masas similar al que engendró y difundió la Primera Internacional: «Uniones gigantescas que engloben a los millones de proletarios».

Si querían desligar a las masas obreras de los supuestos socialistas que sólo se burlaban de ellas, los anarquistas debían necesariamente penetrar en los sindicatos. Fernand Pelloutier delineó la nueva táctica en su artículo «El anarquismo y los sindicatos obreros», publicado en 1895 por Les Temps Nouveaux, semanario anarquista. El anarquismo bien podía prescindir de la dinamita, y era imperioso que fuera hacia la masa a fin de cumplir un doble propósito: el de propagar las ideas libertarias en un medio importantísimo y el de arrancar al movimiento sindical del estrecho corporativismo en el que había estado hundido hasta entonces. El sindicalismo había de ser una «escuela práctica de anarquismo». Laboratorio de las luchas económicas, apartado de las competencias electorales, administrado anárquicamente, ¿no era el sindicato, revolucionario y libertario a la vez, la única organización que podía equilibrar y destruir la nefasta influencia de los políticos socialdemócratas? Pelloutier enlaza los sindicatos obreros con la sociedad «comunista libertaria» que seguía siendo la meta final de los anarquistas. Y así inquiere: el día en que estalle la revolución, «¿no habrá ya una organización lista para suceder a la actual, una organización casi libertaria que suprima de hecho todo poder político y cuyas partes integrantes, dueñas de los instrumentos de producción, rijan sus asuntos independiente y soberanamente, con el libre consentimiento de sus miembros?».

Más adelante, en el congreso anarquista internacional de 1907, Pierre Monatte declaraba: «El sindicalismo [...] abre al anarquismo, demasiado tiempo replegado en sí mismo, perspectivas y esperanzas nuevas». Por una parte, «el sindicalismo [...] ha devuelto al anarquismo el espíritu de su origen obrero; por la otra, los anarquistas han contribuido en buena medida a conducir al movimiento obrero hacia el camino revolucionario y a popularizar la idea de la acción directa». En esa misma reunión, y tras acaloradas discusiones, se adoptó una resolución de síntesis que comenzaba con la siguiente declaración de principios: «El congreso anarquista internacional considera que los sindicatos son organizaciones de combate en la lucha de clases tendiente al mejoramiento de las condiciones de trabajo, a la vez que uniones de productores que pueden servir para transformar la sociedad capitalista en otra anarcocomunista».

Pero mucho les costó a los anarquistas sindicalistas encaminar al conjunto del movimiento libertario hacia el nuevo sendero elegido. Los «puros» del anarquismo abrigaban un incontenible recelo contra el movimiento sindical. Les chocaba su excesivo espíritu práctico y lo acusaban de complacerse en la sociedad capitalista, de ser parte de ella y acantonarse tras las reivindicaciones inmediatas. Negaban que el sindicalismo pudiera resolver por sí solo los problemas sociales, según lo pretendía. Durante el congreso de 1907, en áspera réplica a Monatte, Malatesta sostuvo que el movimiento obrero era para los anarquistas un medio, pero no un fin: «El sindicalismo es y será siempre nada más que un movimiento legalista y conservador, sin otro objetivo alcanzable — ¡vaya! — que el mejoramiento de las condiciones de trabajo». Cegado por el deseo de lograr ventajas inmediatas, el movimiento sindical desviaba a los trabajadores de su verdadera meta: «No es que debamos incitar a los obreros a dejar el trabajo, sino, más bien, a continuarlo por cuenta propia». Finalmente, Malatesta alertaba contra el espíritu conservador de las burocracias gremiales: «Dentro del movimiento obrero, el funcionario es un peligro sólo comparable al del parlamentarismo. El anarquista que acepta ser funcionario permanente y asalariado de un sindicato está perdido para el anarquismo».

Monatte replicó que, al igual que toda obra humana, el movimiento sindical no estaba, por cierto, libre de imperfecciones: «Creo que, en lugar de ocultarlas, es útil tenerlas siempre presentes a fin de poder contrarrestarlas». Reconocía que la burocracia sindical daba motivo a vivas críticas, a menudo justificadas. Pero rechazaba la acusación de que se deseaba sacrificar al anarquismo y la revolución en bien del sindicalismo. «Como para todos los que estamos aquí, la anarquía es nuestro objetivo final. Mas los tiempos han cambiado, y por eso, sólo por eso, nos hemos visto obligados a modificar nuestro modo de encarar el movimiento y la revolución [...]. Si, en lugar de criticar desde arriba los vicios pasados, presentes y hasta futuros del sindicalismo, los anarquistas participaran más íntimamente en la actividad sindical, los peligros que aquél puede provocar quedarían conjurados por siempre jamás».

Por lo demás, la ira de los intransigentes del anarquismo no carecía totalmente de fundamento. Pero el tipo de sindicatos que desaprobaban pertenecía a una época ya superada: se trataba de aquellos sindicatos, en un principio simple y llanamente corporativos y luego llevados a remolque por los políticos socialistas que proliferaron en Francia durante los años siguientes a la represión de la Comuna. Porotra parte, los anarquistas «puros» juzgaban que el sindicalismo de lucha de clases, regenerado por la penetración de los anarcosindicalistas, presentaba un inconveniente en el sentido contrario: pretendía producir su ideología propia, «bastarse a sí mismo». Emile Pouget, su portavoz más mordaz, afirmó: «La supremacía del sindicato sobre los otros modos de cohesión de los individuos débese al hecho de que él cumple, frontal y paralelamente, la tarea de conquistar mejoras parciales y la de concretar — misión más decisiva — la transformación social. Y justamente porque responde a esta doble tendencia [...] sin sacrificar el presente en aras del porvenir, o viceversa, el sindicato se presenta como la forma de agrupamiento por excelencia».

Los esfuerzos del nuevo sindicalismo por afianzar y preservar su «independencia», proclamada en una célebre Carta que se firmó durante el congreso de la CGT celebrado en Amiens en 1906, no estaban dirigidos principalmente contra los anarquistas: antes bien respondían al deseo de librarse de la tutela de la democracia burguesa y su apéndice en el movimiento obrero, la socialdemocracia. Además, se buscaba conservar la cohesión del movimiento sindical, evitar una proliferación de sectas políticas rivales como la que se produjo en Francia antes de la «unidad socialista». De la obra de Proudhon titulada*Capacidad Política de la Clase Obrera*, que tenían como biblia los sindicalistas revolucionarios, tomaron éstos especialmente la idea de «separación»: constituido como clase aparte y bien delimitada, el proletariado debía rechazar todo aporte de la clase enemiga.

Pero ciertos anarquistas se ofuscaron al ver que el sindicalismo obrero pretendía prescindir de su tutela. Doctrina radicalmente falsa, exclamó Malatesta, doctrina que amenazaba la existencia misma del anarquismo. Y el segundón Jean Grave se hizo eco así; «El sindicalismo puede, y debe, bastarse a sí mismo en su lucha contra la explotación patronal, pero de ningún modo ha de aspirar a resolver por sí solo el problema social». «Tan poco se basta a sí mismo que la definición de lo que es, de lo que debe ser y hacer, tuvo que venirle de afuera».

A despecho de estas recriminaciones, y gracias al fermento revolucionario depositado en él por los anarquistas convertidos al sindicalismo, en los años precedentes a la primera guerra mundial el movimiento sindical llegó a constituirse en Francia y los demás países latinos en una potencia que debían tener muy en cuenta, no sólo la burguesía y el gobierno, sino también los políticos socialdemócratas, que desde entonces perdieron mucho terreno en el dominio del movimiento obrero. El filósofo Georges Sorel consideraba que la entrada de los anarquistas en los sindicatos fue uno de los grandes acontecimientos de su época. Sí, la doctrina anarquista se había diluido en el movimiento de masas, pero en él se reencontró consigo misma, bajo formas nuevas, y renovó sus fuerzas.

La fusión de la idea anarquista con la sindicalista dejó en el movimiento libertario profundas huellas. Hasta 1914, la CGT francesa fue el producto, bastante efímero, de dicha síntesis. Pero el fruto más acabado y duradero debía ser la CNT española (Confederación Nacional del Trabajo), fundada en 1910 al producirse la disgregación del partido radical del político Alejandro Leroux. Diego Abad de Santillán, uno de los portavoces del anarcosindicalismo español, no dejará de rendir homenaje a Fernand Pelloutier, Emile Pouget y otros anarquistas que comprendieron la necesidad de hacer fructificar sus ideas ante todo en las organizaciones económicas del proletariado.

El Anarquismo en la Revolución Rusa

La Revolución Rusa dio nuevo impulso al anarquismo, ya remozado en el sindicalismo revolucionario. Esta afirmación puede sorprender al lector, habituado a considerar la gran mutación revolucionaria de octubre de 1917 como obra y patrimonio exclusivo de los bolcheviques. En rigor de verdad, la Revolución Rusa fue un vasto movimiento de masas, una ola de fondo popular que rebasó y arrasó a los grupos ideológicos. No perteneció a nadie en particular; sólo al pueblo. En la medida en que constituyó una auténtica revolución, impulsada desde abajo hacia arriba, capaz de producir espontáneamente órganos de democracia directa, presentó todas las características de una revolución social de tendencias libertarias. No obstante, la debilidad relativa de los anarquistas rusos les impidió explotar una situación excepcionalmente favorable para lograr el triunfo de sus ideas.

La Revolución fue finalmente confiscada y desnaturalizada por la maestría, dirán unos, por la astucia, dirán otros, del equipo de revolucionarios profesionales agrupados en torno de Lenin. Pero esta doble derrota del anarquismo y de la auténtica revolución popular no resultó del todo estéril para la idea libertaria. En primer término, no se renegó de la apropiación colectiva de los medios de producción, con lo que se preservó el terreno donde algún día, quizá, el socialismo desde la base se impondrá sobre la regimentación estatal. En segundo lugar, la experiencia soviética significó una importante lección para algunos anarquistas de Rusia y otros países, a quienes este fracaso temporario enseñó muchas cosas — de las cuales el propio Lenin pareció tomar conciencia en vísperas de su muerte — y obligó a reconsiderar los problemas de conjunto de la revolución y del anarquismo. En suma, les mostró, si necesario era, cómo no debe hacerse una revolución, para usar la expresión de Kropotkin, repetida porVolin. Lejos de probar que el socialismo libertario es impracticable, la experiencia soviética confirmó, en buena medida, la exactitud profética de las ideas expresadas por los fundadores del anarquismo y, especialmente, de su crítica del socialismo «autoritario».

Una Revolución Libertaria

La revolución de 1905 fue el punto de partida de la de 1917. En ella surgieron órganos revolucionarios de nuevo cuño: los soviets, nacidos en las fábricas de San Petersburgo, durante una huelga general espontánea. Los soviets se encargaron de coordinar la lucha de los establecimientos en huelga, y llenaron así un lamentable vacío, por cuanto el país carecía casi por completo de movimiento sindical y de tradición sindicalista. El anarquista Volin se contaba entre los hombres del pequeño grupo estrechamente ligado a los obreros que, por sugerencia de éstos, tuvo la idea de crear el primer soviet. El testimonio de Trotski, que meses después debía llegar a la presidencia del Soviet, confirma el de Volin. Sin intención peyorativa, más bien podría decirse lo contrario, escribe Trotski en sus comentarios sobre la revolución de 1905: «La actividad del soviet significa la organización de la anarquía. Su existencia y desarrollo ulteriores marcaron una consolidación de la anarquía».

Esta experiencia se grabó indeleblemente en la conciencia obrera, y cuando estalló la Revolución de febrero de 1917, los dirigentes revolucionarios no tuvieron nada que inventar. Los trabajadores se apoderaron espontáneamente de las fábricas. Los soviets resurgieron naturalmente; una vez más, tomaron por sorpresa a los profesionales de la Revolución. Según reconoció el mismo Lenin, las masas obreras y campesinas eran «cien veces más izquierdistas» que los bolcheviques. Los soviets gozaban de tal prestigio que la insurrección de octubre sólo pudo desencadenarse a su llamado y en su nombre.

Pese a su impulso carecían de homogeneidad, de experiencia revolucionaria y de preparación ideológica. Por ello fueron fácil presa de partidos políticos con ideas revolucionarias vacilantes. Pese a ser una organización minoritaria, el partido bolchevique era la única fuerza revolucionaria que estaba verdaderamente organizada y perseguía objetivos definidos. Ni en el plano político ni en el sindical tenía casi rivales dentro del campo de la extrema izquierda y disponía de elementos dirigentes de primer orden. Desplegaba «una actividad frenética, febril, impresionante», como admitió Volin.

Con todo, el aparato del partido — donde Stalin desempeñaba, a la sazón, un papel secundario — siempre miró con cierta desconfianza la molesta competencia de los soviets. Inmediatamente después de la toma del poder, la irresistible tendencia espontánea a la socialización de la producción se canalizó mediante el control obrero. El decreto del 14 de noviembre de 1917 legalizó la intervención de los trabajadores en la dirección de las empresas y en el cálculo del costo, abolió el secreto comercial y obligó a los patronos a mostrar su correspondencia y sus cuentas.

«Los jefes de la revolución no tenían intención de ir mas allá», informa Victor Serge. En abril de 1918, «seguían considerando la posibilidad [...] de formar sociedades mixtas por acciones, en las cuales participarían capitales rusos y extranjeros, amén del Estado soviético». «Las medidas de expropiación se tomaron por iniciativa de las masas y no del poder gobernante».

El 20 de octubre de 1917, en el primer congreso de consejos de fábrica, se presentó una moción de inspiración anarquista en la cual se reclamaba: «El control de la producción y las comisiones de control no deben ser simples comités de verificación, sino [...] las células generadoras del mundo futuro, destinadas a preparar desde ahora el paso de la producción a manos de los obreros». A. Pankrátova señala: «Cuanto más viva era la resistencia opuesta por los capitalistas a la aplicación del decreto sobre el control obrero, y cuanto más empecinada su negativa a permitir la injerencia de los trabajadores en la producción, tanto más fácil y favorablemente se afirmaban estas tendencias anarquistas después de la Revolución de Octubre».

Pronto se comprobó, en efecto, que el control obrero era una medida tibia, inoperante y deficiente. Los empleadores saboteaban, ocultaban las existencias, sustraían herramientas, provocaban a los obreros y hacían lock-out; a veces se servían de los comités de fábrica como de simples agentes o auxiliares de la dirección, y hasta hubo quienes trataron de hacer nacionalizar sus establecimientos por creerlo provechoso. Como respuesta a estas sucias maniobras, los obreros se apoderaban de las fábricas y las ponían nuevamente en marcha por su cuenta.

«No eliminaremos a los industriales por iniciativa propia» –expresaban los obreros en sus mociones–, «pero nos haremos cargo de la producción si no quieren asegurar el funcionamiento de las fábricas».Pankrátova agrega que, en este primer período de socialización «caótica» y «primitiva», los consejos de fábrica «frecuentemente tomaban la dirección de los establecimientos cuyos propietarios habían sido eliminados o habían preferido huir».

Muy pronto, el control obrero debió dar paso a la socialización. Lenin tuvo que obligar prácticamente a sus timoratos lugartenientes a arrojarse en el «crisol de la creación popular viva» y a usar un lenguaje auténticamente libertario. La autogestión obrera debía ser la base de la reconstrucción revolucionaria. Sólo ella podía despertar en las masas un entusiasmo revolucionario capaz de hacer posible lo imposible. Cuando el ultimo peón, el más insignificante desocupado, la humilde cocinera vean las fábricas, la tierra y la administración confiadas a las asociaciones de obreros, empleados, funcionarios y campesinos, puestas en manos de comités democráticos de abastecimiento, etc., creados espontáneamente por el pueblo, «cuando los pobres vean y sientan esto, ninguna fuerza podrá vencer a la revolución social». El porvenir pertenecía a una república del tipo de la Comuna de 1871, a una república de soviets.

«Con objeto de impresionar a las masas, de ganarse su confianza y sus simpatías, el partido bolchevique comenzó a lanzar [...] lemas que, hasta entonces, habían sido característicos [...] del anarquismo», relata Volin. Lemas tales como todo el poder a los soviets, eran intuitivamente tomados por las masas en un sentido libertario. Así, testimonia Arshinov: «Los trabajadores interpretaban que la implantación de un poder soviético significaría la libertad de disponer de su propio destino social y económico». En el tercer congreso de los soviets (realizado a principios de 1918), Lenin proclamó: «Las ideas anarquistas adquieren ahora formas vivas». Poco después, en el séptimo congreso del Partido (6 a 8 de marzo), hizo adoptar tesis que trataban, entre otras cosas, de la socialización de la producción dirigida por los organismos obreros (sindicatos, comités de fábrica, etc.), de la eliminación de los funcionarios profesionales, la policía y el ejército, de la igualdad de salarios y sueldos, de la participación de todos los miembros de los soviets en la dirección y administración del Estado, de la supresión progresiva y total de dicho Estado y del signo monetario. En el congreso de sindicatos (primavera de 1918), Lenin describió las fábricas como «comunas autogobernadas de productores y consumidores». El anarcosindicalista Maximov llegó a sostener: «Los bolcheviques no sólo abandonaron la teoría del debilitamiento gradual del Estado, sino también la ideología marxista en su conjunto. Se habían transformado en una suerte de anarquistas».

Una Revolución «Autoritaria»

Pero este audaz cambio, tendiente a ubicarse en la línea del instinto y la disposición revolucionaria de las masas, si bien logró poner a los bolcheviques a la cabeza de la Revolución, no correspondía a su ideología tradicional ni a sus verdaderas intenciones. Desde siempre fueron «autoritarios», entusiastas de las ideas de Estado, dictadura, centralización, partido dirigente y dirección de la economía desde arriba, todas ellas en flagrante contradicción con una concepción verdaderamente libertaria de la democracia soviética.

El Estado y la Revolución, obra escrita en vísperas de la insurrección de octubre, es un espejo en el que se refleja la ambivalencia del pensamiento de Lenin. Algunas de sus páginas bien podrían haber sido firmadas por un libertario y, como ya hemos visto, en ellas se rinde homenaje a los anarquistas, parcialmente al menos. Pero este llamado a la revolución desde abajo encierra un alegato en favor de la revolución desde arriba. Las ideas de Estado, centralización y jerarquía no están insinuadas de modo más o menos disimulado; por el contrario, aparecen franca y directamente: el Estado sobrevivirá a la conquista del poder por el proletariado y se extinguirá sólo después de transcurrido un período transitorio. ¿Cuánto durará este purgatorio? Lenin no nos oculta la verdad; nos la dice sin pena, antes bien con alivio: el proceso será «lento», de «larga duración». Bajo la apariencia del poder de los soviets, la revolución engendrará en realidad el «Estado proletario» o la «dictadura del proletariado», «el Estado burgués sin burguesía», como admite, casi sin quererlo, el propio autor cuando consiente en ir al fondo de su pensamiento. Tal Estado omnívoro tiene por cierto la intención de absorberlo todo.

Lenin sigue la escuela de su contemporáneo, el capitalismo de Estado alemán, de la Kriegswirtschaft (economía de guerra). También toma como modelo los métodos capitalistas de organización de la gran industria moderna, con su «disciplina de hierro». Un monopolio estatal como el Correo le hace exclamar, maravillado: «¡Qué mecanismo admirablemente perfeccionado! Toda la vida económica organizada como el Correo, [...] eso es el Estado, ésa es la base económica que necesitamos». El querer prescindir de la «autoridad» y la «subordinación», no es más que «un sueño anarquista», afirma categóricamente. Poco antes, le entusiasmaba la idea de confiar la producción y el intercambio a las asociaciones obreras, a la autogestión. Pero había un error en el orden de las cosas. No oculta su receta mágica: todos los ciudadanos han de convertirse en «empleados obreros de un sólo trust universal: el Estado», la sociedad entera será «una inmensa oficina y una gran fábrica». Existirán los soviets, a no dudarlo, pero bajo la égida del partido obrero, de un partido que tiene la misión histórica de «dirigir» al proletariado.

Los anarquistas rusos más lúcidos no se dejaron engañar. En el apogeo del período libertario de Lenin, conjuraban ya a los trabajadores a ponerse en guardia. En su periódico Golos Trudá (La Voz del Trabajo), podían leerse, hacia fines de 1917 y principios de 1918, estas proféticas advertencias de Volin: «Una vez que hayan consolidado y legalizado su poder, los bolcheviques –que son socialistas, políticos y estatistas, es decir, hombres de acción centralistas y autoritarios– comenzarán a disponer de la vida del país y del pueblo con medios gubernativos y dictatoriales impuestos desde el centro [...]. Vuestros soviets [...] se convertirán paulatinamente en simples instrumentos ejecutivos de la voluntad del gobierno central [...]. Asistiremos a la erección de un aparato autoritario, político y estatal que actuará desde arriba y comenzará a aplastarlo todo con su mano de hierro [...]. ¡Ay de quien no esté de acuerdo con el poder central!». «Todo el poder a los soviets pasará a ser, de hecho, la autoridad de los jefes del partido».

La tendencia cada vez más anarquizante de las masas obligó a Lenin a apartarse por un tiempo del viejo camino, dice Volin. Sólo dejaba subsistir al Estado, la autoridad y la dictadura por una hora, por un minuto, para dar paso, acto seguido, al «anarquismo». «Pero, por todos los diablos, ¿no os imagináis [...] qué dirá el ciudadano Lenin cuando se consolide el poder actual y sea posible hacer oídos sordos a la voz de las masas?». Naturalmente, volverá a los senderos trillados. Creará un «Estado marxista» del tipo más perfeccionado.

Como se comprende, sería aventurado sostener que Lenin y su equipo tendieron conscientemente una trampa a las masas. En ellos existía más dualismo doctrinario que duplicidad. Entre los dos polos de su pensamiento había una contradicción tan evidente, tan flagrante, que era de prever que pronto los hechos obligarían a una definición. Una de dos: o bien la presión anarquizante de las masas compelía a los bolcheviques a olvidar sus inclinaciones autoritarias o, por el contrario, la consolidación de su poder, reforzada por el sofocamiento o debilitamiento de la revolución popular, los llevaba a relegar sus veleidades anarquizantes al desván de los trastos viejos.

El problema se complicó al añadirse un elemento nuevo y perturbador: la situación derivada de la terrible guerra civil, la intervención extranjera, la desorganización de los transportes y la escasez de técnicos. Estas circunstancias empujaron a los dirigentes soviéticos a tomar medidas de excepción, a recurrir a la dictadura, la centralización y un régimen de «mano de hierro». Los anarquistas negaron, empero, que todas estas dificultades tuvieran únicamente causas «objetivas» y externas a la Revolución. Opinaban que, en parte, se debían a la lógica interna de los conceptos autoritarios del bolcheviquismo, a la impotencia de un poder burocratizado y centralizado en exceso. Según Volin, la incompetencia del Estado y su pretensión de dirigir y controlar todo fueron dos de los factores que lo incapacitaron para reorganizar la vida económica del país y lo condujeron a un verdadero «desastre», marcado por la paralización de la actividad industrial, la ruina de la agricultura y la destrucción de todo vínculo entre las distintas ramas de la economía.

Volin relata el caso de la antigua refinería de petróleo Nobel, de Petrogrado. Al ser abandonada por sus propietarios, los cuatro mil obreros empleados en el establecimiento decidieron hacerlo trabajar colectivamente. Guiados por este propósito, se dirigieron al gobierno bolchevique sin encontrar eco. Entonces intentaron poner la empresa en marcha con sus propios medios. Se dividieron en grupos móviles que se ocuparon afanosamente de buscar combustibles, materias primas, mercados y transporte. Para solucionar este último problema, habían ya iniciado negociaciones con sus camaradas ferroviarios. El gobierno se irritó. Por ser responsable ante el país entero, no podía admitir que cada fábrica actuara a su gusto y manera. Obstinado, el consejo obrero convocó una asamblea general de trabajadores. El Comisario de Trabajo en persona se tomó la molestia de advertir a los obreros que no osaran realizar «un acto de grave indisciplina». Fustigó su actitud «anarquista y egoísta» y los amenazó con el despido sin indemnización. Los trabajadores replicaron que no solicitaban ningún privilegio: el gobierno no tenía más que dejar a los obreros y campesinos actuar del mismo modo en todo el país. Todo fue en vano. El gobierno se mantuvo en su posición y la refinería fue clausurada.

La dirigente comunista Alexandra Kolontái corrobora lo expuesto por Volin. En 1921, señaló con pesar que innumerables iniciativas obreras habían naufragado en el mar de legajos y de estériles palabras administrativas: «¡Que amargura para los obreros! [...], darse cuenta de cuánto habrían podido hacer si se les hubiera dado el derecho y la posibilidad de actuar [...]. La iniciativa perdió impulso; el deseo de actuar murió».

En realidad, el poder de los soviets duró apenas unos meses, desde octubre de 1917 hasta la primavera de 1918. Muy pronto, los consejos de fábrica fueron despojados de sus atribuciones so pretexto de que la autogestión no tenía en cuenta las necesidades «racionales» de la economía y fomentaba el egoísmo de las empresas, empeñadas en hacerse competencia, disputarse los magros recursos y sobrevivir a toda costa, aunque hubiera otras fábricas más importantes «para el Estado» y mejor equipadas. En resumen, y para usar las palabras de A. Pankrátova, se iba a una fragmentación de la economía en «federaciones autónomas de productores, del tipo soñado por los anarquistas». Es innegable que la naciente autogestión obrera merecía ciertos reparos. Penosamente, casi a tientas, había tratado de crear nuevas formas de producción sin precedentes en la historia humana. Se había equivocado, había tomado por caminos falsos, es cierto, pero éste era el tributo del aprendizaje. Como afirmóKolontái, el comunismo no podía «nacer sino de un proceso de búsquedas y pruebas prácticas, cometiendo errores quizás, pero basándose en las fuerzas creadoras de la propia clase obrera».

Los dirigentes del partido no compartían esta opinión. Por el contrario, se sentían muy felices de arrebatar a los comités de fábrica los poderes que, en su fuero interno, se habían resignado — sólo resignado — a entregarles. A partir de 1918, Lenin inclinó sus preferencias hacia la primacía de la «voluntad de uno solo» en la dirección de las empresas. Los trabajadores debían obedecer «incondicionalmente» a la voluntad única de los dirigentes del desarrollo laboral. Todos los jefes bolcheviques, nos dice Kolontái, «desconfiaban de la capacidad creadora de las colectividades obreras». Para colmo, la administración había sido invadida por innumerables elementos pequeño-burgueses, restos del antiguo capitalismo ruso, que se habían adaptado con harta celeridad a las instituciones soviéticas, habían obtenido puestos de responsabilidad en los diversos comisariatos y consideraban que la gestión económica debía estar en sus manos y no en las de las organizaciones obreras.

Se asistía a la creciente injerencia de la burocracia estatal en la economía. Desde el 5 de diciembre de 1917 la industria fue presidida por el Consejo Económico Superior, encargado de coordinar autoritariamente la actividad de todos los organismos de producción. El congreso de los Consejos Económicos (26 de mayo — 4 de junio de 1918) decidió que se formaran directorios de empresa según el siguiente esquema: las dos terceras partes de sus integrantes serían nombrados por los consejos regionales o el Consejo Económico Superior, mientras que el tercio restante sería elegido por los obreros de cada establecimiento. El decreto del 28 de mayo de 1918 extendió la colectivización a la industria en su conjunto, pero, de un mismo plumazo, transformó en nacionalizaciones las socializaciones espontáneas de los primeros meses de la Revolución. Correspondía al Consejo Económico Superior la tarea de organizar la administración de las empresas nacionalizadas. Los directores y el plantel técnico continuaban en funciones, pero a sueldo del Estado. Durante el segundo congreso del Consejo Económico Superior, reunido a fines de 1918, el miembro informante regañó con acritud a los consejos de fábrica por ser éstos los que, prácticamente, dirigían las empresas en lugar del consejo administrativo.

Seguían haciéndose votaciones para elegir a los integrantes de los comités de fábrica, mas solo por formulismo, pues un miembro de la célula comunista procedía primero a leer una lista de candidatos, preparada de antemano, y luego se votaba levantando la mano, todo ello en presencia de los «guardias comunistas» armados del establecimiento. Quien se declaraba contra los candidatos propuestos, pronto sufría sanciones económicas (reducción de salario, etc.). Como bien dijo Arshinov, ya no había más que un amo omnipotente: el Estado. La relación entre los obreros y este nuevo patrón era idéntica a la que había existido entre el trabajo y el capital. Se restauró el salariado, con la única diferencia de que ahora el trabajador cumplía un deber para con el Estado.

Los soviets fueron relegados a una función puramente nominal. Se los convirtió en instituciones del poder gubernamental. «Debéis ser las células estatales de la base», declaró Lenin el 27 de junio de 1918, en el congreso de los consejos de fábrica. Según las palabras de Volin, quedaron reducidos a «cuerpos puramente administrativos y ejecutivos, encargados de pequeñas tareas locales sin importancia y totalmente sometidos a las directivas de las autoridades centrales: el gobierno y los órganos dirigentes del Partido». No gozaban siquiera de «una sombra de poder». Durante el tercer congreso de los sindicatos (abril de 1920), Losovski, miembro informante, reconoció:

«Hemos renunciado a los viejos métodos de control obrero, de los cuales sólo hemos conservado el principio estatal». A partir de entonces, ese «control» fue ejercido por un organismo del Estado: la Inspección Obrera y Campesina.

En los primeros tiempos, las federaciones de la industria, de estructura centralista, sirvieron a los bolcheviques para aprisionar y subordinar a los consejos de fábrica, federalistas y libertarios por naturaleza. El 1º de abril de 1918 se consumó la fusión de los dos tipos de organización, siempre bajo el ojo vigilante del partido. El gremio de los metalúrgicos de Petrogrado prohibió a los consejos de fábrica «tomar iniciativas desorganizadoras» y reprobó su «peligrosísima» tendencia a poner en manos de los trabajadores tal o cual empresa. Según decía, ello significaba imitar de la peor manera a las cooperativas de producción, que «habían demostrado su inoperancia hacia ya largo tiempo» y estaban destinadas a transformarse en empresas capitalistas». «Todo establecimiento abandonado o saboteado por un industrial y cuya producción fuera necesaria para la economía nacional, debía pasar a depender del Estado». Era «inadmisible» que los obreros tomaran empresas a su cargo sin contar con la aprobación del aparato sindical.

Tras esta operación preparatoria se domesticó, depuró y despojó de toda autonomía a los sindicatos obreros; sus congresos fueron diferidos, sus miembros, detenidos, y sus organizaciones, disueltas o fusionadas en unidades más grandes. Al término de este proceso, se había eliminado hasta el menor rastro de orientación anarcosindicalista, y el movimiento gremial quedó estrechamente subordinado al Estado y al partido único.

Igual suerte corrieron las cooperativas de consumo. Al principio surgieron por doquier, se multiplicaron y confederaron. Pero cometieron el error de escapar al control del partido y de dejar que algunos socialdemócratas (mencheviques) se infiltraran en ellas. Los bolcheviques comenzaron por privar a las tiendas locales de sus medios de abastecimiento y transporte, so pretexto de que su actividad equivalía a un «comercio privado» o de que se dedicaban a la «especulación»; en algunos casos, ni siquiera daban razones para justificar este proceder. Luego todas las cooperativas libres fueron clausuradas simultáneamente, y en su lugar se instalaron burocráticas cooperativas estatales. Por el decreto del 20 de marzo de 1919, las cooperativas de consumo pasaban al comisariato de abastecimiento y las cooperativas de producción industrial se integraban en el Consejo Económico Superior. Mucho fueron los miembros de las cooperativas que terminaron en prisión.

La clase obrera no supo reaccionar con suficiente rapidez y energía. Estaba dispersa, aislada en un inmenso país atrasado y de economía primordialmente rural, agotada por las privaciones y las luchas revolucionarias y, peor aún, desmoralizada. Había perdido sus mejores elementos, que la dejaron para ir a combatir en la guerra civil o fueron absorbidos por la maquinaria del partido o del gobierno. Pese a todo, hubo muchos trabajadores que se percataron de que sus conquistas revolucionarias les había sido arrebatadas, de que se los había privado de sus derechos y puesto bajo tutela, que se sintieron humillados por la arrogancia o la arbitrariedad de los nuevos amos y tuvieron conciencia de cuál era la verdadera naturaleza del supuesto «Estado proletario». Fue así como, durante el verano de 1918, obreros descontentos de las fábricas de Moscú y Petrogrado realizaron elecciones entre ellos a fin de formar auténticos «consejos de delegados» para oponerlos a los soviets de empresa, ya denominados por el poder central. Según atestigua Kolontái, el obrero sentía, veía y comprendía que se le hacía a un lado. Le bastaba comprobar cómo vivían los funcionarios soviéticos y cómo vivía él, pilar sobre el cual descansaba, al menos en teoría, la «dictadura del proletariado».

Pero cuando los trabajadores llegaron a ver claro, era ya demasiado tarde. El poder había tenido tiempo de organizarse sólidamente y disponía de fuerzas de represión capaces de doblegar cualquier intento de acción autónoma de las masas. Volin afirma que, durante tres años, la vanguardia obrera libró una lucha dura y desigual, prácticamente ignorada fuera de Rusia, contra un aparato estatal que se obstinaba en negar que entre él y las masas se había abierto un abismo. Durante el lapso de 1919 a 1921 se multiplicaron las huelgas en los grandes centros urbanos, sobre todo en Petrogrado, y hasta en Moscú. Fueron, como veremos luego, duramente reprimidas.

Dentro del propio partido dirigente surgió una «Oposición Obrera» que reclamaba el retorno a la democracia soviética y a la autogestión. Durante el décimo congreso del Partido, realizado en marzo de 1921, Alexandra Kolontái, uno de sus voceros, distribuyó un folleto en el que se pedía libertad de iniciativa y de organización para los sindicatos, así como la elección, por un «congreso de productores», de un órgano central de administración de la economía nacional. Este opúsculo fue confiscado y prohibido. Lenin logró que los congresistas aprobaran casi por unanimidad una resolución en la cual se declaraba que las tesis de la Oposición Obrera eran «desviaciones pequeño-burguesas y anarquistas»: a sus ojos, el «sindicalismo», el «semianarquismo» de los opositores constituía un «peligro directo» para el monopolio del poder ejercido por el Partido en nombre del proletariado.

Esta lucha continuó en el seno del grupo directivo de la central sindical. Por haber apoyado la independencia de los sindicatos respecto del partido, Tomski y Riazánov fueron excluidos del Presidium y enviados al exilio. Igual suerte sufrieron Shliápnikov, principal dirigente de la Oposición Obrera, y G. I. Miásnikov, cabeza de otro grupo opositor. Este último, auténtico obrero que en 1917 ajustició al Gran Duque Miguel, que había actuado en el partido durante quince años y que, antes de la Revolución, había cumplido siete años de cárcel y setenta y cinco días de huelga de hambre, se atrevió a imprimir, en noviembre de 1921, un folleto en el cual aseveraba que los trabajadores habían perdido confianza en los comunistas porque el partido ya no hablaba el mismo idioma que la clase obrera y ahora dirigía contra ella los mismos medios de represión que se emplearon contra los burgueses entre 1918 y 1920.

El Papel de los Anarquistas

¿Qué papel desempeñaron los anarquistas rusos en aquel drama, en el cual una revolución de tipo libertario fue transmutada en su opuesto? Rusia no tenía casi tradición libertaria. Bakunin y Kropotkin se convirtieron al anarquismo en el extranjero; ni uno ni otro militaron jamás como anarquistas dentro de Rusia. En lo que atañe a sus obras, por lo menos antes de la Revolución de 1917, se publicaron fuera de su país natal y, muchas veces, en lengua extranjera. Sólo algunos extractos llegaron a Rusia, y ello clandestinamente, con grandes dificultades y en cantidades muy limitadas. La educación social, socialista y revolucionaria de los rusos, no tenía absolutamente nada de anarquista. Muy por el contrario, asegura Volin, «la juventud rusa avanzada leía una literatura que, invariablemente, presentaba al socialismo desde una perspectiva estatista». Las mentes estaban impregnadas de la idea de gobierno: la socialdemocracia alemana había contaminado a todos.

Los anarquistas eran apenas «un puñado de hombres sin influencia». Sumaban, cuando más, algunos miles. Siempre al decir de Volin, su movimiento era «todavía demasiado débil para tener influencia inmediata y concreta sobre los acontecimientos». Por lo demás, la mayoría de ellos, intelectuales de tendencias individualistas, prácticamente no habían participado en el movimiento obrero. Néstor Majnófue, junto con Volin, una de las excepciones a esta regla; actuó en su Ucrania natal en el corazón de las masas y, en sus memorias, declara con gran severidad que el anarquismo ruso «se encontraba a la zaga de los acontecimientos y, a veces, hasta completamente fuera de ellos».

No obstante, ese juicio parece algo injusto. Entre la Revolución de febrero y la de octubre, los anarquistas cumplieron un papel nada desdeñable. Así lo reconoce Trotski repetidamente en el curso de su*Historia de la Revolución Rusa*. «Osados» y «activos» pese su escaso número, fueron adversarios por principio de la Asamblea Constituyente, en un momento en que los bolcheviques no eran todavía antiparlamentarios. Mucho antes que el partido de Lenin, inscribieron en su bandera el lema de todo el poder a los soviets. Ellos dieron impulso al movimiento de socialización espontánea de la vivienda, muchas veces contra la voluntad de los bolcheviques. Y en parte por iniciativa de los militantes anarcosindicalistas, los obreros se apoderaron de las fábricas, aun antes de octubre.

Durante las jornadas revolucionarias que pusieron término a la república burguesa de Kerenski, los anarquistas estuvieron en los puestos de vanguardia en la lucha militar; descollaron especialmente en el regimiento de Dvinsk, el cual, a las órdenes de veteranos libertarios como Grachov y Fedótov, desalojó a los «cadetes» contrarrevolucionarios. La Asamblea Constituyente fue dispersada por el anarquistaAnatol Zhelezniákov, secundado por su destacamento; los bolcheviques no hicieron más que ratificar la hazaña ya cumplida. Muchos grupos de guerrilleros, formados por anarquistas o dirigidos por ellos (los de Mokoúsov, Cherniak y otros), lucharon sin tregua contra los ejércitos blancos desde 1918 a 1920.

No hubo casi ciudad importante que no contara con un grupo anarquista o anarcosindicalista afanoso por difundir material impreso relativamente considerable: periódicos, revista, folletos de propaganda, opúsculos, libros. En Petrogrado aparecían dos semanarios y en Moscú un diario, cada uno de los cuales tenía una tirada de 25.000 ejemplares. El público de los anarquistas aumentó a medida que se ahondaba la Revolución, hasta que se apartó de las masas.

El 6 de abril de 1918, el capitán francés Jacques Sadoul, que cumplía una misión en Rusia, escribió en un informe: «El partido anarquista es el más activo, el más combativo de los grupos de la oposición y, probablemente, el más popular [...]. Los bolcheviques están inquietos». A fines de 1918, afirma Volin, «esta influencia llegó a un punto tal que los bolcheviques, quienes no admitían críticas, y menos aún que se los contradijera, se inquietaron seriamente». Para la autoridad soviética, informa el mismo autor, «tolerar la propaganda anarquista equivalía [...] al suicidio. Por ello hizo todo lo posible, primero por impedir, luego por prohibir y, finalmente por suprimir mediante la fuerza bruta cualquier manifestación de las ideas libertarias».

El gobierno bolchevique «comenzó por clausurar brutalmente los locales de las organizaciones libertarias y prohibirles a los anarquistas toda propaganda o actividad». Fue así como, la noche del 12 de abril de 1918, destacamentos de guardias rojos armados hasta los dientes realizaron una sorpresiva operación de limpieza en veinticinco casas ocupadas por los anarquistas en Moscú. Creyéndose atacados por soldados blancos, los libertarios respondieron a tiros. Luego, siempre según Volin, el poder gobernante procedió rápidamente a tomar «medidas más violentas: encarcelamientos, proscripciones, muertes». «Durante cuatro años este conflicto tendrá en vilo al poder bolchevique [...], hasta la aniquilación definitiva de la corriente libertaria manu militari» (fines de 1921).

La derrota de los anarquistas fue facilitada por el hecho de que estaban divididos en dos fracciones: una que se negaba a ser domesticada y otra que se dejaba domar. Este último grupo invocaba la «necesidad histórica» para justificar su lealtad hacia el régimen y aprobar, al menos momentáneamente, sus actos dictatoriales. Para ellos, lo primordial era terminar victoriosamente la guerra civil y aplastar la contrarrevolución.

Estrategia de pocos alcances, opinaban los anarquistas intransigentes. En efecto, eran precisamente factores como la impotencia burocrática del aparato gubernamental, la decepción y el descontento populares los que alimentaban los movimientos contrarrevolucionarios. Además, el poder terminó por no distinguir ya la avanzada de la Revolución libertaria, que ponía en tela de juicio la validez de sus medios de dominación, de las empresas criminales de sus adversarios derechistas. Para los anarquistas, sus futuras víctimas, el aceptar la dictadura y el terror equivalía a una política de suicidio. Finalmente, la adhesión de los anarquistas llamados «soviéticos» facilitó el aniquilamiento de los otros, de los irreductibles, a quienes se tachó de «falsos» anarquistas, de soñadores irresponsables y carentes de sentido de la realidad, de estúpidos desorientados, de divisionistas, de locos furiosos y, como corolario, de bandidos y contrarrevolucionarios.

El más brillante y, por tanto, el más escuchado de los anarquistas adheridos al régimen, fue Victor Serge. Hombre a sueldo del gobierno, publicó en lengua francesa un opúsculo en el que intentaba defenderlo de las críticas anarquistas. El libro que escribió tiempo después, L’An I de la Révolution Russe, es en gran parte una justificación de la eliminación de los soviets por parte del bolcheviquismo. Presenta al partido — mejor dicho a su grupo selecto de dirigentes — como cerebro de la clase obrera. Es misión de los jefes de la vanguardia, debidamente seleccionados, determinar qué puede y debe hacer el proletariado. Sin ellos, los trabajadores organizados en soviets no serían «más que una masa informe de hombres con aspiraciones confusas iluminadas por fugaces relámpagos de inteligencia».

Victor Serge era, sin duda, demasiado lúcido para hacerse la menor ilusión sobre la verdadera naturaleza del poder soviético. Pero éste se encontraba todavía aureolado por el prestigio de la primera revolución proletaria victoriosa y era objeto de los infames ataques de la contrarrevolución mundial; y esa fue una de las razones — la más honorable — por las cuales Serge, como tantos otros revolucionarios, se creyó en el deber de callar y disimular los errores bolcheviques. Durante una conversación que sostuvo privadamente en el verano de 1921 con el anarquista Gaston Lreview, llegado a Moscú como integrante de la delegación española ante el Tercer Congreso de la Internacional Comunista, confesó: «El partido comunista ya no ejerce la dictadura del proletariado, sino sobre el proletariado». Al regresar a Francia, Lreview publicó en Le Libertaire algunos artículos en los que, basándose en hechos precisos, cotejaba las palabras que Victor Serge le había dicho confidencialmente con los conceptos expresados públicamente por éste, los cuales calificaba de «mentiras conscientes». En su libro Living my life, Emma Goldman, anarquista norteamericana que vio personalmente la actuación de Victor Serge en Moscú, no se mostró mucho más blanda con él.

La Majnovchina

Si bien la eliminación de los grupos anarquistas urbanos, pequeños núcleos impotentes, iba a ser tarea relativamente fácil, no sucedería lo mismo con los del Sur de Ucrania, donde el campesino Néstor Majnó había formado una fuerte organización anarquista rural de carácter económico y militar. Hijo de campesinos ucranianos pobres, Majnó contaba apenas treinta años en 1919. Participó en la Revoluciónde 1905 y abrazó la idea anarquista siendo muy joven. Condenado a muerte por el zarismo, su pena fue conmutada por la de ocho años de encierro, tiempo que pasó casi siempre encadenado en la cárcel de Butirki. Esta fue su única escuela, pues allí, con la ayuda de un compañero de prisión, Piotr Arshinov, llenó, siquiera parcialmente, las lagunas de su educación.

La organización autónoma de las masas campesinas que se constituyó por su iniciativa inmediatamente después del movimiento de octubre, abarcaba una región poblada por siete millones de habitantes que formaba una suerte de círculo de 280 por 250 kilómetros. La extremidad sur de esta zona llegaba al mar de Azov, incluyendo el puerto de Berdiansk. Su centro era Guliai-Polié, pueblo que tenía entre veinte y treinta mil habitantes. Esta región era tradicionalmente rebelde. En 1905, fue teatro de violentos disturbios.

Todo comenzó con el establecimiento, en suelo ucranio, de un régimen derechista impuesto por los ejércitos de ocupación alemán y austríaco. El nuevo gobierno se apresuró a devolver a sus antiguos propietarios las tierras que los campesinos revolucionarios acababan de quitarles. Los trabajadores del suelo tomaron las armas para defender sus recientes conquistas, tanto de la reacción como de la intempestiva intrusión, en la zona rural, de los comisarios bolcheviques y de sus requisas, gravosas por demás. Esta gigantesca rebelión campesina tuvo como alma mater a un hombre justiciero, una especie de Robin Hood anarquista, a quien los campesinos llamaban «Padre» Majnó. Su primer hecho de armas fue la conquista de Guliai-Polié, a mediados de septiembre de 1918. Pero el armisticio del 11 de noviembre trajo consigo la retirada de las fuerzas de ocupación germano-austríacas y brindó a Majnó una ocasión única para reunir reservas de armas y materiales.

Por primera vez en la historia, en la Ucrania liberada se aplicaron los principios del comunismo libertario y, dentro de lo que la situación de guerra civil permitía, se practicó la autogestión. Los campesinos cultivaban en común las tierras disputadas a los antiguos terratenientes y se agrupaban en «comunas» o «soviets de trabajo libres», donde reinaban la fraternidad y la igualdad. Todos — hombres, mujeres y niños — debían trabajar en la medida de sus fuerzas. Los compañeros elegidos para cumplir temporariamente las funciones administrativas volvían a sus tareas habituales, junto a los demás miembros de la comuna, una vez terminada su gestión.

Cada soviet era sólo el ejecutor de la voluntad de los campesinos de la localidad que lo había elegido. Las unidades de producción estaban federadas en distritos, y éstos, en regiones. Los soviets formaban parte de un sistema económico de conjunto, basado en la igualdad social. Debían ser absolutamente independientes de cualquier partido político y no se permitía a ningún político profesional tratar de gobernarlos amparándose tras el poder soviético. Sus miembros tenían que ser trabajadores auténticos, dedicados a servir exclusivamente los intereses de las masas laboriosas.

Siempre que los guerrilleros majnovistas entraban en una localidad, fijaban carteles que rezaban: «La libertad de los campesinos y de los obreros les pertenece y no puede ni debe sufrir restricción alguna. Corresponde a los propios campesinos y obreros actuar, organizarse, entenderse en todos los dominios de la vida, siguiendo sus ideas y deseos [...]. Los majnovistas sólo pueden ayudarlos dándoles consejos u opiniones [...]. Pero no pueden ni quieren, en ningún caso, gobernarlos».

Cuando, posteriormente, en el otoño de 1920, los hombres de Majnó se vieron obligados a celebrar un efímero acuerdo de igual a igual con el poder bolchevique, insistieron en que se añadiera la siguiente cláusula: «En la región donde opere el ejército majnovista, la población obrera y campesina creará sus propias instituciones libres para la autoadministración económica y política; dichas instituciones serán autónomas y estarán ligadas federativamente — por pactos — con los organismos gubernamentales de las repúblicas soviéticas». Consternados, los negociadores bolcheviques decidieron remitir esta cláusula a Moscú para su estudio; ni que decir que en la capital se la juzgó «absolutamente inadmisible».

Uno de los puntos relativamente débiles del movimiento majnovista lo constituyó el escaso número de intelectuales libertarios que tuvieron participación directa en él. De todos modos, por momentos al menos, recibió ayuda exterior. Primero lo auxiliaron los anarquistas de Járkov y de Kursk que, a fines de 1918, se fusionaron en una alianza bautizada con el nombre de Nabat (Alarma), cuyo principal animador era Volin. En abril de 1919, celebraron un congreso donde se pronunciaron «categórica y definitivamente contra toda intervención en los soviets, convertidos en organismos puramente políticos y organizados sobre bases autoritarias, centralistas y estatistas». El gobierno bolchevique consideró este manifiesto como una declaración de guerra, y el grupo Nabat tuvo que suspender sus actividades. En julio de ese año, Volin logró llegar al cuartel general de Majnó y allí, de concierto con Piotr Arshinov, tomó a su cargo la sección de cultura y educación del movimiento. Fue también presidente de uno de los congresos majnovistas, que se reunió en octubre en la ciudad de Alexandrovsk, donde se adoptaron Tesis Generales que dejaban sentada la doctrina de los «soviets libres».

En las reuniones del movimiento se congregaban delegados de los campesinos y de los guerrilleros, pues la organización civil era la prolongación de un ejército campesino rebelde que practicaba la táctica de las guerrillas. Esta fuerza era notablemente móvil, capaz de recorrer hasta cien kilómetros por día, no sólo merced a su caballería sino también a su infantería, que se desplazaba en ligeros vehículos suspendidos sobre flejes y tirados por caballos. Estaba organizada con arreglo a principios específicamente libertarios, tales como el servicio voluntario, la designación electiva de todos los grados y la aceptación voluntaria de la disciplina. Es de notar que todos obedecían rigurosamente las reglas disciplinarias, que eran elaboradas por comisiones de guerrilleros y luego validadas por asambleas generales.

Los cuerpos de guerrilleros de Majnó dieron mucho que hacer a los ejércitos «blancos» intervencionistas. En cuanto a las unidades de los guardias rojos bolcheviques, eran bastante ineficaces. Sólo combatían junto a las vías férreas y jamás se alejaban de sus trenes blindados; al primer fracaso, se replegaban y, muchas veces, ni siquiera daban tiempo a sus propios soldados para volver a subir. Por ello inspiraban poca confianza a los campesinos que, aislados en sus villorrios y privados de armas, habrían estado a merced de los contrarrevolucionarios. «El honor de haber aniquilado la contrarrevolución de Denikin en el otoño de 1918, corresponde principalmente a los insurrectos anarquistas», escribe Arshinov, cronista de la majnovchina.

Majnó se negó en todo momento a poner su ejército bajo el mando supremo de Trotski, jefe del Ejército Rojo, después de que las unidades de los guardias rojos se fusionaron en este último. El gran revolucionario creía su deber encarnizarse contra el movimiento rebelde. El 4 de junio de 1919, dictó una orden por la cual prohibía el próximo congreso de los majnovistas, a quienes acusaba de levantarse contra el poder de los soviets en Ucrania, estigmatizaba como acto de «alta traición» cualquier participación en dicho congreso y mandaba arrestar a sus delegados. Iniciando una política imitada dieciocho años después por los stalinistas españoles en su lucha contra las brigadas anarquistas, Trotski se negó a dar armas a los guerrilleros de Majnó, con lo cual eludía su deber de auxiliarlos, y luego los acusó de «traidores» y de haberse dejado vencer por las tropas blancas.

No obstante, los dos ejércitos actuaron de acuerdo en dos oportunidades, cuando la gravedad del peligro intervencionista exigió su acción conjunta. Primero, en marzo de 1919, contra Denikin, y luego, durante el verano y el otoño de 1920, momento en que las tropas blancas de Wrangel llegaron a constituir una seria amenaza, finalmente eliminada por Majnó. Una vez conjurado el peligro extremo, el Ejército Rojo no tuvo reparos en reanudar las operaciones militares contra los guerrilleros de Majnó, quienes le devolvían golpe por golpe.

A fines de noviembre de 1920, el gobierno, sin el menor escrúpulo, les tendió una celada. Se invitó a los oficiales del ejército majnovista de Crimea a participar en un consejo militar. Tan pronto como llegaron a la cita, fueron detenidos por la Cheka, policía política, y fusilados, previo desarme de sus guerrilleros. Simultáneamente, se lanzó una ofensiva a fondo contra Guliai-Polié. La lucha entre libertarios y «autoritarios» — lucha cada vez más desigual — duró otros nueve meses. Por último, Majnó tuvo que abandonar la partida al ser puesto fuera de combate por fuerzas muy superiores en número y equipo. En agosto de 1921 logró refugiarse en Rumania, de donde pasó a París, ciudad en la que murió tiempo después, pobre y enfermo. Así terminó la epopeya de la majnovchina, que fue, según Piotr Arshinov, el prototipo de movimiento independiente de las masas laboriosas y, por ello, sería futura fuente de inspiración para los trabajadores del mundo.

Kronstadt

Las aspiraciones de los campesinos revolucionarios majnovistas eran bastante semejantes a las que, en febrero-marzo de 1921, impulsaron a la revuelta a los obreros de Petrogrado y a los marineros de la fortaleza de Kronstadt.

Los trabajadores urbanos tenían que soportar condiciones materiales ya intolerables debido a la escasez de víveres, combustibles y medios de transporte, a la par que se veían agobiados por un régimen cada vez más dictatorial y totalitario, que aplastaba hasta la menor manifestación de descontento. A fines de febrero estallaron huelgas en Petrogrado, Moscú y otros centros industriales. Los trabajadores marcharon de un establecimiento a otro, cerrando fábricas y atrayendo nuevos grupos de obreros al cortejo de huelguistas que reclamaban pan y libertad. El poder respondió con balas, ante lo cual los trabajadores de Petrogrado realizaron un mitin de protesta en el que participaron diez mil personas.

Kronstadt era una base naval insular situada a treinta kilómetros de Petrogrado, en el golfo de Finlandia, cuyas aguas se hielan en invierno. La isla estaba habitada por marineros y varios miles de obreros ocupados en los arsenales de la marina de guerra. En las peripecias revolucionarias de 1917, los marineros de Kronstadt habían cumplido un papel de vanguardia. Fueron, según palabras de Trotski, «el orgullo y la gloria de la Revolución Rusa». Los habitantes civiles de Kronstadt formaban una comuna libre, relativamente independiente del poder. En el centro de la fortaleza había una inmensa plaza pública, con capacidad para 30.000 personas, que servía a modo de foro popular.

Sin duda, los marineros ya no tenían los mismos efectivos ni la misma composición revolucionaria que en 1917; la dotación de 1921 contaba con muchos más elementos salidos del campesinado, pero conservaba el espíritu militante y, por su actuación anterior, el derecho de seguir participando activamente en las reuniones obreras de Petrogrado. Fue así como enviaron emisarios ante los trabajadores en huelga de la antigua capital. Pero las fuerzas del orden obligaron a dichos enviados a volver sobre sus pasos. Entonces se celebraron en el foro de la isla dos mítines populares en los cuales se decidió defender las reivindicaciones de los huelguistas. A la segunda reunión, efectuada el 1º de marzo, asistieron 16.000 personas — marinos, trabajadores y soldados — y, pese a la presencia del jefe de Estado, el presidente del ejecutivo central, Kalinin, adoptaron una resolución en la cual pedían que dentro de los diez días siguientes, y sin la participación de los partidos políticos, se convocara una conferencia de obreros, soldados rojos y marinos de Petrogrado, Kronstadt y la provincia de Petrogrado. Exigióse también que se eliminaran los «oficiales políticos», pues ningún partido político debía gozar de privilegios, y que se suprimieran los destacamentos comunistas de choque del ejército, así como la «guardia comunista» de las fábricas.

Naturalmente, los rebeldes de Kronstadt dirigían sus cañones contra el monopolio del partido dirigente, que no vacilaban en calificar de «usurpación». Pasemos breve revista a los conceptos expresados por el diario oficial de esta nueva Comuna, la lzvestia de Kronstadt. Oigamos a los marineros encolerizados. Después de haberse arrogado el poder, el Partido Comunista no tenía más que una preocupación: conservar ese poder por cualquier medio. Se había apartado de las masas y demostró ser incapaz de sacar al país de una situación totalmente desastrosa. Ya no contaba con la confianza de los obreros. Se había tornado burocrático. Despojados de su poder, los soviets habían perdido su verdadero carácter, ahora estaban monopolizados y eran manejados desde fuera; los sindicatos se habían estatizado.

Sobre el pueblo pesaba un omnipotente aparato policial que dictaba sus propias leyes por la fuerza de las armas y el terror. En el plano económico no reinaba el prometido socialismo, basado en el trabajo libre, sino un duro capitalismo de Estado. Los obreros eran simples asalariados de ese trust nacional y estaban sometidos al mismo régimen de explotación de antaño. Los hombres de Kronstadt llegaron hasta el sacrilegio de poner en tela de juicio la infalibilidad de los jefes supremos de la Revolución. Se mofaban irreverentemente de Trotski y aun de Lenin. Más allá de sus reivindicaciones inmediatas, tales como la restauración de las libertades y la realización de elecciones libres en todos los órganos de la democracia soviética, apuntaban hacia un objetivo de mayores alcances y de contenido netamente anarquista: una «tercera Revolución».

En efecto, los rebeldes se proponían mantenerse dentro del terreno revolucionario y se comprometieron a velar por las conquistas de la revolución social. Afirmaban no tener nada en común con quienes desearan «restablecer el knut del zarismo», y si tenían intención de derribar el poder «comunista», no era precisamente para que «los obreros y campesinos volvieran a ser esclavos». Tampoco cortaban todos los puentes entre ellos y el régimen, pues todavía conservaban la esperanza de «encontrar un lenguaje común». Por último, reclamaban la libertad de expresión, no para cualquiera, sino solamente para los partidarios sinceros de la Revolución: anarquistas y «socialistas de izquierda» (fórmula que excluía a los socialdemócratas o mencheviques).

Pero la audacia de Kronstadt iba mucho más allá de lo que podían soportar un Lenin o un Trotski. Los jefes bolcheviques habían identificado definitivamente la Revolución con el Partido Comunista y, a sus ojos, todo lo que contrariara ese mito sólo podía ser «contrarrevolucionario». Veían hecha pedazos toda la ortodoxia marxista-leninista. Y el hecho de que fuera un movimiento que sabían auténticamente proletario el que, de repente, impugnaba su poder, un poder que gobernaba en nombre del proletariado, hacía aparecer más aterradora la sombra de Kronstadt. Además, Lenin se aferraba a la idea un poco simplista de que sólo había dos caminos: la dictadura de su partido o la restauración del régimen zarista. En 1921, los gobernantes del Kremlin siguieron un razonamiento similar al que los guió en el otoño de 1956: Kronstadt fue la prefiguración de Budapest.

Trotski, el hombre «de la mano de hierro», aceptó tomar personalmente la responsabilidad de la represión. «Si no deponéis vuestra actitud, os cazaremos como a perdices», comunicó a los «revoltosos» a través de las ondas radiales. Los marineros fueron sindicados como cómplices de los guardias blancos, de las potencias occidentales intervencionistas y de la «Bolsa de París». Serían sometidos por la fuerza de las armas. En vano se esforzaron los anarquistas Emma Goldman y Alexandr Berkman, que habían encontrado asilo en la patria de los trabajadores tras ser deportados de los Estados Unidos, por hacer ver, en una patética carta dirigida a Zinóviev, que el uso de la fuerza haría «un mal incalculable a la revolución social» y por inducir a los «camaradas bolcheviques» a solucionar el conflicto con una negociación amistosa. En cuanto a los obreros de Petrogrado, sometidos a un régimen de terror y a la ley marcial, no pudieron acudir en ayuda de Kronstadt.

Un antiguo oficial zarista, el futuro mariscal Tujachevski, partió al mando de un cuerpo expedicionario compuesto de tropas que fue menester seleccionar cuidadosamente, pues gran cantidad de soldados rojos se negaban rotundamente a disparar contra sus hermanos de clase. El 7 de marzo comenzó el bombardeo de la fortaleza. Con el título de «¡Que el mundo lo sepa!», los asediados lanzaron un último llamamiento: «La sangre de los inocentes caerá sobre la cabeza de los comunistas, locos furiosos ebrios de poder. ¡Viva el poder de los soviets!» Los sitiadores pudieron desplazarse sobre el hielo del golfo de Finlandia y, el 18 de marzo, vencieron la «rebelión» en una orgía de matanzas.

Los anarquistas casi no intervinieron en este episodio. El comité revolucionario de Kronstadt había invitado a colaborar a dos libertarios: Iárchuk (animador del soviet de Kronstadt en 1917) y Volin. Sin embargo, los mencionados no pudieron aceptar la invitación, pues los bolcheviques los habían encarcelado. Como observa Ida Mett en La Révolte de Kronstadt, los anarquistas sólo influyeron «en la medida en que el anarquismo difundía también la idea de la democracia obrera». Pese a no haber tenido participación activa en el acontecimiento, los anarquistas lo sintieron como propio. Así, Volin expresaría tiempo después: «Kronstadt fue la primera tentativa popular totalmente independiente de liberarse de todo yugo y de realizar la Revolución Social: un intento hecho directamente [...] por las propias masas laboriosas, sin pastores políticos, sin ‘jefes’ ni ‘tutores’». Y Alexandr Berkman declarará: «Kronstadt hizo volar en pedazos el mito del Estado proletario; demostró que la dictadura del Partido Comunista y la Revolución eran incompatibles».

El Anarquismo Muerto y Revivido

Aunque los anarquistas no cumplieron un papel directo en el levantamiento de Kronstadt, el régimen bolchevique aprovechó la oportunidad para terminar con una ideología que seguía inspirándole temor. Pocas semanas antes del aniquilamiento de Kronstadt, el día 8 de febrero, había muerto en suelo ruso el viejo Kropotkin, y sus funerales dieron motivo a un acto imponente. Sus restos mortales fueron seguidos por un enorme cortejo de cien mil personas, aproximadamente.

Entremezcladas con las banderas rojas, flotaban por encima de la multitud las banderas negras de los grupos anarquistas, en las cuales podía leerse en letras de fuego: «Donde hay autoridad, no hay libertad». Según relatan los biógrafos del desaparecido, aquélla fue «la última gran manifestación contra la tiranía bolchevique, y mucha gente participó en ella tanto para reclamar libertad como para rendir homenaje al gran anarquista».

Después de Kronstadt, se arrestó a cientos de anarquistas. Pocos meses más tarde, la libertaria Fanny Baron y ocho de sus compañeros eran fusilados en los sótanos de la Cheka de Moscú.

El anarquismo militante había recibido el golpe de gracia. Pero fuera de Rusia, los anarquistas que habían vivido la Revolución Rusa emprendieron la gigantesca tarea de criticar y revisar la doctrina, con lo cual dieron renovado vigor y mayor concreción al pensamiento libertario. A principios de setiembre de 1920, el congreso de la alianza anarquista de Ucrania, conocido por el nombre de Nabat, había rechazado categóricamente la expresión «dictadura del proletariado», por considerar que un régimen tal conduciría fatalmente a la implantación de una dictadura sobre la masa, ejercida por una fracción del proletariado — la atrincherada en el Partido — por los funcionarios y por un puñado de jefes. Poco antes de su desaparición, en su «Mensaje a los Trabajadores de Occidente», Kropotkin señaló con angustia el encumbramiento de una «formidable burocracia»: «Para mí, esta tentativa de construir una república comunista sobre bases estatistas fuertemente centralizadas, bajo el imperio de la ley de hierro de la dictadura de un partido, ha acabado en un fracaso formidable. Rusia nos enseña cómo no debe imponerse el comunismo».

En su número del 7 al 14 de enero de 1921, el periódico francés Le Libertaire publicó un patético llamamiento dirigido por los anarcosindicalistas rusos al proletariado mundial: «Compañeros, poned fin a la dominación de vuestra burguesía tal como lo hemos hecho nosotros en nuestra patria. Pero no repitáis nuestros errores: ¡no dejéis que en vuestro país se establezca el comunismo de Estado!».

Impulsado por esta proclama, el anarquista alemán Rudolf Rocker escribió en 1920 La Bonqueroute du Communisme d’ Etat. Esta obra, aparecida en 1921, fue el primer análisis político que se hizo acerca del proceso de degeneración de la Revolución Rusa. A su juicio, no era la voluntad de una clase lo que expresaba en la famosa «dictadura del proletariado», sino la dictadura de un partido que pretendía hablar en nombre de una clase y se apoyaba en la fuerza de las bayonetas. «Bajo la dictadura del proletariado, en Rusia ha nacido una nueva clase, la comisariocracia, que ejerce sobre las grandes masas una opresión tan rigurosa como la que antaño hacían sentir los paladines del antiguo régimen». Al subordinar sistemáticamente todos los elementos de la vida social a la omnipotencia de un gobierno investido de todas las prerrogativas, «debía desembocarse necesariamente en la formación de esta jerarquía de funcionarios que resultó fatal para la evolución de la Revolución Rusa». «Los bolcheviques no sólo han copiado el aparato estatal de la sociedad de otrora, sino que también le han dado una omnipotencia que ningún otro gobierno se arroga».

En junio de 1922, el grupo de anarquistas rusos exiliados en Alemania publicó en Berlín un librito revelador, salido de la pluma de A. Goriélik, A. Kómov y Volin, que llevaba por título Représsion del’Anarchisme en Russie Soviétique. A principios de 1923, apareció una traducción francesa debida a Volin. Esta obra constituía una relación alfabética del martirologio del anarquismo ruso. AlexandrBerkman, en 1921 y 1922, y Emma Goldman, en 1922 y 1923, publicaron una serie de opúsculos en donde relataban las tragedias que habían presenciado en Rusia.

También Piotr Arshinov y el propio Néstor Majnó, que habían logrado ponerse a salvo en Occidente, dejaron testimonio escrito de sus experiencias.

Muchos años después, durante la segunda guerra mundial, G. P. Maximov y Volin escribieron los dos grandes clásicos de la literatura libertaria sobre la Revolución Rusa, esta vez con la madurez de espíritu que confiere la perspectiva de los años.

En opinión de Maximov, cuya crónica apareció en lengua inglesa, la lección del pasado nos proporciona la certidumbre de un porvenir mejor. La nueva clase dominante de la URSS no puede ni debe vivir eternamente; el socialismo libertario la sucederá. Las condiciones objetivas conducen a esta evolución: «¿Puede concebirse [...] que los trabajadores quieran que los capitalistas retornen a las empresas? ¡Jamás! Pues se rebelan precisamente contra la explotación por parte del Estado y sus burócratas». La finalidad que persiguen los obreros es reemplazar esta gestión autoritaria de la producción por sus propios consejos de fábrica y unir dichos consejos en una vasta federación nacional. En suma, desean la autogestión obrera. De igual modo, los campesinos han comprendido que ya no se puede volver a la economía individual y que hay una sola solución: la agricultura colectiva y la colaboración de las colectividades rurales con los consejos de fábrica y los sindicatos. En una palabra, el único camino es la expansión del programa de la Revolución de Octubre en un clima de libertad.

Cualquier tentativa inspirada en el ejemplo ruso, afirma resueltamente Volin, desembocaría fatalmente en un «capitalismo de Estado basado en la odiosa explotación de las masas», es decir, en la «peor forma de capitalismo, la cual no tiene ninguna relación con la marcha de la humanidad hacia la sociedad socialista». Sólo podría promover «la dictadura de un partido, que conduce ineluctablemente a la represión de la libertad de palabra, de prensa, de organización y de acción, incluso para las corrientes revolucionarias –represión de la cual sólo está excluido el partido que ocupa el poder»– y desemboca en una «inquisición social» que ahoga «hasta el hálito de la Revolución». Volin termina diciendo que Stalin «no nació del aire», que Stalin y el stalinismo son simplemente la consecuencia lógica del sistema autoritario fundado y establecido entre 1918 y 1921. «Esta es la lección que da al mundo la formidable y decisiva experiencia bolchevique: una lección que viene a corroborar notablemente la tesis libertaria y que, a la luz de los acontecimientos, será pronto comprendida por todos los que padecen, sufren, piensan y luchan».

El Anarquismo en los Consejos de Fábrica Italianos

Siguiendo el ejemplo de lo sucedido en Rusia, inmediatamente después de la primera guerra mundial, los anarquistas italianos caminaron por un tiempo del brazo con los partidarios del poder de los soviets. La revolución soviética había tenido profunda repercusión entre los trabajadores italianos, especialmente entre los metalúrgicos del Norte de la península, que estaban a la vanguardia del movimiento obrero. El 20 de febrero de 1919, la Federación Italiana de Obreros Metalúrgicos (FIOM) obtuvo la firma de un acuerdo por el cual se establecía que en las empresas se designaran «comisiones internas» electivas. Luego, mediante una serie de huelgas con ocupación de los establecimientos, la federación intentó transformar dichos organismos de representación obrera en consejos de fábrica que propenderían a dirigir las empresas.

La última de esas huelgas, producida a fines de agosto de 1920, tuvo por origen un cierre patronal. Los metalúrgicos decidieron unánimemente continuar la producción por sus propios medios. Prácticamente inútiles fueron sus intentos de obtener, mediante la persuasión, primero, y la fuerza, después, la colaboración de los ingenieros y del personal superior. Así librados a su suerte, tuvieron que crear comités obreros, técnicos y administrativos, que tomaron la dirección de las empresas. De esta manera se avanzó bastante en el proceso de autogestión. En los primeros tiempos, las fábricasautoadministradas contaron con el apoyo de los bancos. Y cuando éstos se lo retiraron, los obreros emitieron su propia moneda para pagar los salarios. Se estableció una autodisciplina muy estricta, se prohibió el consumo de bebidas alcohólicas y se organizó la autodefensa con patrullas armadas. Las empresas autoadministradas anudaron fuertes vínculos solidarios. Los metales y la hulla pasaron a ser propiedad común y repartíanse equitativamente.

Pero una vez alcanzada esta etapa era preciso ampliar el movimiento o batirse en retirada. El ala reformista de los sindicatos optó por un compromiso con la parte patronal. Después de ocupar y administrar las fábricas durante algo más de tres semanas, los trabajadores tuvieron que evacuarlas tras recibir la promesa — no cumplida — de que se pondría un control obrero. En vano clamó el ala revolucionaria — socialistas de izquierda y anarquistas — que aquel paso significaba una traición.

Dicha ala izquierda poseía una teoría, un órgano y un portavoz. El primer número del semanario L’Ordine Nuovo apareció en Turín el 1º de mayo de 1919. Su director era el socialista de izquierda AntonioGramsci, a quien secundaban un profesor de filosofía de la Universidad de Turín, de ideas anarquistas, que firmaba con el seudónimo de Carlo Petri, todo un núcleo de libertarios turineses. En las fábricas, el grupo de L’Ordine Nuovo contaba principalmente con el apoyo de dos anarcosindicalistas militantes del gremio metalúrgico: Pietro Ferrero y Maurizio Garino. Socialistas y libertarios firmaron conjuntamente el manifiesto de L’Ordine Nuovo, acordando que los consejos de fábrica debían considerarse como «órganos adaptados para la futura dirección comunista de las fábricas y de la sociedad».

L’Ordine Nuovo tendía, en efecto, a sustituir la estructura del sindicalismo tradicional por la de los consejos de fábrica. Ello no significa que fuera absolutamente hostil a los sindicatos, en los cuales veía «las sólidas vértebras del gran cuerpo proletario». Simplemente criticaba, a la manera del Malatesta de 1907, la decadencia de aquel movimiento sindical burocrático y reformista que se había hecho parte integrante de la sociedad capitalista; además, señalaba la incapacidad orgánica de los sindicatos para cumplir el papel de instrumentos de la revolución proletaria.

En cambio, L’Ordine Nuovo estimaba que el consejo de fábrica reunía todas las virtudes. Era el órgano destinado a unificar a la clase obrera, el único capaz de elevar a los trabajadores por encima del estrecho círculo de cada gremio, de ligar a los «no organizados» con los «organizados». Incluía en el activo de los consejos la formación de una psicología del productor, la preparación del trabajador para la autogestión. Gracias a ellos, hasta el más modesto de los obreros podía descubrir que la conquista de la fábrica no era un imposible, que estaba al alcance de su mano. Los consejos eran considerados como una prefiguración de la sociedad socialista.

Los anarquistas italianos, más realistas y menos verbosos que Antonio Gramsci, ironizaban a veces sobre los excesos «taumatúrgicos» de la predicación en favor de los consejos de fábrica. Aunque reconocían los méritos de éstos, no los exageraban. Así como Gramsci, no sin razón, denunciaba el reformismo de los sindicatos, los anarcosindicalistas hacían notar que, en un período no revolucionario, también los consejos de fábrica corrían el riesgo de degenerar en organismos de colaboración con las clases dirigentes. Los libertarios más apegados al sindicalismo encontraban asimismo injusto que*L’Ordine Nuovo *condenara por igual el sindicalismo reformista y el revolucionario practicado por su central, la Unión Sindical Italiana.[9]

La interpretación contradictoria y equívoca del prototipo de consejo de fábrica, el soviet, propuesta por L’Ordine Nuovo era sobre todo motivo de cierta inquietud para los anarquistas. Por cierto que Gramsciusaba a menudo el epíteto «libertario» y había disputado con Angelo Tasca, autoritario inveterado que defendía un concepto antidemocrático de la «dictadura del proletariado», reducía los consejos de fábrica a simples instrumentos del Partido Comunista y acusaba de «proudhoniano» el pensamiento gramscista. Pero Gramsci no estaba tan al corriente de lo que sucedía como para ver la diferencia entre los soviets libres de los primeros meses de la Revolución y los soviets domesticados por el Estado bolchevique. De ahí la ambigüedad de las fórmulas que empleaba. El consejo de fábrica era, a sus ojos, el «modelo del Estado proletario» que, según anunciaba, se incorporaría a un sistema mundial: la Internacional Comunista. Creía poder conciliar el bolcheviquismo con el debilitamiento del Estado y una concepción democrática de la «dictadura del proletariado».

Los anarquistas italianos saludaron el nacimiento de los soviets rusos con un entusiasmo falto de espíritu crítico. Uno de ellos, Camillo Berneri, publicó el 1º de junio de 1919 un artículo intitulado «LaAutodemocracia», en el cual saludaba al régimen bolchevique como «el ensayo más práctico y en mayor escala de democracia integral» y como «la antítesis del socialismo de Estado centralizador». Un año después, en el congreso de la Unión Anarquista Italiana, Maurizio Garino utilizaría un lenguaje muy distinto: los soviets implantados en Rusia por los bolcheviques diferían sustancialmente de la autogestión obrera concebida por los anarquistas. Constituían la «base de un nuevo Estado, inevitablemente centralizador y autoritario».

Luego, los anarquistas italianos y los amigos de Gramsci tomarían por caminos divergentes. Los segundos, que siempre habían sostenido que el partido socialista, al igual que el sindicato, estaba integrado en el sistema burgués y, por lo cual no era indispensable ni recomendable adherirse a él, hicieron una «excepción» con los grupos comunistas que militaban en el partido socialista y que, después de la escisión de Liorna del 21 de enero de 1921, formaron el partido comunista italiano, incorporado a la Internacional Comunista.

En lo que atañe a los libertarios italianos, tuvieron que abandonar algunas de sus ilusiones y recordar las advertencias de Malatesta, quien, en una carta escrita desde Londres en el verano de 1919, los había puesto en guardia contra «un nuevo gobierno que acaba de instalarse (en Rusia) por encima de la Revolución, para frenarla y someterla a los fines particulares de un partido [...] mejor dicho, de los jefes de un partido». El viejo revolucionario afirmó proféticamente que se trataba de una dictadura «con sus decretos, sus sanciones penales, sus agentes ejecutivos, y, sobre todo, su fuerza armada, que también sirve para defender a la Revolución contra sus enemigos externos, pero que mañana servirá para imponer a los trabajadores la voluntad de los dictadores, detener la Revolución, consolidar los nuevos intereses establecidos y defender contra la masa a una nueva clase privilegiada. No cabe duda de que Lenin, Trotski y sus compañeros son revolucionarios sinceros, pero también es cierto que preparan los planteles gubernativos que sus sucesores utilizarán para sacar provecho de la revolución y matarla. Ellos serán las primeras víctimas de sus propios métodos».

Dos años más tarde, en un congreso reunión en Ancona entre el 2 y el 4 de noviembre de 1921, la Unión Anarquista Italiana se negó a reconocer al gobierno ruso como representante de la Revolución; en cambio, lo denunció como «el mayor enemigo de la Revolución», «el opresor y explotador del proletariado, en cuyo nombre pretende ejercer el poder». Aquel mismo año, el escritor libertario Luigi Fabbriconcluía: «El estudio crítico de la Revolución Rusa tiene enorme importancia [...] porque puede servir de guía a los revolucionarios occidentales para que eviten en lo posible los errores que la experiencia rusa ha puesto al descubierto».

El Anarquismo en la Revolución Española: El Espejismo Soviético

Una de las constantes de la historia es el atraso de la conciencia subjetiva con respecto a la realidad objetiva. La lección que a partir de 1920 aprendieron los anarquistas de Rusia, testigos del drama de ese país, sólo sería conocida, aceptada y compartida años más tarde. El prestigio y el fulgor de la primera revolución proletaria victoriosa en la sexta parte del globo, fueron tales que el movimiento obrero permanecería durante largo tiempo como fascinado por tan reputado ejemplo. Surgieron «Consejos» por doquier; no sólo en Italia, como hemos visto, sino también en Alemania, Austria y Hungría se siguió el modelo de los soviets rusos. En Alemania, el sistema de Consejos fue el artículo fundamental del programa de la Liga Espartaquista de Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht.

En 1919, tras el asesinato del ministro-presidente de la República Bávara, Kurt Eisner, se proclamó en Munich una república soviética presidida por el escritor libertario Gustav Landauer, luego asesinado por la contrarrevolución. El poeta anarquista Erich Mühsam, amigo y compañero de lucha de éste último, compuso una Räte-Marseillaise («Marsellesa de los Consejos»), en la cual llamaba a los trabajadores al combate, no para formar batallones, sino Consejos similares a los de Rusia y Hungría, a fin de terminar con el caduco mundo de esclavitud secular.

No obstante, en la primavera de 1920, un grupo opositor alemán, partidario del Räte-Kommunismus («Comunismo de Consejos»), se separó del Partido Comunista Obrero Alemán (KAPD).[10] En Holanda, la idea de los Consejos engendró un movimiento gemelo dirigido por Hermann Gorter y Anton Pannekoek. Durante una viva polémica que sostuvo con Lenin, el primero de ellos no temió replicar, en el más puro estilo libertario, al infalible conductor de la Revolución Rusa: «Todavía estamos buscando a los verdaderos jefes, jefes que no traten de dominar a las masas ni las traicionen; y mientras no los tengamos, queremos que todo se haga desde abajo hacia arriba y por la dictadura de las propias masas. Si en mi camino por la montaña un guía me conduce hacia el abismo, prefiero andar solo». Pannekoek, por su parte, proclamó que los Consejos constituían la forma de autogobierno que venía a reemplazar a los gobiernos de un mundo ya terminado; al igual que Gramsci, no supo ver la diferencia entre los Consejos y la «dictadura bolchevique».

En todas partes, especialmente en Baviera, Alemania y Holanda, los anarquistas tuvieron participación positiva en la elaboración teórica y práctica del sistema de consejos.

También los anarcosindicalistas españoles dejáronse deslumbrar por la Revolución de Octubre. En el congreso celebrado por la CNT en Madrid (10-20 de diciembre de 1919), se aprobó un texto en el cual se expresaba que «la epopeya del pueblo ruso ha electrizado al proletariado universal». Por aclamación, «sin reticencia alguna, cual doncella que se entrega al hombre de sus amores», los congresistas aprobaron la adhesión provisional a la Internacional Comunista, visto el carácter revolucionario de ésta, al tiempo que manifestaban el deseo de que se convocara un congreso obrero universal para fijar las bases sobre las cuales habría de edificarse la verdadera Internacional de los trabajadores. Pese a todo, se habían oído algunas tímidas voces disonantes: la Revolución Rusa tenía carácter «político» y no encarnaba el ideal libertario, afirmaban. El congreso fue más allá todavía. Decidió enviar una delegación al segundo congreso de la Tercera Internacional, que se reunió en Moscú el 15 de julio de 1920.

Mas para esa fecha el pacto amoroso había comenzado a tambalear. El delegado del anarcosindicalismo español había concurrido a la asamblea deseoso de participar en la creación de una Internacional sindical revolucionaria y, para su disgusto, se encontró con un texto que hablaba de «conquista del poder político», «dictadura del proletariado» y de una ligazón orgánica que apenas disimulaba la subordinación de hecho de los sindicatos obreros respecto de los partidos comunistas: en los siguientes congresos de la IC, las organizaciones sindicales de cada país estarían representadas por los delegados de los respectivos partidos comunistas; en cuanto a la proyectada Internacional Sindical Roja, dependería, sin más, de la Internacional Comunista y sus secciones nacionales. Tras exponer el concepto libertario de lo que debe ser la revolución social, el vocero español, Angel Pestaña, exclamó: «La revolución no es ni puede ser obra de un partido. A lo sumo, un partido puede fomentar un golpe de Estado. Pero un golpe de Estado no es una revolución». Y terminó diciendo: «Afirmáis que la revolución es impracticable sin Partido Comunista, que la emancipación es imposible sin conquistar el poder político y que, sin dictadura, no podéis destruir a la burguesía: esto es lanzar afirmaciones puramente gratuitas».

Ante las reservas formuladas por el delegado de la CNT, los comunistas hicieron ver que cambiarían la resolución en lo tocante a la «dictadura del proletariado». Al fin de cuentas, Losovski publicó ni más ni menos que el texto en su forma original, sin las modificaciones introducidas por Pestaña, pero con la firma de éste. Desde la tribuna, Trotski atacó durante casi una hora al representante español, y cuando éste pidió la palabra para responder, el presidente declaró cerrado el debate.

El 6 de septiembre de 1920, tras una permanencia de varios meses en Moscú, Pestaña abandonó Rusia profundamente decepcionado por todo lo que había podido ver allí. Rudolf Rocker, a quien visitó en Berlín, relata que semejaba el «sobreviviente de un naufragio». No se sentía con suficiente valor para revelar la verdad a sus camaradas españoles; y destruir las enormes esperanzas que éstos habían depositado en la Revolución Rusa, le parecía un «crimen». Pero en cuanto pisó suelo español se le encerró en la cárcel, y así quedó libre del penoso deber de desengañar a sus compañeros.

En el verano de 1921, otra delegación de la CNT participó en el Tercer Congreso de la Internacional Comunista y en la asamblea constitutiva de la Internacional Sindical Roja. Entre los delegados de la CNT, había jóvenes neófitos del bolcheviquismo ruso, tales como Joaquín Maurín y Andrés Nin, pero también un anarquista francés de gran claridad mental, Gaston Lreview. A riesgo de que lo acusaran de «hacerle el juego a la burguesía» y de «ayudar a la contrarrevolución», decidió no callar. En su concepto, no decirles a las masas que lo que había fracasado en Rusia no era la Revolución, sino el Estado, «no hacerles ver que detrás de la Revolución sangrante se oculta el Estado que la paraliza y la ultraja», hubiera sido peor que guardar silencio. Así se expresó en el número de noviembre de 1921 de LeLibertaire, de París. Vuelto a España, recomendó a la CNT que anulara su adhesión a la Tercera Internacional y a su supuesta filial sindical, pues estimaba que «toda colaboración honesta y leal» con los bolcheviques era imposible.

Abierto así el fuego, Pestaña se decidió a publicar su primer informe, luego completado por otro en el que mostraba la verdad sobre el bolcheviquismo: «Los principios del Partido Comunista son todo lo contrario de lo que afirmaba y proclamaba en los primeros tiempos de la Revolución. Por sus principios, los medios de que se valen y los objetivos que persiguen, la Revolución Rusa y el Partido Comunista son diametralmente opuestos [...]. Ya dueño absoluto del poder, el Partido Comunista decretó que quien no pensara como comunista (entiéndase bien, como «comunista» a su manera) no tenía el derecho de pensar [...]. El Partido Comunista negó al proletariado ruso los sagrados derechos que le había otorgado la Revolución». Pestaña puso en duda la validez de la Internacional Comunista: por ser lisa y llanamente una prolongación del Partido Comunista ruso, no podía encarnar la revolución frente al proletariado mundial.

El congreso nacional de Zaragoza, realizado en junio de 1922, al que estaba destinado este informe, decidió el retiro de la CNT de la Tercera Internacional o, más exactamente, de su sucedáneo sindical, la Internacional Sindical Roja; además, aprobó el envío de delegados a una conferencia anarcosindicalista internacional que se celebró en Berlín en el mes de diciembre, de la cual surgió una «Asociación Internacional de Trabajadores». Esta Internacional fue sólo un fantasma, por cuanto, aparte de la importante central de España, en los demás países logró muy escasos adherentes.[11]

Esta ruptura marcó el nacimiento del implacable odio que Moscú concentraría en el anarquismo español. Desautorizados por la CNT, Joaquín Maurín y Andrés Nin la dejaron para fundar el Partido Comunista español. En un opúsculo publicado en mayo de 1924, Maurín declaró una guerra sin cuartel a sus antiguos compañeros: «La eliminación definitiva del anarquismo es tarea difícil en un país cuyo movimiento obrero carga ya con medio siglo de propaganda anarquista. Pero lo conseguiremos».

La Tradición Anarquista en España

Vemos, pues, que los anarquistas españoles aprendieron a tiempo la lección de la Revolución Rusa, lo cual contribuyó a estimularlos para preparar una revolución antinómica. La degeneración del comunismo «autoritario» acrecentó su voluntad de imponer un comunismo libertario. Cruelmente defraudados por el espejismo soviético, vieron en el anarquismo «la última esperanza de renovación en este sombrío período», como expresará luego Santillán.

La revolución libertaria estaba semipreparada en la conciencia de las masas populares y en el pensamiento de los teóricos libertarios. Como bien observa José Peirats, el anarcosindicalismo era, «por su psicología, su temperamento y sus reacciones, el sector más español de toda España». Constituía el doble producto de una evolución combinada. Correspondía simultáneamente a la situación de un país atrasado, donde la vida rural se mantenía en su estado arcaico, y a la aparición y el desarrollo, en ciertas regiones, de un moderno proletariado nacido de la industrialización. La originalidad del anarquismo español residía en su singular mezcla de tendencias hacia el pasado y el futuro, cuya simbiosis distaba mucho de ser perfecta.

Hacia 1918, la CNT contaba con más de un millón de afiliados. Dentro del campo industrial, tenía considerable fuerza en Cataluña y, en menor medida, en Madrid y Valencia[12]; pero también hundía sus raíces en el campo — entre los campesinos pobres — donde sobrevivía la tradición del comunalismo aldeano, teñido de localismo y de espíritu cooperativo. En 1898, el escritor Joaquín Costa, en su obra El colectivismo agrario, inventarió las supervivencias de éste. Todavía quedaban muchas aldeas donde había bienes comunales, cuyas parcelas se concedían a los campesinos que no poseían tierras; también se encontraban villorrios que compartían con otros los campos de pastoreo y algunos «bienes comunales». En el Sur, región de grandes haciendas, los jornaleros agrícolas tendían más a la socialización que a la repartición de las tierras.

Además, muchos decenios de propaganda anarquista en el campo, realizada por medio de folletos de divulgación como los de José Sánchez Rosa, habían preparado el terreno para el colectivismo agrario.La CNT tenía especialmente fuerza entre los campesinos del Sur (Andalucía), del Este (región de Levante, alrededores de Valencia) y del Nordeste (Aragón, vecindades de Zaragoza).

La doble base, industrial y rural, del anarcosindicalismo español, orientó el «comunismo libertario» por él propugnado en dos direcciones un tanto divergentes: una comunalista y otra sindicalista. Elcomunalismo tenía un matiz más particularista y más rural, casi podría decirse más meridional, pues uno de sus principales bastiones era Andalucía. El sindicalismo mostraba un tinte más integracionista y urbano, más septentrional, cabría afirmar, por cuanto su centro vital era Cataluña. Los teóricos libertarios se mostraban algo vacilantes y estaban divididos en lo que a este punto respecta.

Unos, que compartían las ideas de Kropotkin y su idealización — erudita pero simplista — de las comunas de la Edad Media, identificadas por ellos con la tradición española de la comunidad campesina primitiva, tenían siempre a flor de labios el lema de «comuna libre». Durante las insurrecciones campesinas que siguieron al advenimiento de la República, en 1931, se realizaron diversos ensayos prácticos de comunismo libertario. Por acuerdo mutuo y voluntario, algunos grupos de campesinos que poseían pequeñas parcelas decidieron trabajar en común, repartirse los beneficios en partes iguales y consumir «de lo propio»; además, destituyeron a las autoridades municipales y las reemplazaron por comités electivos. Creyeron ingenuamente haberse independizado del resto de la sociedad, de los impuestos y del servicio militar.

Otros, que se proclamaban seguidores de Bakunin — fundador del movimiento obrero colectivista, sindicalista e internacionalista de España — y de su discípulo Ricardo Mella, se preocupaban más por el presente que por la Edad de Oro, eran más realistas. Daban primordial importancia a la integración económica y consideraban que, por un largo período transitorio, era mejor remunerar el trabajo con arreglo a las horas de labor cumplidas que distribuir las ganancias según las necesidades de cada uno. A su ver, la combinación de las uniones locales de sindicatos y de las federaciones por ramas industriales era la estructura económica del porvenir.

Al principio, los militantes de la base confundieron hasta cierto punto la idea de sindicato con la de comuna, debido a que, durante largo tiempo, dentro de la CNT predominaron los sindicatos únicos (uniones locales), que estaban más cerca de los trabajadores, se encontraban a salvo de todo egoísmo de corporación y constituían algo así como el hogar material y espiritual del proletariado.[13]

Las opiniones de los anarcosindicalistas españoles estaban también divididas respecto de otro problema, el cual hizo resurgir en la práctica el mismo debate teórico que otrora, en el congreso anarquista internacional de 1907, creó la oposición entre sindicalistas y anarquistas. La actividad en pro de las reivindicaciones cotidianas había generado en la CNT una tendencia reformista que la FAI (Federación Anarquista Ibérica), fundada en 1927, se consideró llamada a combatir para defender la integridad de la doctrina anarquista. En 1931, la tendencia sindicalista publicó un manifiesto, denominado de los «Treinta», en el cual se declaraba en rebeldía contra la «dictadura» de las minorías dentro del movimiento sindical, y afirmaba la independencia del sindicalismo y su aspiración a bastarse solo. Cierto número de sindicatos abandonó la CNT y, pese a que se logró llenar la brecha de esta escisión poco antes de la Revolución de julio de 1936, la corriente reformista subsistió en la central obrera.

Bagaje doctrinario

Los anarquistas españoles jamás dejaron de publicar en su idioma los escritos fundamentales (y hasta los de menor importancia) del anarquismo internacional, con lo cual salvaron del olvido, y aun de la destrucción, las tradiciones de un socialismo revolucionario y libre a la vez. Augustin Souchy, anarcosindicalista alemán que se puso al servicio del anarquismo español, escribió: «En sus asambleas de sindicatos y grupos, en sus diarios, folletos y libros, se discutía incesante y sistemáticamente el problema de la revolución social».

Inmediatamente después de la proclamación de la República Española de 1931, se produjo un florecimiento de la literatura «anticipacionista». Peirats hizo una lista de tales escritos, muy incompleta según él, la cual incluye cerca de cincuenta títulos; el mismo autor subraya que esta «obsesión de construcción revolucionaria» que se tradujo en una proliferación editorial, contribuyó grandemente a encaminar al pueblo hacia la Revolución. Así, los anarquistas españoles conocieron el folleto Idées sur l’Organisation Sociale, escrito por James Guillaume en 1876, a través de los muchos pasajes que de él incluía el libro de Pierre Besnard, Les Syndicats Ouvriers et la Révolution Sociale, aparecido en París hacia 1930. En 1931, Gaston Lreview publicó en la Argentina, país adonde había emigrado, Problemas económicos de la revolución española, que inspiró directamente la importante obra de Diego Abad de Santillán a la cual nos referiremos más adelante.

En l932, el doctor Isaac Puente, medico rural que, al año siguiente, sería el principal animador de un comité de insurrección en Aragón, publicó un esbozo — algo ingenuo e idealista — de comunismo libertario, en el cual exponía ideas que luego tomaría el congreso de la CNT reunido en Zaragoza el 1º de mayo de 1936.

El programa de Zaragoza define con cierta precisión cómo debe funcionar una democracia aldeana directa: la asamblea general de los habitantes elige un consejo comunal integrado por representantes de diversos comités técnicos. Cada vez que los intereses de la comuna lo requieren, la asamblea general se reúne a petición del consejo comunal o por voluntad de los propios aldeanos. Los distintos cargos de responsabilidad carecen totalmente de carácter ejecutivo o burocrático. Sus titulares (con excepción de algunos técnicos y especialistas en estadística) cumplen su tarea como simples productores que en nada se distinguen de los demás, y al fin de la jornada de trabajo se reúnen para discutir cuestiones de detalle que no necesitan ratificación de la asamblea general.

Cada trabajador en actividad recibe una tarjeta de productor en la cual constan los servicios prestados, reviewuados en unidades de días de trabajo cumplidos y contra cuya presentación puede obtener mercancías de valor equivalente. A los elementos pasivos de la población se les entrega una simple tarjeta de consumidor. No existen normas absolutas: se respeta la autonomía de las comunas. Si alguna de ellas considera conveniente implantar un sistema de intercambio interior propio, puede hacerlo libremente, pero a condición de no lesionar en lo mínimo los intereses de las demás. En efecto, el derecho a la autonomía comunal no excluye el deber de mantener la solidaridad colectiva dentro de las federaciones cantonales y regionales en que se unen las comunas.

El cultivo del espíritu es una de las preocupaciones preponderantes de los congresistas de Zaragoza. La cultura debe hacer que, durante su existencia, cada hombre tenga acceso y derecho a las ciencias, las artes y las investigaciones de todo género, en compatibilidad con su tarea de contribuir a la producción de bienes materiales. Merced a esta doble actividad, el ser humano tiene garantizados su equilibrio y su buena salud. Se acabó la división de la sociedad en trabajadores manuales e intelectuales: todos son simultáneamente lo uno y lo otro. Una vez finalizada su jornada de productor, el individuo es dueño absoluto de su tiempo. La CNT piensa que en una sociedad emancipada, donde las necesidades de orden material estén satisfechas, las necesidades espirituales se manifestarán más imperiosamente.

Hacía ya mucho tiempo que el anarcosindicalismo español procuraba salvaguardar la autonomía de lo que llamaba los «grupos de afinidad». Entre otros, el naturismo y el vegetarianismo contaban con muchos adeptos, sobre todo campesinos pobres del Sur. Se estimaba que estos dos métodos de vida podían transformar al hombre y prepararlo para la sociedad libertaria. Así, el congreso de Zaragoza no se olvidó de la suerte de los grupos naturistas y nudistas, «refractarios a la industrialización». Dado que, por esta actitud, estarían incapacitados para subvenir a todas sus necesidades, el congreso consideró la posibilidad de que los delegados de aquéllos que concurrieran a las reuniones de la confederación de comunas concertaran acuerdos económicos con las otras comunas agrícolas e industriales. ¿Debemos sonreír? En vísperas de una fundamental y sangrienta mutación social, la CNT no creía que fuera risible buscar la forma de satisfacer las aspiraciones infinitamente variadas del ser humano.

En lo penal, el congreso de Zaragoza afirma, fiel a las enseñanzas de Bakunin, que la principal causa de la delincuencia es la injusticia social y que, en consecuencia, una vez suprimida la segunda, la primera desaparecerá casi por completo. Sostiene que el hombre no es malo por naturaleza. Las faltas cometidas por los individuos, tanto en el aspecto moral como en sus funciones de productor, serán examinadas por las asambleas populares, que se esforzarán por encontrar una solución justa para cada caso.

El comunismo libertario no acepta más correctivos que los métodos preventivos de la medicina y la pedagogía. Si un individuo, víctima de fenómenos patológicos, atenta contra la armonía que debe reinar entre sus semejantes, se dará debida atención a su desequilibrio a la par que se estimulará su sentido de la ética y de la responsabilidad social. Como remedio para las pasiones eróticas, que acaso no puedan refrenarse ni siquiera por respeto a la libertad de los demás, el congreso de Zaragoza recomienda el «cambio de aire», recurso eficaz tanto para los males del cuerpo como para los del amor. La central obrera duda, empero, de que en un ambiente de libertad sexual pueda existir semejante exacerbación.

Cuando, en mayo de 1936, el congreso de la CNT adoptó el programa de Zaragoza, nadie preveía que, en dos meses, estaría preparado el terreno para su aplicación, En realidad, la socialización de la tierra y de la industria que siguió a la victoria revolucionaria del 19 de julio, habría de apartarse sensiblemente de aquel idílico programa. Aunque en él se repetía continuamente la palabra «comuna», el término adoptado para designar las unidades socialistas de producción fue el de colectividades. No se trató de un simple cambio de vocabulario: los artesanos de la autogestión española habían comenzado a abrevar en otra fuente.

Efectivamente, el esquema de construcción económica esbozado dos meses antes del congreso de Zaragoza por Diego Abad de Santillán en su libro El Organismo Económico de la Revolución, se diferenciaba notablemente del programa de Zaragoza.

Santillán no es, como tantos de sus congéneres, un epígono infecundo y estereotipado de los grandes anarquistas del siglo XIX. Deplora que la literatura anarquista de los últimos veinticinco o treinta años se haya ocupado tan poco de los problemas concretos de la economía moderna y no haya sido capaz de crear nuevos caminos hacia el porvenir, limitándose a producir en todas las lenguas una superabundancia de obras dedicadas a elaborar hasta el cansancio, y sólo abstractamente, el concepto de libertad.

¡Cuán brillantes le parecen los informes presentados en los congresos nacionales e internacionales de la Primera Internacional, en comparación con esta indigesta mole libresca! En ellos, observa Santillán, encontramos mayor comprensión de los problemas económicos que en las obras de los períodos posteriores.

Santillán no es hombre de quedarse atrás, sigue el ritmo de su tiempo. Tiene conciencia de que «el formidable desarrollo de la industria moderna ha creado toda una serie de nuevos problemas, otrora imprevisibles». No debemos pretender retornar al arado romano ni a las primitivas formas artesanales de producción. El particularismo económico, la mentalidad localista, la patria chica, tan adorada en la campaña española por quienes añoran la Edad de Oro, la «comuna libre» de Kropotkin, de espíritu estrecho y medireview, deben quedar relegados al museo de antigüedades. Son vestigios de conceptoscomunalistas ya caducos.

Desde el punto de vista económico, no pueden existir las «comunas libres»: «Nuestro ideal es la comuna asociada, federada e integrada en la economía total del país y de las demás naciones en revolución». El colectivismo, la autogestión, no deben consistir en la sustitución del propietario privado por otro multicéfalo. La tierra, las fábricas, las minas y los medios de transporte con obra de todos y a todos han de servir por igual. Hoy la economía no es local, ni siquiera nacional, sino mundial. La vida moderna se caracteriza por la cohesión de la totalidad de las fuerzas de producción y distribución. «Es imperioso, y corresponde a la evolución del mundo económico moderno, implantar una economía socializada, dirigida y planificada».

Para llenar las funciones de coordinación y planificación, Santillán propone un Consejo Económico Federal que no sea un poder político, sino un simple organismo de coordinación encargado de regular las actividades económicas y administrativas. Este Consejo ha de recibir las directivas desde abajo, a saber, de los consejos de fábrica confederados simultáneamente en consejos sindicales por rama industrial y en consejos económicos locales. Será pues, el punto de convergencia de dos líneas, una local y otra profesional. Los órganos de base le suministrarán las estadísticas necesarias para que en todo momento pueda conocer la verdadera situación económica. De tal modo, estará capacitado para localizar las principales deficiencias y determinar cuáles son los sectores donde resulta más urgente promover nuevas industrias y nuevos cultivos. «Cuando la autoridad suprema resida en las cifras y las estadísticas, no habrá ya necesidad de gendarmes». En un sistema de esta índole, la coerción estatal no es provechosa, sino estéril y hasta imposible. El Consejo Federal se ocupará de la difusión de nuevas normas de la intercomunicación de las regiones y de la creación de un espíritu de solidaridad nacional. Estimulará la búsqueda de nuevos métodos de trabajo, nuevos procedimientos fabriles y nuevas técnicas rurales. Distribuirá la mano de obra entre las distintas regiones y ramas de la economía.

Incontestablemente, Santillán aprendió mucho de la Revolución Rusa. Por un lado, ella le enseñó que es necesario tomar providencias para impedir la resurrección del aparato estatal y burocrático; pero, por el otro, le demostró que una revolución victoriosa no puede dejar de pasar por fases económicas intermedias, en las cuales, por un tiempo, subsiste lo que Marx y Lenin llaman el «derecho burgués». Tampoco se puede pretender suprimir de un manotazo el sistema bancario y monetario; es preciso transformar estas instituciones y utilizarlas como medio de intercambio provisional, a fin de mantener en actividad la vida social y preparar el camino para nuevas formas de la economía.

Santillán cumplió importantes funciones en la Revolución Española. Se desempeñó sucesivamente como miembro del comité central de las milicias antifascistas (fines de julio de 1936), integrante del Consejo Económico de Cataluña (11 de agosto) y Ministro de Economía de la Generalidad (mediados de diciembre).

Una Revolución «Apolítica»

La Revolución Española había, pues, madurado relativamente en la mente de los pensadores libertarios y en la conciencia popular. Por ello no es de extrañar que la derecha española viera el principio de una revolución en la victoria electoral del Frente Popular (febrero de 1936). En realidad las masas no tardaron en rebasar los estrechos límites del triunfo logrado en las urnas. Burlándose de las reglas del juego parlamentario, no esperaron siquiera que se formara el gobierno para liberar a los presos políticos. Los arrendatarios rurales dejaron de pagar el arrendamiento. Los jornaleros agrícolas ocuparon las tierras y se pusieron a trabajarlas para imponer de inmediato la autoadministración. Los ferroviarios se declararon en huelga para exigir la nacionalización de los ferrocarriles, mientras que los albañiles madrileños reivindicaron el control obrero, primera etapa hacia la socialización.

Los jefes militares, con el coronel Franco a la cabeza, respondieron a estos pródromos de revolución con un golpe militar. Pero sólo consiguieron acelerar el curso de una revolución ya prácticamente iniciada. Con excepción de Sevilla, en la mayor parte de las grandes ciudades — Madrid, Barcelona y Valencia, especialmente — el pueblo tomó la ofensiva, sitió los cuarteles, levantó barricadas en las calles y ocupó los puntos estratégicos. De todas partes, acudieron los trabajadores al llamado de sus sindicatos. Con absoluto desprecio de su vida, el pecho descubierto y las manos vacías, se lanzaron al asalto de los bastiones franquistas. Lograron arrebatarle los cañones al enemigo y conquistar a los soldados para su causa.

Merced a este furor popular, la insurrección militar quedó aplastada en veinticuatro horas. Entonces, espontáneamente, principió la revolución social. Fue un proceso desigual, a no dudarlo, de variada intensidad según las regiones y las ciudades; pero en ninguna parte tuvo tanto ímpetu como en Cataluña y, particularmente, en Barcelona. Cuando las autoridades constituidas salieron de su estupor, se dieron cuenta que, simplemente, ya no existían. El Estado, la policía, el ejército y la administración parecían haber perdido su razón de ser. Los guardias civiles habían sido expulsados o eliminados. Los obreros vencedores se ocupaban de guardar el orden. La organización del abastecimiento era lo más urgente, y para llenar esta necesidad se formaron comités; éstos distribuían los víveres en las barricadas transformadas en campamentos y luego abrieron restaurantes comunitarios. Los comités de barrio organizaron la administración; los de guerra, la partida de las milicias obreras hacia el frente. La casa del pueblo se había convertido en el verdadero ayuntamiento. Ya no se trataba simplemente de la «defensa de la República» contra el fascismo, sino de la Revolución. De una Revolución que, a diferencia de la rusa, no tuvo necesidad de crear enteramente sus órganos de poder: la elección de soviets resultaba superflua debido a la omnipresencia de la organización anarcosindicalista, de la cual surgían los diversos comités de base. En Cataluña, la CNT y su minoría consciente, la FAI, eran más poderosas que las autoridades, transformadas en simples espectros.

Nada impedía, sobre todo en Barcelona, que los comités obreros tomaran de jure el poder que ya ejercían de facto. Pero se abstuvieron de dar tal paso. Durante decenios el anarquismo español previno al pueblo contra el engaño de la «política», le recomendó dar primacía a lo «económico» y se esforzó por desviarlo de la revolución burguesa democrática para conducirlo, mediante la acción directa, hacia la revolución social. En el linde de la Revolución, los anarquistas siguieron, aproximadamente, el siguiente razonamiento: que los políticos hagan lo que quieran; nosotros, los «apolíticos», nos ocuparemos de la economía. En un artículo intitulado «La Inutilidad del Gobierno» y publicado el 3 de septiembre de 1936 por el Boletín de Información CNT-FAI, se daba por descontado que la expropiación económica en vías de realización acarrearía ipso facto «la liquidación del Estado burgués, reducido por asfixia».

Los Anarquistas en el Gobierno

Pero muy pronto esta subestimación del gobierno fue reemplazada por una actitud opuesta. Bruscamente, los anarquistas españoles se convirtieron en gubernamentalistas. Poco después de la Revolucióndel 19 de julio, el activista anarquista García Oliver se entrevistó en Barcelona con el presidente de la Generalidad de Cataluña, el burgués liberal Companys. Aunque el último estaba dispuesto a hacerse a un lado, se lo mantuvo en sus funciones. La CNT y la FAI renunciaron a ejercer una «dictadura» anarquista y se declararon prestas a colaborar con las demás agrupaciones izquierdistas. Hacia mediados de septiembre, la CNT exigió a Largo Caballero, presidente del consejo de gobierno central, que se creara un «Consejo de Defensa» integrado por quince personas, en el cual dicha central se conformaba con tener cinco representantes. Esto equivalía a aceptar la idea de participar en el gobierno ocupando cargos ministeriales, pero con otro nombre.

Finalmente, los anarquistas tomaron carteras en los dos gobiernos: en el de la Generalidad de Cataluña, primero, y en el de Madrid, después. En una carta abierta fechada el 14 de abril de 1937 y dirigida a la compañera ministra Federica Montseny, el anarquista italiano Camillo Berneri, que se encontraba en Barcelona, los censuró afirmando que estaban en el gobierno sólo para servir de rehenes y de pantalla «a políticos que coqueteaban con el enemigo» [de clase].[14] En realidad, el Estado en el cual se habían dejado integrar seguía siendo burgués, y buena parte de sus funcionarios y de su personal político no era leal a la República. ¿Cuál fue la razón de esta abjuración? La Revolución Española había sido la inmediata respuesta proletaria a un golpe de Estado contrarrevolucionario. Desde el principio, la necesidad de combatir con milicias antifascistas a las cohortes del coronel Franco imprimió a la Revolución un carácter de autodefensa, un carácter militar. Los anarquistas pensaron que, para enfrentar el peligro común, tenían que unirse, quisiéranlo o no, con las demás fuerzas sindicales y hasta con los partidos políticos dispuestos a cerrarle el paso a la rebelión. Al dar las potencias fascistas un creciente apoyo al franquismo, la lucha «antifascista» degeneró en una guerra verdadera, de corte clásico, en una guerra total. Los libertarios no podían participar en ésta sin renunciar cada vez más a sus principios, tanto en lo político como en lo militar. Ateniéndose a un falso razonamiento, creyeron que la victoria de la Revolución sería imposible si primero no se ganaba la guerra, y en aras de esa victoria «sacrificaron todo», como convino Santillán. Vanamente objetó Berneri que era un error darle prioridad a la guerra sin más, y trató de hacerles ver que sólo una guerra revolucionaria podía asegurar el triunfo sobre Franco. En rigor de verdad, frenar la Revolución equivalía a mellar el arma principal de la República: la participación activa de las masas. Peor aún, la España republicana, sometida al bloqueo de las democracias occidentales y seriamente amenazada por el avance de las tropas fascistas, se veía obligada a recurrir a la ayuda militar rusa para poder sobrevivir, y este socorro presentaba dos inconvenientes: primero, la situación debía beneficiar sobre todo al Partido Comunista y lo menos posible a los anarquistas; segundo, Stalin no quería, por ningún concepto, que en España triunfara una revolución social, no sólo porque ella hubiera sido libertaria, sino también porque hubiera expropiado los capitales invertidos por Inglaterra, presunta aliada de la URSS en la «ronda de las democracias» opuesta a Hitler. Los comunistas españoles hasta negaban que hubiera revolución: simplemente, el gobierno legal luchaba por reducir una sedición militar. Después de las sangrientas jornadas de Barcelona (mayo de 1937), en cuyo transcurso las fuerzas del orden desarmaron a los obreros por mandato stalinista, los libertarios, invocando la unidad de acción antifascista, prohibieron a los trabajadores contraatacar. Escapa de los límites de este libro analizar la lúgubre perseverancia con que los anarquistas españoles se mantuvieron en el error del Frente Popular hasta la derrota final de los republicanos.

Los Triunfos de la Autogestión

No obstante, en la esfera de mayor importancia para ellos, vale decir, en la económica, los anarquistas españoles, presionados por las masas, se mostraron más intransigentes y las concesiones que se vieron obligados a hacer fueron mucho más limitadas. En buena medida, la autogestión agrícola e industrial tomó vuelo por sus propios medios. Pero, a medida que se fortalecía el Estado y se acentuaba el carácter totalitario de la guerra, tornábase más aguda la contradicción entre aquella república burguesa beligerante y ese experimento de comunismo o, más generalmente, de colectivismo libertario que se llevaba adelante paralelamente. Por último, la autogestión tuvo que batirse prácticamente en retirada, sacrificada en el altar del «antifascismo».

Nos detendremos un poco sobre esta experiencia, la cual, afirma Peirats, no ha sido aún objeto de estudio metódico, tarea por cierto engorrosa ya que la autogestión presenta infinidad de variantes, según el lugar y el momento de que se trate. Creemos conveniente dedicarle especial atención, pues es relativamente poco conocida. Hasta en el campo republicano se la ignoró casi por completo e incluso se la desacreditó. La guerra civil la hundió en la sombra del olvido y aún hoy la reemplaza en los recuerdos de la humanidad. El filme Morir en Madrid no menciona siquiera dicha experiencia, y, sin embargo, ella es quizá el legado más positivo del anarquismo español.

Al producirse la Revolución del 19 de julio de 1936, fulminante respuesta popular al pronunciamiento franquista, los grandes industriales y hacendados se apresuraron a abandonar sus posesiones para refugiarse en el extranjero. Los obreros y campesinos tomaron a su cargo aquellos bienes sin dueño. Los trabajadores agrícolas decidieron continuar cultivando el suelo por sus propios medios y, espontáneamente, se asociaron en «colectividades», El 5 de septiembre se reunió en Cataluña un congreso regional de campesinos, convocado por la CNT, en el que se resolvió colectivizar la tierra bajo el control y la dirección de los sindicatos. Las grandes haciendas y los bienes de los fascistas serían socializados. En cuanto a los pequeños propietarios, podían escoger libremente entre continuar en el régimen de propiedad individual o entrar en el de propiedad colectiva. Estas iniciativas sólo recibieron consagración legal más tarde, el 7 de octubre de 1936, cuando el gobierno republicano central confiscó sin previo pago de indemnización los bienes de las «personas comprometidas en la rebelión fascista». Fue ésta una medida incompleta desde el punto de vista legal, pues sólo sancionaba una pequeña parte de las apropiaciones ya realizadas espontáneamente por el pueblo: los campesinos habían efectuado las expropiaciones indiscriminadamente, sin tomar en cuenta si el propietario había participado o no en el golpe militar.

En los países subdesarrollados, donde faltan los medios técnicos necesarios para el cultivo en gran escala, el campesino pobre se siente más atraído por la propiedad privada de la cual nunca gozó, que por la agricultura socializada. Pero en España, la educación libertaria y la tradición colectivista compensaron la insuficiencia de los medios técnicos y contrarrestaron las tendencias individualistas de los campesinos empujándolos, de buenas a primeras, hacia el socialismo. Los campesinos pobres optaron por ese camino, en tanto que los más acomodados se aferraron al individualismo, como sucedió en Cataluña. La gran mayoría (90 por ciento) de los trabajadores de la tierra prefirieron, desde el principio, entrar en las colectividades. Con ello se selló la alianza de los campesinos con los obreros urbanos, quienes, por la naturaleza de su trabajo, eran partidarios de la socialización de los medios de producción.

Al parecer, la conciencia social estaba aún más desarrollada en el campo que en la ciudad.

Las colectividades agrícolas comenzaron a regirse según una doble gestión: económica y local a la vez. Ambas funciones estaban netamente delimitadas, pero, en casi todos los casos, las asumían o las dirigían los sindicatos.

En cada aldea, la asamblea general de campesinos trabajadores elegía un comité administrativo que se encargaba de dirigir la actividad económica. Salvo el secretario, los miembros del comité seguían cumpliendo sus tareas habituales. Todos los hombres aptos, entre los dieciocho y sesenta años de edad, tenían la obligación de trabajar. Los campesinos se organizaban en grupos de diez o más, encabezados por un delegado; a cada equipo se le asignaba una zona de cultivo o una función, de acuerdo con la edad de sus miembros y la índole del trabajo. Todas las noches, el comité administrativo recibía a los delegados de los distintos grupos. En cuanto a la parte de administración local, la comuna convocaba frecuentemente una asamblea vecinal general en la que se rendían cuentas de lo hecho.

Todo era de propiedad común, con excepción de las ropas, los muebles, las economías personales, los animales domésticos, las parcelas de jardín y las aves de corral destinadas al consumo familiar. Los artesanos, los peluqueros, los zapateros, etc., estaban a su vez agrupados en colectividades. Las ovejas de la comunidad se dividían en rebaños de varios cientos de cabezas, que eran confiados a pastores y distribuidos metódicamente en las montañas.

En lo que atañe al modo de repartir los productos, se probaron diversos sistemas, unos nacidos del colectivismo, otros del comunismo más o menos integral y otros, aún, de la combinación de ambos. Por lo general, se fijaba la remuneración en función de las necesidades de los miembros del grupo familiar. Cada jefe de familia recibía, a modo de jornal, un bono expresado en pesetas, el cual podía cambiarse por artículos de consumo en las tiendas comunales, instaladas casi siempre en la iglesia o sus dependencias. El saldo no consumido se anotaba en pesetas en el haber de una cuenta de reserva individual, y el interesado podía solicitar una parte limitada de dicho saldo para gastos personales. El alquiler, la electricidad, la atención médica, los productos medicinales, la ayuda a los ancianos, etc. eran gratuitos, lo mismo que la escuela, que a menudo funcionaba en un viejo convento y era obligatoria para los niños menores de catorce años, a quienes no se permitía realizar trabajos manuales.

La adhesión a la colectividad era totalmente voluntaria; así lo exigía la preocupación fundamental de los anarquistas: el respeto por la libertad. No se ejercía presión alguna sobre los pequeños propietarios, quienes, al mantenerse apartados de la comunidad por propia determinación y pretender bastarse a sí mismos, no podían esperar que ésta les prestara servicios o ayuda. No obstante, les estaba permitido participar, siempre por libre decisión, en los trabajos de la comuna y enviar sus productos a los almacenes comunales. Se los admitía en las asambleas generales y gozaban de ciertos beneficios colectivos. Sólo se les impedía poseer más tierra de la que podían cultivar; y se les imponía una única condición: que su persona o sus bienes no perturbaran en nada el orden socialista. Aquí y allá, se reunieron las tierras socializadas en grandes predios mediante el intercambio voluntario de parcelas con campesinos que no integraban la comunidad. En la mayor parte de las aldeas socializadas, fue diminuyendo paulatinamente el número de campesinos o comerciantes no adheridos a la colectividad. Al sentirse aislados, preferían unirse a ella.

Con todo, parece que las unidades que aplicaban el principio colectivista de la remuneración por día de trabajo resistieron mejor que aquellas, menos numerosas, en las cuales se quiso aplica antes de tiempo el comunismo integral desdeñando el egoísmo todavía arraigado en la naturaleza humana, sobre todo en las mujeres. En ciertos pueblos, donde se había suprimido la moneda de intercambio y se consumía la producción propia, es decir, donde existía una economía cerrada, se hicieron sentir los inconvenientes de tal autarquía paralizante; además, el individualismo no tardó en volver a tomar la delantera y provocó la desmembración de la comunidad al retirarse ciertos pequeños propietarios que habían entrado en ella sin estar maduros, sin una verdadera mentalidad comunista.

Las comunas se unían en federaciones cantonales, a su vez coronadas por federaciones regionales.[15] En principio, todas las tierras de una federación cantonal formaban un solo territorio sin deslindes. La solidaridad entre aldeas fue llevada a su punto máximo. Se crearon cajas de compensación que permitían prestar ayuda a las colectividades menos favorecidas. Los instrumentos de trabajo, las materias primas y la mano de obra excedente estaban a disposición de las comunidades necesitadas.

La socialización rural varió en importancia según las provincias. En Cataluña, comarca de pequeña y mediana propiedad, donde el campesinado tiene profundas tradiciones individualistas, se limitó a unas pocas colectividades piloto. En Aragón, por el contrario, se socializaron más de las tres cuartas partes de las tierras. La iniciativa creadora de los trabajadores agrícolas se vio estimulada por el paso de la columna Durruti, milicia libertaria en camino hacia el frente norte para combatir a los fascistas, y la subsiguiente creación de un poder revolucionario surgido de la base, único en su género dentro de la España republicana. Se constituyeron cerca de 450 colectividades, que agrupaban a unos 500.000 miembros. En la región de Levante (cinco provincias; capital, Valencia), la más rica de España, se formaron alrededor de 900 colectividades, que englobaban el 43 % de las localidades, el 50 % de la producción de cítricos y el 70 % de su comercialización. En Castilla se crearon aproximadamente 300 colectividades, integradas por 100.000 adherentes, en números redondos. La socialización se extendió hasta Extremadura y parte de Andalucía. En Asturias manifestó ciertas veleidades, pronto reprimidas.

Cabe señalar que este socialismo de base no fue, como creen algunos, obra exclusiva de los anarcosindicalistas. Según testimonio de Gaston Lreview, muchos de los que practicaban la autogestión eran «libertarios sin saberlo». En las provincias nombradas en último término, la iniciativa de emprender la colectivización fue de los campesinos socialistas, católicos e incluso, como en el caso de Asturias, comunistas.[16]

Allí donde la autogestión agrícola no fue saboteada por sus adversarios o trabada por la guerra, se impuso con éxito innegable. Los triunfos logrados se debieron en parte al estado de atraso de la agricultura española. En efecto, fácil era superar las más elevadas cifras de producción de las grandes haciendas, pues siempre habían sido lamentables. La mitad del territorio peninsular había pertenecido a unos 10.000 señores feudales, quienes prefirieron mantener buena parte de sus tierras como eriales antes que permitir la formación de una capa de colonos independientes o acordar salarios decentes a sus jornaleros, lo cual hubiera puesto en peligro su posición de amos medireviewes. De esta manera se demoró el debido aprovechamiento de las riquezas naturales del suelo español.

Se formaron extensos predios reuniendo distintas parcelas y se practicó el cultivo en grandes superficies, siguiendo un plan general dirigido por agrónomos. Merced a los estudios de los técnicos agrícolas, se logró incrementar entre un 30 y un 50 % el rendimiento de la tierra. Aumentaron las áreas sembradas, se perfeccionaron los métodos de trabajo y se utilizó más racionalmente la energía humana, animal y mecánica.

Se diversificaron los cultivos, se iniciaron obras de irrigación y de reforestación parcial, se construyeron viveros y porquerizas, se crearon escuelas técnicas rurales y granjas piloto, se seleccionó el ganado y se fomentó su reproducción; finalmente, se pusieron en marcha industrias auxiliares. La socialización demostró su superioridad tanto sobre el sistema de la gran propiedad absentista, en el que se dejaba inculta parte del suelo, como sobre el de la pequeña propiedad, en el cual se laboraba la tierra según técnicas rudimentarias, con semillas de mala calidad y sin fertilizantes.

Se esbozó, al menos, una planificación agrícola basada en las estadísticas de producción y de consumo que entregaban las colectividades a sus respectivos comités cantonales, los cuales, a su vez, las comunicaban al comité regional, que cumplía la tarea de controlar la cantidad y calidad de la producción de cada región. Los distintos comités regionales se encargaban del comercio interregional: reunían los productos destinados a la venta y con ellos realizaban las compras necesarias para toda la comarca de su jurisdicción.

Donde mejor demostró el anarcosindicalismo sus posibilidades de organizar e integrar la actividad agrícola fue en Levante. La exportación de los cítricos exigía técnicas comerciales modernas y metódicas que, pese a ciertos conflictos, a veces serios, con los productores ricos, pudieron ponerse en práctica con brillantes resultados.

El desarrollo cultural fue a la par del material. Se inició la alfabetización de los adultos; en las aldeas, las federaciones regionales fijaron un programa de conferencias, funciones cinematográficas y representaciones teatrales.

Tan buenos resultados no se debieron únicamente a la poderosa organización del sindicalismo sino también, en gran parte, a la inteligencia y a la iniciativa del pueblo. Aunque analfabetos en su mayoría, los campesinos dieron pruebas de tener una elevada conciencia socialista, un gran sentido práctico y un espíritu de solidaridad y de sacrificio que despertaban la admiración de los observadores extranjeros. Después de visitar la colectividad de Segorbe, el laborista independiente Fenner Brockway, hoy lord Brockway, se expresó de esta guisa: «El estado de ánimo de los campesinos, su entusiasmo, el espíritu con que cumplen su parte en el esfuerzo común, el orgullo que ello les infunde, todo es admirable».

También en la industria demostró la autogestión cuánto podía hacer. Esto se vio especialmente en Cataluña, la región más industrializada de España. Espontáneamente, los obreros cuyos patrones habían huido, pusieron las fábricas en marcha. Durante más de cuatro meses, las empresas de Barcelona, sobre las cuales ondeaba la bandera roja y negra de la CNT, fueron administradas por los trabajadores agrupados en comités revolucionarios, sin ayuda o interferencia del Estado, a veces hasta sin contar con una dirección experta. Con todo, la mayor suerte del proletariado fue tener a los técnicos de su parte. Contrariamente a lo ocurrido en Rusia en 1917-1918 y en Italia en 1920, durante la breve experiencia de la ocupación de las fábricas, los ingenieros no se negaron a prestar su concurso en el nuevo ensayo de socialización; desde el primer día, colaboraron estrechamente con los trabajadores.

En octubre de 1936, se reunió en Barcelona un congreso sindical en el que estaban representados 600.000 obreros, y cuya finalidad era estudiar la socialización de la industria. La iniciativa obrera fue institucionalizada por un decreto del gobierno catalán, fechado el 24 de octubre de 1936, el cual, a la par que ratificaba el hecho consumado, introducía un control gubernamental en la autogestión. Se crearon dos sectores, uno socializado y otro privado. Fueron objeto de socialización las fábricas que empleaban a más de cien personas (las que daban trabajo a un número de cincuenta a cien obreros podían socializarse a requerimiento de las tres cuartas partes de éstos), las empresas cuyos propietarios habían sido declarados «facciosos» por un tribunal popular o las habían cerrado y, por último, los establecimientos que eran tan esenciales para la economía nacional que no podían dejarse en manos de particulares (en rigor de verdad, se socializaron muchas firmas que estaban endeudadas).

Cada fábrica autoadministrada estaba dirigida por un comité de administración compuesto de quince miembros que representaban a las diversas secciones y eran elegidos por los trabajadores reunidos en asamblea general; el mandato de la comisión duraba dos años y anualmente se renovaba la mitad de sus miembros. El comité designaba un director, en el cual delegaba total o parcialmente sus poderes. En el caso de las empresas muy importantes, el nombramiento de director requería la aprobación del correspondiente organismo tutelar. Además, cada comité de administración estaba controlado por un representante del gobierno. Ya no era una autogestión en el verdadero sentido de la palabra, sino más bien una cogestión en estrecha asociación con el Estado.

El comité de administración podía ser destituido, ya por la asamblea general, ya por el consejo general de la rama industrial de que se tratara (compuesto de cuatro representantes de los comités de administración, ocho de los sindicatos obreros y cuatro técnicos nombrados por el organismo tutelar). Este consejo general planificaba el trabajo y fijaba la repartición de los beneficios: sus decisiones tenían valor ejecutivo. En las fábricas socializadas, subsistía de modo integral el régimen de salarios. Cada trabajador recibía una suma fija como retribución por su labor. No se repartían los beneficios según el escalafón de la empresa. Tras la socialización, los sueldos no variaron casi y los aumentos fueron menores que los otorgados por el sector privado.

El decreto del 24 de octubre de 1936 constituyó una avenencia entre la aspiración a la gestión autónoma y la tendencia a la tutela estatal, al mismo tiempo que una transacción entre capitalismo y socialismo. Fue redactado por un ministro libertario y ratificado por la CNT porque los dirigentes anarquistas participaban en el gobierno. ¿Cómo podía disgustarles la injerencia del Estado en la autogestión si ellos mismos tenían las riendas del gobierno? Una vez metido en el redil, el lobo termina por convertirse en amo de las ovejas.

La práctica mostró que, pese a los considerables poderes con que se había investido a los consejos generales de ramas industriales, se corría el peligro de que la autogestión obrera condujera a un particularismo egoísta, a una suerte de «cooperativismo burgués», como señala Peirats, debido al hecho de que cada unidad de producción se preocupaba exclusivamente de sus propios intereses. Unas colectividades eran ricas y otras, pobres. Las primeras estaban en condiciones de pagar salarios relativamente altos, en tanto que las segundas ni siquiera alcanzaban a reunir lo suficiente para mantener el nivel salarial prerrevolucionario.

Las colectividades prósperas tenían abundante materia prima; las otras, en cambio, carecían de ella, y así en todos los órdenes. Este desequilibrio se remedió bastante pronto con la creación de una caja central de igualación, por cuyo intermedio se distribuían equitativamente los recursos. En diciembre de 1936, se realizó en Valencia un congreso sindical que decidió ocuparse de coordinar los distintos sectores de producción encuadrándolos dentro de un plan general y orgánico, tendiente a evitar la competencia perjudicial y los esfuerzos desorganizados.

A partir de ese momento, los sindicatos se dedicaron a reorganizar sistemática y totalmente diversas ramas fabriles: clausuraron cientos de pequeñas empresas y concentraron la producción en las mejor equipadas. Veamos un ejemplo: en Cataluña, de más de 70 fundiciones, se dejaron 24; las curtidurías fueron reducidas de 71 a 40, y las cristalerías, de 100 a 30. Pero la centralización industrial bajo control sindical no pudo concretarse con la rapidez y plenitud que hubieran deseado los planificadores anarcosindicalistas. ¿Por qué? Porque los stalinistas y los reformistas se oponían a la confiscación de los bienes de la clase media y respetaban religiosamente al sector privado.

En los demás centros industriales de la España republicana, donde no se aplicó el decreto catalán de socialización, se crearon menos colectividades que en Cataluña; de todos modos, la mayoría de las empresas que siguieron siendo privadas tenían un comité obrero de control, como se vio en Asturias.

Al igual que la agrícola, la autogestión industrial se aplicó con muy buen éxito. Los testigos presenciales se deshacen en elogios, sobre todo cuando recuerdan el excelente funcionamiento de los servicios públicos regidos por autogestión. Cierto número de empresas, si no todas, estuvieron notablemente administradas. La industria socializada realizó un aporte decisivo en la guerra antifascista. Las pocas fábricas de armamentos que se crearon en España antes de 1936, se encontraban fuera de Cataluña, ya que los patrones no confiaban en el proletariado catalán. Por ello, fue menester transformar rápidamente las fábricas de la región de Barcelona para ponerlas en condiciones de servir a la defensa republicana. Obreros y técnicos rivalizaron en entusiasmo y espíritu de iniciativa. Muy pronto se mandó al frente material bélico fabricado principalmente en Cataluña.

Iguales esfuerzos se concentraron en la producción de sustancias químicas indispensables para la guerra. En la esfera de las necesidades civiles, la industria socializada no se quedó atrás. Febrilmente se inició una actividad nunca antes practicada en España: la transformación de las fibras textiles; se trabajó el cáñamo, el esparto, la paja de arroz y la celulosa.

La Autogestión Socavada

Mas el crédito y el comercio exterior siguieron en manos del sector privado, por voluntad del gobierno republicano burgués. Y aunque el Estado controlaba los bancos, se guardaba muy bien de ponerlos al servicio de la autogestión. Por carecer de dinero en efectivo, muchas colectividades se mantenían con los fondos embargados al producirse la Revolución de julio de 1936. Luego, para poder vivir al día, tuvieron que apoderarse de bienes tales como las joyas y los objetos preciosos pertenecientes a las iglesias, a los conventos y a los elementos franquistas. La CNT pensó crear un «banco confederal» para financiar la autogestión. Sin embargo, era utópico querer entrar en competencia con el capital financiero no tocado por la socialización. La única solución hubiera sido transferir todo el capital a manos del proletariado organizado. Pero la CNT, prisionera del Frente Popular, no se atrevió a ir tan lejos.

Con todo, el mayor obstáculo fue la hostilidad, primero sorda y luego franca, que los distintos estados mayores políticos de la República abrigaban hacia la autogestión. La acusaron de «romper la unidad del frente» de la clase obrera y la pequeña burguesía y, en consecuencia, de «hacerle el juego» al enemigo franquista. (Preocupación que no impidió a sus detractores, primero, negarle armas a la vanguardia libertaria — que en Aragón se vio constreñida a hacer frente a las ametralladoras fascistas con las manos vacías — ¡y después censurarla por su «inercia»!).

Uribe, comunista que ocupaba la cartera de Agricultura, se encargó de preparar el decreto del 7 de octubre de 1936, por el cual se legalizaba una parte de las colectivizaciones rurales. Aunque aparentaba lo contrario, lo guiaban un profundo espíritu anticolectivista y la intención de desalentar a los campesinos que practicaban la agricultura socializada. Impuso reglas jurídicas muy rígidas y complicadas para la validación de las colectivizaciones. Fijó un plazo perentorio a las colectividades: aquellas que no fueran legalizadas dentro del límite de tiempo establecido, quedarían automáticamente fuera de la ley y sus tierras podrían ser restituidas a sus antiguos propietarios.

Uribe incitó a los campesinos a no entrar en las colectividades o los predispuso contra ellas. En un discurso que dirigió a los pequeños propietarios individualistas en diciembre de 1936, les aseguró que los fusiles del Partido Comunista y del gobierno estaban a su disposición. A ellos entregó los fertilizantes importados que se negaba a distribuir entre las colectividades. Junto con su colega Comorera, Ministro de Economía de la Generalidad de Cataluña, agrupó en un sindicato único, de carácter reaccionario, a los propietarios pequeños y medianos, a quienes se unieron los comerciantes y hasta algunos hacendados que simulaban ser modestos propietarios. También se encargó de que la tarea de organizar el abastecimiento de Barcelona pasara de los sindicatos obreros al comercio privado.

Como remate, la coalición gubernamental no tuvo escrúpulos en acabar manu militari con la autogestión obrera, después de aplastada la vanguardia de la Revolución en mayo de 1937. Un decreto del 10 de agosto de ese año declaró disuelto el «consejo regional de defensa» de Aragón, so pretexto de que éste había «quedado fuera de la corriente centralizadora». Joaquín Ascaso, principal animador de dicho consejo, compareció ante la justicia acusado de «vender joyas», cosa que en realidad había hecho a fin de procurar fondos para las colectividades. De inmediato, la 11ª división móvil del comandante Lister(stalinista), apoyada por tanques, lanzó una ofensiva contra las colectividades. Entró en Aragón como en suelo enemigo. Sus fuerzas detuvieron a los responsables de las empresas socializadas, ocuparon y luego clausuraron los locales, disolvieron los comités administrativos, desvalijaron las tiendas comunales, destrozaron los muebles y dispersaron el ganado. La prensa comunista clamó contra «los crímenes de la colectivización forzada». El treinta por ciento de las colectividades de Aragón fueron completamente destruidas.

Con todo, y pese a su brutalidad, en general el stalinismo no consiguió obligar a los campesinos aragoneses a adoptar el régimen de propiedad privada. Tan pronto como se retiró la división Lister, los aragoneses rompieron la mayor parte de las actas de propiedad que les habían hecho firmar a punta de pistola y no tardaron en reconstruir las colectividades. Como bien expresa G. Munis, «fue uno de los episodios ejemplares de la Revolución Española. Los campesinos reafirmaron sus convicciones socialistas, a pesar del terror gubernamental y del boicot económico a que estaban sometidos».

El restablecimiento de las colectividades de Aragón tuvo además otro motivo menos heroico: demasiado tarde, el Partido Comunista se percató de que había infligido un serio golpe a la economía rural al menoscabar sus fuerzas vivas; comprobó que había puesto en peligro las cosechas por falta de brazos, desmoralizado a los combatientes del Frente de Aragón y reforzado peligrosamente la clase media de propietarios de tierras. Por eso, trató de reparar los estragos que él mismo había causado y de resucitar una parte de las colectividades. Pero las nuevas colectividades no pudieron reunir tierras de extensión y calidad comparables a las de las anteriores ni contar con iguales efectivos, ya que, a causa de las persecuciones, muchos militantes habían huido hacia el frente para buscar asilo en las divisiones anarquistas combatientes o habían sido encarcelados.

En Levante, en Castilla, en las provincias de Huesca y de Teruel, se perpetraron similares ataques armados contra la autogestión agrícola, ¡y esto lo hicieron republicanos!

Bien o mal, la autogestión logró sobrevivir en ciertas regiones que aún no habían caído en manos de los franquistas; tal sucedió especialmente en Levante.

La política equívoca, por decir lo menos, que siguió el gobierno de Valencia en materia de socialismo rural contribuyó a la derrota de la República Española: los campesinos pobres no tuvieron siempre clara conciencia de que debían combatir por la República para defender sus intereses.

A despecho de sus buenos resultados, también la autogestión industrial fue socavada por la burocracia administrativa y los socialistas «autoritarios». Se desencadenó una formidable campaña periodística y radial destinada a denigrar y calumniar la autogestión, campaña que se concentró especialmente en crear dudas acerca de la honestidad de los consejos de fábrica en sus funciones administrativas. El gobierno republicano central se negó invariablemente a conceder créditos a las empresas catalanas autoadministradas, incluso cuando Fábregas, ministro libertario de Economía de Cataluña, ofreció los mil millones de pesetas depositados en las Cajas de Ahorro en calidad de garantía por los anticipos otorgados a la autogestión. Tras tomar la cartera de Economía en junio de 1937, el stalinista Comorera privó a las fábricas autoadministradas de materias primas, las que prodigaba al sector privado. También omitió abonarles a las empresas socializadas los suministros encargados por la administración catalana.

El gobierno central disponía de un arma poderosa para estrangular a las colectividades: la nacionalización de los transportes, que le permitía proveer a unos y suspender todas las entregas a otros. Además, adquiría en el extranjero los uniformes destinados al ejército republicano, en lugar de solicitárselos a las colectividades textiles de Cataluña. Esgrimiendo como pretexto las necesidades de la defensa nacional, excluyó mediante un decreto del 22 de agosto de 1937, a las empresas metalúrgicas y mineras del decreto catalán de socialización de octubre de 1936, calificado de «contrario al espíritu de la Constitución». Los ex capataces y los directores desplazados por la autogestión o, para ser más exactos, que rehusaron trabajar como técnicos en las empresas autoadministradas, volvieron a sus puestos con ánimo de venganza.

El decreto del 11 de agosto de 1938, que militarizó las industrias bélicas en beneficio del ministerio de armamentos, dio el golpe de gracia a la autogestión. Una burocracia pletórica y abusiva se abalanzó sobre las fábricas. Estas tuvieron que soportar la intromisión de infinidad de inspectores y directores que habían recibido sus nombramientos sólo en mérito a su filiación política, específicamente, a su reciente adhesión al Partido Comunista. Al verse despojados del control de las empresas creadas enteramente por ellos durante los primeros meses críticos de la guerra, los obreros se desmoralizaron y la producción disminuyó.

Pese a todo, la autogestión industrial sobrevivió en Cataluña en las demás ramas hasta el derrumbe de la República Española. Pero marchaba muy lentamente, pues la industria había perdido sus principales mercados y faltaban materias primas debido a que el gobierno había cortado los créditos necesarios para adquirirlas.

En suma, apenas nacidas, las colectividades españolas quedaron aprisionadas dentro de la rigurosa red de una guerra que seguía los cánones militares clásicos, y que la República invocó o usó como escudo para cortarle las alas a su propia vanguardia y transigir con la reacción interna.

No obstante, aquel intento de socialización dejó una enseñanza estimulante. En 1938, Emma Goldman le dedicó estas palabras de homenaje: «La colectivización de las industrias y de la tierra se nos aparece como la más grandiosa realización de todos los períodos revolucionarios de la historia. Además, aunque Franco venza y los anarquistas españoles caigan exterminados, la idea que ellos han lanzado seguirá viviendo». En un discurso pronunciado en Barcelona el 21 de julio de 1937, Federica Montseny señaló los dos términos de la alternativa ante la cual se encontraban: «En un extremo, los partidarios de la autoridad y del Estado totalitario, de la economía dirigida por el Estado y de una organización social que militarice a todos los hombres y convierta al Estado en un gran patrón, en una gran celestina; en el otro extremo, la explotación de las minas, de los campos, de las fábricas de los talleres por la propia clase trabajadora organizada en federaciones sindicales». Es ésta una disyuntiva que no sólo se le presentó a la Revolución Española, sino que, algún día, puede llegar a planteársele al socialismo del mundo entero.

A Manera de Conclusión

La derrota de la Revolución Española privó al anarquismo del único bastión que tenía en el mundo. De aquella dura prueba salió aniquilado y disperso y, en cierta medida, desacreditado. Por otra parte, el juicio de la historia ha sido severo y, en algunos aspectos, injusto. La experiencia de las colectividades — rurales e industriales — que se llevó a efecto en medio de las circunstancias más trágicamente desfavorables, dejó un saldo muy positivo. Pero se desconocieron los méritos de aquel experimento, que fue subestimado y calumniado. Durante varios años, por fin libre de la indeseable competencia libertaria, el socialismo autoritario quedó, en algunas partes del globo, dueño absoluto del terreno. Por un momento, la victoria militar de la URSS cobre el hitlerismo, en 1945, más los incontestables y hasta grandiosos logros realizados en el campo técnico, parecieron dar la razón al socialismo de Estado.

Pero los mismos excesos de este régimen no tardaron en engendrar su propia negación. Hicieron ver que sería conveniente moderar la paralizante centralización estatal, dar mayor autonomía a las unidades de producción y permitir que los obreros participaran en la dirección de las empresas, medida que los estimularía a trabajar más y mejor. Uno de los países vasallos de Stalin llegó a formar lo que podríamos llamar «anticuerpos», para usar un término médico. La Yugoslavia de Tito se liberó de un pesado yugo, que hacía de ella una especie de colonia. Procedió a rereviewuar dogmas cuyo carácter antieconómico saltaba ya a la vista. Retornó a los maestros del pasado. Descubrió y leyó, con la medida discreción, la obra de Proudhon, en cuyas anticipaciones encontró fuente de inspiración. Exploró, asimismo, las zonas libertarias, muy poco conocidas, del pensamiento de Marx y de Lenin. Entre otras, ahondó en la idea de la extinción gradual del Estado, concepto que seguía figurando en los discursos políticos pero que sólo era ya una mera fórmula ritual, vacía de significado. Espigando en la historia del corto período durante el cual los bolcheviques estuvieron identificados con la democracia proletaria desde abajo, con los soviets, encontró una palabra que los conductores de la Revolución de Octubre habían tenido en los labios pero muy pronto olvidaron: autogestión. Igual interés concentró en los consejos de fábrica en embrión que, por contagio revolucionario, surgieron en aquella misma época en Alemania e Italia y, más recientemente, en Hungría. Entonces, como expresó en Arguments el italiano Roberto Guiducci, los yugoslavos se preguntaron si no «podría aplicarse, adaptada a los tiempos modernos», «la idea de los consejos que, por razones evidentes, el stalinismo había reprimido».

Cuando Argelia dejó de ser colonia y logró por fin su independencia, sus nuevos dirigentes pensaron en la conveniencia de institucionalizar las apropiaciones espontáneas, que realizaron campesinos y obreros, de los bienes abandonados por los europeos, y tomaron como guía y modelo el precedente yugoslavo, cuya legislación en la materia copiaron.

Es incuestionable que, si no le cortan las alas, la autogestión es una institución de tendencias democráticas, libertarias incluso. A la manera de las colectividades españolas de 1936-1937, propende a confiar la dirección de la economía a los propios productores. A tal efecto, pone en cada empresa una representación obrera designada por elección en un proceso de tres etapas: primero se reúne la asamblea general soberana y de ella surgen el consejo obrero (su órgano deliberante) y, por último, el comité de gestión (su instrumento ejecutivo). La legislación toma ciertas providencias contra el peligro de burocratización, pues prohíbe la reelección indefinida de los representantes obreros, quienes, una vez finalizado su mandato, deben pasar directamente a la producción, etc. Aparte de las asambleas generales, en Yugoslavia también se consulta a los trabajadores por referéndum. Cuando se trata de grandes empresas, las asambleas generales se realizan por secciones.

Tanto en Yugoslavia como en Argelia asignan, por lo menos en teoría o como promesa para el futuro, una importante función a la comuna, en la que, según alardean, se da prioridad a la representación de los trabajadores de la autogestión. Siempre en teoría, la dirección de los asuntos públicos tendería a descentralizarse, a ejercerse crecientemente en la esfera local.

Pero la práctica se aparta sensiblemente de las intenciones expresadas. En los países de referencia, la autogestión da sus primeros pasos dentro del marco de un Estado dictatorial, militar y policial edificado sobre el armazón de un partido único, cuyo timón está en manos de un poder autoritario y paternalista que escapa de todo control y de toda crítica. Por tanto, existe una incompatibilidad entre los principios autoritarios de la administración política y los principios libertarios de la gestión económica.

Por lo demás, y pese a las precauciones legislativas, dentro de las empresas se observa cierta tendencia a la burocratización. En su mayoría, los trabajadores no están todavía bastante maduros para participar de modo efectivo en la autogestión. Carecen de instrucción y de conocimientos técnicos, no han logrado liberarse lo suficiente de la mentalidad de asalariados y delegan con demasiada ligereza sus poderes en manos de sus representantes. De resultas de ello, una minoría restringida asume la dirección de la empresa, se arroga toda suerte de privilegios, actúa a su gusto y capricho, se perpetúa en las funciones directivas, gobierna sin control, pierde contacto con la realidad, se aísla de la base obrera, a la que a veces trata con orgullo y desdén, todo lo cual desmoraliza a los trabajadores y los predispone contra la autogestión.

Para terminar, el Estado suele ejercer su control tan indiscreta y despóticamente que no da a los obreros de la autogestión la oportunidad de dirigir verdaderamente las empresas. El Estado pone sus propios directores junto a los órganos de la autogestión, sin preocuparse gran cosa por obtener el consentimiento de éstos, el cual, sin embargo, debe solicitar como requisito previo exigido por la ley. A menudo, dichos funcionarios se entremeten en la gestión de modo abusivo y a veces se comportan con la mentalidad arbitraria de los antiguos patrones. En las grandes empresas yugoslavas, los directores son designados exclusivamente por el Estado: el mariscal Tito distribuye estos puestos entre los miembros de vieja guardia.

Además, en lo financiero la autogestión depende estrechamente del Estado, pues vive de los créditos que éste tiene a bien concederle. Sólo puede disponer libremente de una parte limitada de sus beneficios; el resto se destina al tesoro público como cuota obligatoria. El Estado utiliza la renta proveniente de la autogestión, no sólo para desarrollar los sectores atrasados de la economía — cosa muy justa — sino también para mantener la maquinaria gubernamental, una burocracia pletórica, el ejército, la policía y un aparato propagandístico que muchas veces insume cantidades desmesuradas. La remuneración insuficiente de los trabajadores pone en peligro el impulso de la autogestión y va en contra de sus principios.

Por añadidura, la empresa está sometida a los planes económicos que el poder central ha fijado arbitrariamente y sin consultar a la base, por lo cual su libertad de acción se ve considerablemente restringida. En Argelia, para colmo de males, la autogestión está obligada a dejar totalmente en manos del Estado la comercialización de una importante parte de su producción. Por otra parte, está subordinada a «órganos tutelares» que, aparentando proporcionarle ayuda técnica y contable desinteresada, tienden a sustituirla y a apoderarse de la dirección de los establecimientos autoadministrados.

En general, la burocracia del Estado totalitario ve con malos ojos el deseo de autonomía de la autogestión. Como ya vislumbró Proudhon, la burocracia totalitaria no puede admitir ningún otro poder fuera del suyo; le tiene fobia a la socialización y añora la nacionalización, vale decir, la gestión directa por los funcionarios del Estado. Aspira a pisotear la autogestión, a reducir sus atribuciones, a absorberla, inclusive.

No es menor la prevención del partido único respecto de la autogestión. Tampoco éste podría tolerar rival alguno. Y si lo abraza, es para ahogarlo. Tiene secciones en la mayoría de las empresas. Le es difícil resistir la tentación de inmiscuirse en la gestión, de volver superfluos los órganos elegidos por los trabajadores o reducirlos al papel de dóciles instrumentos, de falsear las elecciones preparando de antemano las listas de candidatos, de hacer ratificar por los consejos obreros decisiones que él ya ha tomado, de manejar y desvirtuar los congresos obreros nacionales.

Ciertas empresas autoadministradas reaccionan contra esa propensión autoritaria y centralista manifestando una tendencia a la autarquía. Se comportan como si estuvieran compuestas de pequeños propietarios asociados. Consideran que actúan en beneficio exclusivo de los trabajadores del establecimiento y se inclinan a reducir sus efectivos a fin de dividir las ganancias en menos partes. En lugar de especializarse, preferirían producir un poco de todo. Se las ingenian para eludir los planes o reglamentos que toman en consideración el interés de la colectividad en su conjunto. En Yugoslavia, donde se ha mantenido la libre competencia entre las empresas, tanto para estimular la producción como para proteger al consumidor, la tendencia a la autonomía conduce a notables desigualdades en los resultados de la explotación de aquéllas, así como a desatinos económicos.

Vemos, pues, que la autogestión sigue un movimiento de péndulo que la hace oscilar continuamente entre dos comportamientos extremos: exceso de autonomía o exceso de centralización, «autoridad o anarquía», «obrerismo o autoritarismo abusivo». Este es el caso particular de Yugoslavia, en donde, a través de los años, se enmendó la centralización con la autonomía, y luego la autonomía con la centralización, cambiante proceso durante el cual el país remodeló continuamente sus instituciones, sin haber logrado aún el «justo medio».

Al parecer, sería posible evitar o corregir la mayor parte de las deficiencias de la autogestión si existiera un auténtico movimiento sindical, independiente del poder y del partido único, que fuera a la vez obra y organismo coordinador de los trabajadores de la autogestión y estuviera animado por el mismo espíritu que alentó en el anarcosindicalismo español. Ahora bien, tanto en Yugoslavia como en Argelia, el sindicalismo obrero tiene un papel secundario y hace las veces de «engranaje inútil», o bien está subordinado al Estado y al partido único. En consecuencia, no cumple, o lo hace muy imperfectamente, la función de conciliar autonomía y centralización, función que debería encomendársele y que cumpliría mucho mejor que los organismos políticos totalitarios. Efectivamente, en la medida en que fuera un movimiento surgido estrictamente de los trabajadores, que lo reconocerían como expresión de su voluntad, el sindicalismo constituiría el instrumento más apto para lograr una armonía entre las fuerzas centrífugas y las centrípetas, para «equilibrar», como decía Proudhon, las contradicciones de la autogestión.

Pese a todo, el panorama no se presenta tan tenebroso. Sabido es que la autogestión debe enfrentar a adversarios poderosos y tenaces que no han renunciado a la esperanza de hacerla fracasar. Pero también es un hecho que, en los países donde se la aplica experimentalmente, ha demostrado tener una dinámica propia. Ha abierto nuevas perspectivas a los obreros y les ha devuelto en cierto grado la alegría de trabajar. Ha comenzado a producir una verdadera revolución en sus mentes, inculcándoles los rudimentos de un socialismo auténtico, caracterizado por la desaparición progresiva del salariado, ladesalienación del productor y su conquista de la libre determinación. De tal modo, ha contribuido a aumentar la productividad. Y a pesar de los tanteos y los tumbos inevitables en todo período de noviciado, ha podido inscribir en su activo resultados nada despreciables.

Los pequeños círculos de anarquistas que, desde lejos, siguen los pasos de la autogestión yugoslava y argelina, la miran con una mezcla de simpatía e incredulidad. Sienten que, a través de ella, algunas migajas de su ideal están concretándose en la realidad. Pero esta autogestión casi no se atiene al esquema ideal previsto por el comunismo libertario. Por el contrario, se la ensaya dentro de un marco «autoritario», que repugna al anarquismo y que, sin duda, la hace frágil, existe siempre el peligro de que el cáncer autoritario la devore. Más si examináramos esta autogestión desde cerca, sin tomar partido, podríamos descubrir signos bastante alentadores.

En Yugoslavia, la autogestión es un factor de democratización del régimen. Gracias a ella, el partido efectúa el reclutamiento de sus afiliados sobre bases más sanas, en medios obreros. Hace de animador, antes que de dirigente. Sus jefes se acercan cada vez más a las masas, se interesan por sus problemas y aspiraciones. Como observó recientemente Albert Meister, joven sociólogo que se tomó la molestia de estudiar el fenómeno sobre el terreno, la autogestión posee un «virus democrático» que, a la larga, contagia hasta al partido único. Actúa sobre él como una suerte de «tónico» y establece un vínculo entre sus últimos peldaños y la masa obrera. Se ha producido una evolución tan notable que los teóricos yugoslavos utilizan ya un lenguaje que ningún libertario desaprobaría. Así, uno de ellos, StaneKavcic, anuncia: «En Yugoslavia, la fuerza de choque del socialismo no estará formada en el futuro por un partido político y un Estado que actúe desde la cima hacia la base, sino por el propio pueblo, pues existirán normas que permitirán a los ciudadanos actuar desde la base hacia la cima». Y termina proclamando audazmente que la autogestión libera «crecientemente de la rígida disciplina y de la subordinación, propias de todo partido político».

En Argelia, la autogestión no muestra tendencias tan definidas, pero no podemos abrir juicio porque la experiencia es demasiado reciente y, además, corre el riesgo de ser condenada. No obstante, a título ilustrativo conviene mencionar que, en las postrimerías de 1964, el responsable de la comisión de orientación del FLN, Hocin Zahuan (luego relevado de sus funciones por el golpe de Estado militar y convertido en jefe de un grupo socialista opositor y clandestino), denunció públicamente la propensión de los órganos de fiscalización a ponerse por encima de la autogestión y a «comandarla»: «Entonces, se acabó el socialismo -dijo-. Sólo se ha cambiado la forma de explotar a los trabajadores». Para concluir, el autor del artículo exigía que los productores fueran «realmente dueños de lo que producen» y dejaran de ser «manejados en beneficio de fines ajenos al socialismo».

En suma, sean cuales fueren las dificultades con que choca la autogestión y las contradicciones en que se debate, en la práctica parece tener siquiera, desde ya, el mérito de brindar a las masas la oportunidad de aprender el ejercicio de la democracia directa orientada desde abajo hacia arriba, de desarrollar, fomentar y estimular su libre iniciativa, de inculcarles el sentido de sus responsabilidades en lugar de mantener, como sucede en la noria del comunismo de Estado, las costumbres seculares de pasividad y sumisión y el complejo de inferioridad que les ha legado un pasado de opresión. Y aunque este aprendizaje es a veces penoso, aunque sigue un ritmo algo lento, aunque grava a la sociedad con gastos suplementarios y sólo puede realizarse a costa de algunos errores y cierto «desorden», más de un observador considera que estas dificultades, esta lentitud, estos gastos suplementarios, estos trastornos del crecimiento son menos nocivos que el falso orden, el falso brillo, la falsa «eficiencia» del comunismo de Estado que aniquila al hombre, mata la iniciativa popular, paraliza la producción y, pese a ciertas proezas materiales logradas quién sabe a qué precio, desacredita la propia idea socialista.

Siempre que la naciente tendencia liberalizante no sea anulada por una reincidencia autoritaria, aun la URSS parece dispuesta a reconsiderar sus métodos de gestión económica. Antes de su caída, acaecida el 15 de octubre de 1964, Jrushchov dio muestras de haber comprendido, aunque tardía y tímidamente, que era menester descentralizar la industria. A principios de diciembre de 1964, Pravda publicó un largo artículo intitulado «El Estado de todo el pueblo», en el que se definían los cambios de estructura que determinan que la forma del Estado llamado «de todo el pueblo», difiera de la que corresponde a la «dictadura del proletariado». Dichos cambios son: creciente democratización, participación de las masas en la dirección de la sociedad a través de la autogestión, rrevieworización de los soviets y de los sindicatos, etcétera.

Con el título de «Un problema capital: la liberalización de la economía», Michel Tatu publicó en Le Monde del 16 de febrero de 1965 un ensayo en donde muestra al desnudo los mayores males «que afectan a toda la maquinaria burocrática soviética y fundamentalmente a la economía». El nivel técnico alcanzado por esta última hace cada vez más insoportable el yugo de la burocracia sobre la gestión. Tal como están las cosas, los directores de empresa no pueden tomar decisiones de ninguna clase sin pedir la aprobación de por lo menos una oficina, y a menudo la de media docena de ellas. «Nadie deja de reconocer los notables progresos económicos, técnicos y científicos realizados en treinta años de planificación stalinista. Ahora bien, como consecuencia de este proceso, la economía está hoy ubicada en la categoría de las ya desarrolladas, de manera que las viejas estructuras que sirvieron para llegar a esta etapa resultan ahora totalmente inadecuadas y su insuficiencia se hace sentir cada vez más». «Por tanto, para vencer la enorme inercia que impera de arriba abajo de la máquina, se impone operar, no ya reformas de detalle, sino un cambio total de espíritu y de métodos, una especie de nuevadestalinización».

Pero, como bien hizo notar Ernest MandeI en un reciente artículo aparecido en Temps Modernes, hay una condición sine qua non: que la descentralización no se detenga en la etapa en que los directores de empresa hayan logrado su autonomía, sino que siga adelante hasta llegar a una verdadera autogestión obrera.

En un librito aparecido hace muy poco, también Michel Garder pronostica que en la URSS se producirá «inevitablemente» una revolución. Mas, pese a sus tendencias visiblemente antisocialistas, el autor duda, probablemente a disgusto, de que la «agonía» del actual régimen pueda conducir al retorno del capitalismo privado. Muy al contrario, piensa que la futura revolución retomará el lema de 1917: Todo el poder a los soviets. Supone, asimismo, que se apoyará en un sindicalismo vuelto a la vida y nuevamente auténtico. Finalmente, la estricta centralización actual será seguida por una federación menos centralizada: «Por una de esa paradojas que tanto abundan en la historia, un régimen falsamente titulado soviético corre el peligro de desaparecer por obra de los soviets».

Esta conclusión es similar a la extraída por un observador izquierdista, Georges Gurvitch, quien considera que, si en la URSS llegaran a imponerse las tendencias a la descentralización y hasta a la autogestión obrera, aunque más no fuera incipientemente, ello mostraría «que Proudhon acertó mucho más de lo que pudiera creerse».

En Cuba, donde el estatista «Ché» Guevara tuvo que abandonar la dirección de la industria, se abren quizá nuevas perspectivas. En un libro reciente, el especialista en economía castrista René Dumontseñala con pena la «hipercentralización» y la burocratización del régimen. Subraya especialmente los errores «autoritarios» de un departamento ministerial que, empeñado en dirigir él mismo las fábricas, logra exactamente lo contrario: «Por querer crear una organización fuertemente centralizada, terminan prácticamente [...] por dar libertad de acción al no poder dominar lo esencial». Iguales críticas le merece el monopolio estatal de la distribución de los productos: la paralización resultante habría podido evitarse «si cada unidad de producción hubiese conservado la facultad de abastecerse directamente». «Cuba reinicia inútilmente el ciclo completo de los errores económicos de los países socialistas», le confesó a René Dumont un colega polaco que conocía muy bien el proceso. El autor termina exhortando al régimen cubano a instaurar la autonomía de las unidades cooperativas agrícolas. Sin vacilar, afirma que el remedio para todos estos males puede resumirse en una sola palabra: la autogestión, que podría conciliarse perfectamente con la planificación.

Gracias a estas experiencias, las ideas libertarias han podido emerger últimamente del cono de sombra en que las relegaron sus detractores. El hombre contemporáneo, que ha servido de cobayo del comunismo estatal en gran parte del globo y, medio aturdido aún, está ya saliendo de este «infierno», vuelve repentinamente los ojos, con viva curiosidad y casi siempre para su beneficio, hacia las nuevas formas de sociedad regida por autogestión que propusieron en el siglo pasado los pioneros de la anarquía. Es cierto que no acepta esto esquemas en su totalidad, pero de ellos extrae enseñanzas e ideas inspiradoras para tratar de llevar a buen término la misión que toca a esta segunda mitad del siglo: romper, en el plano económico y político, las cadenas de lo que, de modo demasiado indefinido, se ha denominado «stalinismo», sin por ello renunciar a los principios fundamentales del socialismo, antes bien, descubriendo — o reencontrando — las fórmulas del ansiado socialismo auténtico, es decir, de un socialismo conjugado con la libertad.

En medio de la Revolución de 1848, Proudhon previó sabiamente que sería demasiado pedir a sus artesanos que se encaminaran de buenas a primeras hacia la «anarquía» y, por no ser factible tal programa máximo, esbozó un programa libertario mínimo: debilitamiento progresivo del poder del Estado, desarrollo paralelo de los poderes populares desde abajo, que él llamaba clubes y el hombre del siglo XX denominaría consejos. Al parecer, el propósito más o menos consciente de buena cantidad de socialistas contemporáneos es precisamente encontrar un programa de este género.

El anarquismo tiene, pues, una oportunidad de renovarse, pero no logrará rehabilitarse plenamente si primero no e capaz de desmentir con la doctrina y la acción las falaces interpretaciones que durante demasiado tiempo se han hecho de él. Impaciente por eliminar de España al anarquismo, Joaquín Maurín sugirió hacia 1924 que esta idea sólo podría subsistir en algunos «países atrasados», entre las masas populares que se «aferran» a ella porque carecen totalmente «de educación socialista» y están «libradas a sus impulsos naturales». Y concluyó: «Un anarquista que llega a ver claro, que se instruye y aprende, cesa automáticamente de serlo».

Confundiendo «anarquía» con desorganización, el historiador francés del anarquismo Jean Maitron imaginó, años atrás, que la idea había muerto junto con el siglo XIX, por cuanto la nuestra es una época «de planes, de organización y de disciplina». Más recientemente, el británico George Woodcock acusó a los anarquistas de ser idealistas que van contra la corriente histórica predominante y se nutren de las visiones de un futuro idílico, a la par que siguen atados a los rasgos más atrayentes de un pasado ya casi muerto. James Joll, otro especialista inglés en materia de anarquismo, se empeña en afirmar que los anarquistas están fuera de época porque sus conceptos se oponen decididamente al desarrollo de la gran industria, la producción y el consumo en masa, y porque sus ideas se basan en la visión romántica y retrógrada de una sociedad idealizada, ya perteneciente al pasado, compuesta de artesanos y campesinos. En suma, porque dichas ideas se fundan en el rechazo total de la realidad del siglo XX y de la organización económica.

A lo largo de las páginas precedentes hemos tratado de demostrar que esta imagen del anarquismo es falsa. El anarquismo constructivo, aquel que tuvo su expresión más acabada en la pluma de Bakunin, se funda en la organización, la autodisciplina, la integración y una centralización no coercitiva sino federalista. Se apoya en la gran industria moderna, en la técnica moderna, en el proletariado moderno, en un internacionalismo de alcances mundiales. Por estas razones es actual y pertenece al siglo XX. Tal vez quepa afirmar que es más bien el comunismo de Estado, y no el anarquismo, el que ya no responde a las necesidades del mundo contemporáneo.

A regañadientes, Joaquín Maurín admitió, en 1924, que en la historia del anarquismo los «síntomas de debilitamiento» eran «seguidos de un impetuoso renacimiento». Acaso el marxista español sólo haya sido buen profeta por esta última afirmación. El porvenir lo dirá.

Bibliografía sumaria

Dado su gran número, resulta imposible incluir aquí todas las obras de las cuales hemos extraído los textos citados o resumidos en este libro. Por consiguiente, nos limitamos a dar algunas sugerencias bibliográficas que pueden guiar al lector.

En primer término, queremos señalar que las Editions de Delphes (29, rue de Trévise, Paris, 9e.) tienen en preparación una importante obra en dos volúmenes: NI DIEU NI MAITRE, histoire et anthologie del’anarchie, en la que se reproducen ciertos textos anarquistas agotados o inéditos.

Anarquismo

Henri Arvon, L’Anarchisme, 1951.
Augustin Hamon, Psychologie de l’anarchiste-socialiste, 1895; Le Socialisme et le Congrès de Londres, 1897.
Irving L. Horowitz, The Anarchists, New York, 1964.
James Joll, The Anarchists, Oxford, 1964.
Jean Maitron, Histoire du movement anarchiste en France (1880-1914), 1955.
Alain Sergent y Claude Harmel, Histoire de l’Anarchie, 1949.
George Woodcock, Anarchism, Londres, 1962.
Ettore Zoccoli, L’Anarchia, Milán, 1906.

Stirner

Max Stirner, L’Unique et sa.Proprieté, reed. 1960; Kleinere Schriften, Berlín, 1898.
Henri Arvon, Aux sources de l’existentialisme: Max Stirner, 1954.

Proudhon

P. J. Prondhon, Oeuvres complètes y Carnets, E. Rivière; Manuel du spéculateur à la Bourse, 3ª ed, 1857; La Théorie de la propriété, 1865; Mélanges 1848-1852, 3 vol., 1868.
Georges Gurvitch, Proudhon, 1965.
Pierre Haubtmann, tesis de doctorado (inéditas) sobre Proudhon.

Bakunin

Mijaíl Bakunin, Oeuvres, 6 vol., ed. Stock; Archives Bakunin, Leiden, 1961-1965, 4 vol. publicados; Correspondance de Michel Bakounine (ed. por Michel Dragomanov), 1896; Bakunin, La Liberté (trazosescogidos), 1965.
Max Nettlau, Michael Bakunin, Londres, 1896-1900, 3 vol.

Primera Internacional

James Guillaume, L’Internationale, Documents et Souvenirs (1864-1878), 4 vol., 1905-1910; Idées sur l’organisation sociale, 1876.
Jacques Freymond, La Première Internationale, Ginebra, 1962, 2 vol.
Miklos Molnar, Le déclin de la Première lnternationale, Ginebra, 1963.
César de Paepe, De l’organisation des services publics dans la societé future, Bruselas, 1874.
Mémoire du district de Courtelary, Ginebra, 1880.

Comuna de 1871

Bakunin, La Commune de Paris et la notion de l’Etat, 1871.
Henri Lefebvre, La Proclamation de la Commune, 1965.
O. H. Lissagaray, Histoire de la Commune de 1871, reed, 1964.
Karl Marx, La guerre civile en France, 1871.

Kropotkin

Piotr Kropotkin, Obras diversas.
Woodcock y Avakoumovitch, Pierre Kropotkine le prince anarchiste, trad. Fr., 1953.
Artículo en el Journal de l’Université de Moscou, Nº 1, 1961.

Malatesta

Malatesta, Programme et organisation de l’Association Internationale des Travailleurs, Florencia, 1884, reproducido en Studi Sociali, Montevideo, mayo-noviembre de 1934.
Errico Malatesta, L’Anarchie, París, 1929.
Malatesta, His Life and Ideas, Londres, 1965.

Sindicalismo

Pierre Besnard, Les Syndicats ouvriers et la revolution sociale, 1930.
Pierre Monate, Trois Scissions syndicales, 1958.
Fernand Pelloutier, «L’anarchisme et les syndicats ouvriers», en Les Temps Nouveaux, 1895; Histoire des Bourses du Travail, 1921.
Emile Pouget, Le Syndicat (S. F.); Le parti du travail, red. 1931; Ad Memoriam, 1931.
Congrès anarchiste tenu à Amsterdam...., 1908.
Ravachol et les anarchistes, ed. Maitron, 1964.

Revolución Rusa

Piotr Arshinof, L’Histoire du mouvement makhnoviste, 1928.
Alexandre Berkman, La Révolution russe et le Parti communiste, 1921; The Bolshevik Myth (1920-1921), 1922; The Russian Tragedy, Berlín, 1922; The Kronstadt Rebellion, Berlín, 1922; The Anti-Climax,Berlín, 1925.
Isaac Deutscher, Trotsky, 3 vol., 1963-1965.
Luiggi Fabbri, Dittadura e Revoluzione, Milán, 1921.
Ugo Fedeli, Dalla Insurrezione dei contadini in Ucraina alla Rivolta di Kronstadt, Milán, 1950.
Emma Goldman, Les Bolcheviks et la Révolution russe, Berlín, 1922; My disillusionment in Russia; My further disillusionment with Russia, N. Y., 1923; Living my life, N. Y., 1934; Trotsky protests too much,N.Y., 1938.
Alexandra Kolontái, L’opposition ouvrière, 1921, reed en «Socialisme ou Barbarie», Nº 35, 1964.
M. Kubanin, Makhnoshchina, Leningrado, S.F.
Lenin, L’Etat et la Révolution, 1917; Sur la Route de l’Insurrection, 1917; La Maladie infantile du communisme, 1920.
Gaston Lreview, «Choses de Russie» en Le Libertaire, 11-17 de noviembre, 1921; Le Chemin du Socialisme, les débuts de la crise communiste bolchevique, Ginebra, 1958.
Néstor Majnó, La Révolution russe en Ukraine, 1927 (vol I) id. (en ruso), 3 vol.
G. P, Maximov, Twenty years of Terror in Russia, Chicago, 1940.
Ida Mett, La Commune de Kronstadt, 1938, nuev. ed., 1948.
Pankrátova, Les Comités d’usine de Russie [...], Moscú, 1923.
Rudolf Rocker, Die Bankrotte des russischen Staatskommunismus, Berlín, 1921.
Georges Sadoul, Notes sur la Révolution bolchevique, 1919.
Leonard Shapiro, Les Bolcheviks et l’Opposition (1917-1922), 1957.
Stepanov, Du contrôle à la administration ouvrière [...], Moscú, 1918.
Trotski, 1905, reed., 1966; Histoire de la Révolution russe, reed., 1962.
Victor Serge, L’An I de la Révolution russe, reed., 1965.
Volin (Vsevolod Mijailovich), La Révolution inconnue 1917-1921, l947.
E. Yartciuk, Kronsandt, Barcelona, 1930.
St. Anthony’s Papers, Nº 6 (sobre Kronstadt y Majnó), Oxford, s.f.
Répression de l’anarchisme en Russie soviétique, 1923.

Consejos Obreros

Antonio Gramsci, L’Ordine Nuovo, 1919-1920, 1954.
Hermann Gorter, Rèponse à Lénine, 1920. ed. 1930.
Pier Carlo Masini, Anarchici e comunisti nel movimento dei Consigli, Milán, 1951; Antonio Gramsci e l’Ordine Nuovo visti da un libertario, Livorno, 1956; Gli anarchici italiani e la rivoluzione russa, 1962.
Erich Mühsam, Auswahl, Zurich, 1962.
Anton Pannekoek, Workers Councils, reed., Melbourne, 1950.
Paolo Spriano, L’occupazione delle fabbriche settembre 1920, Turín, 1964.

Revolución Española

Burnett Bolloten, The Grand Camouflage, Londres, 1961.
Franz Borkenau, The Spanish Cockpit, Londres, 1937, reed. University of Michigan Press, 1965.
Gerald Brenan, Le Labyrinthe espagnol, trad. fr., 1962.
Pierre Broué y Enile Témine, La Révolution et la guerre d’Espagne, 1961.
Gaston Lreview, Problemas económicos de la Revolución social española, Rosario, 1931; Né FrancoNé Stalin, Milán, 1952.
Joaquín Maurín, L’anarcho-syndicalisme en Espagne, 1924; Révolution et contre-révolution en Espagne, 1937.
G. Munis, Jalones de Derrota [...], México, 1946.
José Peirats, La CNT en la revolución española, 3 vol., 1958; Los anarquistas en la crisis política española, Buenos Aires, 1964.
Angel Pestaña, 1º) Memoria... 2º) Consideraciones... (2 informes a la CNT), Barcelona, 1921-1922; Setenta días en Rusia, Barcelona, 1924.
Isaac Puente, El comunismo libertario, 1932.
Henri Rabasseire, Espagne creuset politique, s.f.
Vernon Richards, Lessons of the Spanish Revolution, Londres, 1953.
D. A. de Santillán, El organismo económico de la Revolución, 1936; La Revolución y la guerra en España, 1938.
Trotski, Ecrits, t. III, 1959.
El congeso confederal de Zaragoza, 1955.
Colletivisations, l’oeuvre constructive de la Revólution espagnole, trad. fr., 1937, reed., 1956.
Les Cahiers de «Terre libre», abril-mayo, 1938.
Collectivités anarchistes en Espagne révolutionnaire, Noir et Rouge, marzo, 1964; Collectivités espagnoles, idem, Nº 30, junio de 1965.

Autogestión Contemporánea

Stane Kavcic, L’autogestion en Yougoslavie, 1961.
Albert Meister, Socialisme et Autogestion, l’expérience yougoslave, 1964.
Les Temps Modernes, número de junio de 1965.

[1] Cuando Guérin escribía estas palabras (l965) era todavía imprevisible el derrumbe catastrófico de los sistemas llamados del «socialismo real». Hoy, más que ayer, parecen muy utópicas las esperanzas del autor en ciertas experiencias totalmente frustradas.
Sin embargo, para el grueso del pensamiento anarquista, la situación no es tan sencilla. Ni se justifica ahora el abandono de las ideas socialistas, ni se justificaba, en la década del 60, depositarlas en experiencias viciadas desde su origen por el autoritarismo y el estatismo.
El derrumbe del muro de Berlín no aplastó al socialismo. El socialismo estaba ausente de estos regímenes desde el momento en que se optó por la dictadura de un grupo sacrificando los derechos y libertades cotidianas de todos, usando los medios de represión comunes a cualquier estado, en nombre de fines cada vez más lejanos. El fracaso de los sistemas comunistas no se inicia con las desviaciones criminales de Stalin. El germen totalitario estaba ya en el pensamiento fundacional de Marx y Engels. En julio de 1870 Marx escribe a Engels: «Los franceses necesitan palos. Si triunfan los prusianos, la centralización del state power será provechosa para la centralización de la clase obrera alemana. Además, la preponderancia alemana trasladaría de Francia a Alemania el centro de gravedad del movimiento obrero de Europa occidental, y basta comparar el movimiento de ambos países, desde 1866 hasta la actualidad, para ver que la clase obrera alemana es superior a la francesa desde el punto de vista teórico y su organización. Su preponderancia sobre la francesa en el escenario mundial sería al mismo tiempo la preponderancia de nuestra teoría sobre la de Proudhon...».
El 15 de junio de 1853 apareció en el «New York Daily Tribune» un artículo firmado por Marx, «La dominación británica en la India», donde se lee lo siguiente: «¿Puede la humanidad realizar su destino sin una revolución radical del estado social asiático? Si esta revolución es necesaria, entonces Inglaterra, cualquiera que hayan sido sus crímenes al desencadenarla, no fue sino el instrumento inconsciente dela Historia».
En una carta a Engels sigue diciendo el Sr. Marx: «Traté de demostrar que la destrucción de la industria artesanal hindú tuvo un significado revolucionario a pesar del carácter inhumano de la obra hecha a beneficio exclusivo de la oligarquía financiera e industrial británica. La demolición de estas formas primitivas estereotipadas, las comunas rurales pueblerinas, es la conclusión sine qua non de la europeización». La «europeización» sería imprescindible para el establecimiento del futuro comunismo, pese a la destrucción de individuos y sociedades enteras.
Para no desentonar con su amigo y maestro, Engels escribió en enero de 1848: «En América hemos presenciado la conquista de México por EE.UU., lo que nos ha complacido. Constituye un progreso, también, que un país ocupado exclusivamente en sí mismo, e impedido a todo desarrollo, sea lanzado por la violencia al movimiento histórico».
En mayo de 1851 Engels escribió a Marx en la carta en la que podemos leer: «Porque no se puede señalar un solo ejemplo las que Polonia haya representado con éxito el progreso y que haya hecho alguna cosa de importancia histórica. La naturaleza del polaco es la del ocioso caballero. Conclusión: quitar todo lo posible de la Polonia occidental, ocupar con alemanes sus fortalezas, su pretexto de defenderlos, conducirlos al fuego, comerles su país».
Es una lástima que los señores Marx y Engels no se levanten de sus tumbas, pues podrían explicar a todo buen marxista cómo justificar la invasión yanqui a Guatemala, la implantación de la doctrina de seguridad nacional en Brasil, Argentina, Chile, Uruguay, etc. Después de todo, son sólo países subdesarrollados, a los cuales hay que ayudar a integrarse al progreso. Y, quién sabe, con las maravillas del determinismo histórico podríamos entender mejor las razones de la invasión a la Bahía de los Cochinos. Las expediciones contra Granada y Panamá, como escalones hacia la Gran Revolución Mundial.
En injusta y arbitraria la explotación de frases del conjunto de una obra también es cierto que Marx permite tantas lecturas como capillas puedan existir.
Sin embargo, cabe preguntar si con estas ideas, cuya falta total de escrúpulos éticos produce escalofríos, podía darse algo distinto a la dictadura estalinista y su hija predilecta, la Nomenclaturatecnoburocrática, que transformándose en un fin en sí misma, sacrificó vidas e ideas en nombre de una meta cada vez más alejada de los deseos y necesidades del ser humano común y corriente.
En el imaginario de los pueblos del Este, la asociación de Coca-Cola, blue jean y hamburguesa=bienestar y sistema libre mercado ha triunfado sobre la idea de justicia y solidaridad=socialismo. Como anarquistas y por ende socialistas, no podemos aceptar que la solución a la crisis sea volver a un punto anterior del camino. La única posibilidad, para la humanidad en su conjunto, no es pretender engancharse al furgón de los ricos, sino comprender que la totalidad de los recursos del planeta, materias primas, recursos naturales de toda especie y reservas ecológicas, pertenecen a todos.
Hay que rescatar los principios éticos que hicieron posible soñar con una sociedad libre y justa para todos. Una sociedad basada en la expoliación de unos países sobre otros y, dentro de cada país, de una clase sobre otra, sólo nos conducirá a nuevas crisis y nuevas guerras, cuyas consecuencias finales son cada vez más peligrosas para la supervivencia del hombre como especie. El uso justo y solidario de las reservas del planeta sólo será posible si es en común y de forma socialista. El monopolio de esta idea por el comunismo totalitario y su rotundo fracaso en la vida cotidiana ha hecho recuperar al liberalismo capitalista el liderazgo intelectual que había perdido, fundamentalmente desde la década del cuarenta; durante estos años, toda crítica, todo análisis de la sociedad, tenía que pasar por el materialismo marxista y sus puntos de referencia, los países del «realismo» socialista.
Hoy nos quieren hacer creer que la única salida a los problemas socioeconómicos es la libertad de mercado; la incorporación de capitales, sean cuales fueren sus orígenes o intenciones; la coronación del más apto y la distribución a cada cual según su poder. Estas viejas ideas decaerán en pocos años, fundamentalmente en los países subdesarrollados, donde los efectos del natural egoísmo del capitalismo internacional pasan como un viento del desierto, que arrasa y seca todo a su paso.
El desafío de todos los que nos consideramos socialistas es que el fracaso que se avecina no sea capitalizado por los partidarios de cualquier forma de totalitarismo. La solución a escala humana será socialista y libertaria, o no será.

[2] «La ciencia y la tarea revolucionaria del momento», Kólokol, Ginebra, 1870. Los títulos de los artículos citados por el autor en distintos idiomas figuran traducidos al castellano y entre comillas en esta edición. Los nombres de las publicaciones en que tales artículos aparecieron, en cambio, se mantienen en su lengua original y tipográficamente destacados en itálica.

[3] Sin nombrar a Stirner, cuya obra es dudoso que haya leído.

[4] Compárese esta distribución con las estipulaciones de los decretos de marzo de 1963, por los cuales la República de Argelia institucionalizó la autogestión, originariamente creación espontánea de los campesinos. La repartición de los beneficios — si no la fijación de los porcentajes — entre los diversos fondos previstos es aproximadamente igual a la de Blanc. El 25 % «para repartir entre los trabajadores» es, simplemente el «saldo de cuentas» que tantas controversias suscitó en Argelia.

[5] Cfr. la misma discusión en la Crítica del Programa de Gotha (redactado por Karl Marx en 1875 y publicado sólo en 1891).

[6] Rama de la Internacional, sita en la Suiza francesa, que adoptó las ideas de Bakunin.

[7] Cuando Federica Montseny, ministra anarquista, puso por las nubes el regionalismo de Pi y Margall en una conferencia pública pronunciada en Barcelona en enero de 1937, Gaston Lreview tildó esta actitud de traición a las ideas de Bakunin.

[8] Robert Louzon señaló al autor de este libro que, desde un punto de vista dialéctico, su opinión y la de Pelloutier no se excluyen en absoluto: el terrorismo tuvo efectos contradictorios sobre el movimiento obrero.

[9] La discusión entre anarcosindicalistas acerca de los respectivos méritos de los consejos de fábrica y de los sindicatos obreros no era, por otra parte, una novedad. En efecto, en Rusia acababa de dividir a los anarquistas y hasta de provocar una escisión en el equipo del diario libertario Golos Trudá. Unos se mantuvieron fieles al sindicalismo clásico, mientras que los otros, con G. P. Maximov, optaron por los consejos

[10] En abril de 1922, el KAPD formaría, junto con los grupos opositores de Holanda y Bélgica, una «Internacional Obrera Comunista».

[11] En Francia, adhirieron los sindicalistas de la tendencia de Pierre Besnard que, excluidos de la Confédération Générale du Travail Unitaire (CGTU), fundaron en 1924 la Confédération Générale du Travail Syndicaliste Révolutionnaire (CGTSR).

[12] En Castilla, Asturias, etc., predominaba la Unión General de Trabajadores (UGT), central obrera social-demócrata.

[13] Sólo en 1931 aprobó la CNT una idea rechazada en 1919: la de crear federaciones de industria. Los «puros» del anarquismo temían la propensión al centralismo y a la burocracia de estas federaciones, pero se había hecho imperativo responder a la concentración capitalista con la concentración de los sindicatos de cada industria. Fue preciso esperar hasta 1937 para que quedaran realmente organizadas las grandes federaciones de industria.

[14] Entre el 11 y el 19 de junio de 1937, se realizó en París un congreso extraordinario de la Asociación Internacional de Trabajadores, a la que estaba afiliada la CNT. En dicho Congreso se reprobó a la central anarco sindicalista por su participación en el gobierno y por concesiones que a consecuencia de ello había hecho. Con este precedente, Sebastien Faure se decidió a publicar en los números del 8, 15 y 22 de julio de Le Libertaire una serie de artículos intitulada «La Pente Fatale», donde criticaba severamente a los anarquistas españoles por colaborar con el gobierno. Disgustada, la CNT provocó la renuncia del secretario de la AIT, Pierre Besnard.

[15] Decimos «en principio», pues no faltaron litigios entre aldeas.

[16] No obstante, en las localidades del sur que no estaban controladas por los anarquistas, las apropiaciones de latifundios realizadas autoritariamente por los municipios no constituyeron una verdadera mutación revolucionaria para los jornaleros, quienes siguieron en la condición de asalariados; allí no hubo autogestión.


Recuperado el 27 de diciembre de 2012 desde Kolectivo Conciencia Libertaria